Yrsa Sigurðardóttir - El Último Ritual

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«No hallarás nunca paz ni consuelo. Arde para siempre…»
Así reza la carta que, escrita con la propia sangre de su hijo Harald, recibe en Alemania Amelia Gotlieb, días después de que la policía islandesa encontrara el cadáver del muchacho en la Facultad de Historia de Reykjavik: un cadáver al que, además, le han sacado los ojos y lleva marcados en su cuerpo extraños signos que dejan a los forenses entre el estupor y el espanto. Descontentos con el trabajo de la policía, y deseosos de que la verdad se descubra de la forma más discreta posible, los padres del difunto contratan entonces los servicios de Þóra, una letrada islandesa a la que ayudará Matthew, el abogado alemán que envía la familia.
Þóra y Matthew inician una investigación que les llevará desde la moderna Reykjavik al extremo noroeste de la isla, una zona inhóspita y salvaje donde, como en tantos otros lugares de Europa, se llevaron a cabo ejecuciones de decenas de personas acusadas de brujería. A los dos abogados no les quedará otro remedio que sumergirse en los restos y documentos de aquel nefasto episodio de la historia de Islandia para encontrar la clave de un asesinato que parece haber sido inspirado en ancestrales rituales.

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Þóra no lo comprendía del todo pues, por lo que sabía, la familia Guntlieb seguía pagando el alquiler y no debería estar nada mal alquilar un piso de aquel valor sin tener que padecer molestia alguna por parte del inquilino. Se volvió hacia Matthew, quien probablemente podría responder a la mujer.

– Desgraciadamente no podrá ser de inmediato -respondió lacónico-. El contrato sigue en vigor, creo que se lo comenté la última vez que hablamos del tema.

La mujer se apresuró a disculparse.

– Sí, claro, claro… no me malinterprete… sigue en vigor. Simplemente nos gustaría saber cuándo cree la familia que podrá dejarlo libre. Esta propiedad es bastante cara y no siempre se pueden encontrar inquilinos que paguen un precio tan alto. -La mujer miró apurada a Þóra-. Es que tenemos una oferta de una empresa de exportación que es tan buena que resulta difícil rechazarla. Necesitan el piso en un plazo de dos meses, por eso les pregunto cuánto tiempo necesitarán. Ya comprenden a qué me refiero.

Matthew asintió con la cabeza.

– Comprendo sus problemas pero por desgracia no puedo prometerle nada por el momento -dijo-. Todo depende de lo que hagamos con las pertenencias de Harald. Quiero asegurarme de que no vaya a parar a un cajón alguna cosa que pueda resultar de importancia en el caso.

La mujer, que había empezado a temblar de frío, movió enérgicamente la cabeza para mostrar su asentimiento.

– Si puedo hacer yo algo para aligerar el asunto, hágamelo saber, por favor. -Le dio la tarjeta de una empresa de importación que a Þóra le resultó completamente desconocida. En ella podía leerse el nombre de la mujer y su número de teléfono, incluyendo el del móvil. Þóra sacó su propia tarjeta del bolsillo y se la dio a la mujer.

– Tome también la mía, y llámeme si usted o su marido recuerdan algo que pudiera sernos útil. Estamos intentando averiguar quién asesinó a Harald.

La mujer abrió mucho los ojos, asombrada.

– ¿Y qué hay del hombre que detuvo la policía?

– Tenemos nuestras dudas de que sea el asesino -respondió Þóra como sin darle importancia. Notó que al oír aquello la mujer se estremeció. Se apresuró a añadir-: No creo que tenga usted por qué preocuparse: sea quien sea, no creo que se le ocurra venir por aquí -sonrió.

– No, no era por eso -dijo la mujer precipitadamente-. Es sólo que creía que ya se había terminado todo.

Se despidieron y Þóra y Matthew entraron en el edificio. En el vestíbulo se encontraron con una escalera pintada de blanco que subía al segundo piso, donde estaba el apartamento. Había otra puerta más y Matthew le dijo que daba a un lavadero compartido. Subieron por la escalera y Matthew abrió la puerta del apartamento con la segunda llave del llavero de la bandera. Lo primero que le llamó la atención a Þóra al entrar fue que Matthew había sido bastante poco fiel a la realidad al decirle que el apartamento era «de lo más normal». Þóra miró extrañada a su alrededor.

Capítulo 8

Gunnar Gestvík, decano de la Facultad de Historia de la Universidad de Islandia, se dirigía con ágiles zancadas hacia el despacho de la presidenta del Instituto Árni Magnússon, y al pasar saludó con una inclinación de cabeza a un joven historiador que se cruzó en su camino. El joven sonrió azorado y Gunnar vio reafirmada de ese modo su recién ganada popularidad dentro de la universidad y sus diversos departamentos. Al parecer no había mucha gente capaz de olvidar que fue a él a quien se le vino encima el cadáver de Harald Guntlieb, o que no recordasen el shock nervioso que resultó de aquel hallazgo. Nunca había sido tan popular, si podía expresarse así, aunque muy pocos de los que se aventuraban a buscar ahora su compañía pudieran llamarse exactamente amigos. Aquella situación tendría que pasar, naturalmente, pero sólo Dios sabía lo harto que estaba ya de tener que responder a tantas preguntas idiotas de tanta gente sobre aquel suceso, preguntas que no obedecían nada más que a pura curiosidad. En cuanto juntaban fuerzas para preguntarle algo, se les ponía cara de asco. Era un gesto destinado a indicar a la vez tristeza por la temprana pérdida de un hombre joven y compasión por Gunnar, pero el resultado era invariablemente muy diferente. En los rostros de la gente se leía única y exclusivamente interés por lo morboso y alegría porque aquello le hubiera pasado a otro en vez de a ellos mismos. ¿Quizá habría debido seguir el consejo del rector y tomarse dos meses de permiso para investigar? Vaya, no estaba seguro. Seguramente, con el paso del tiempo, la gente acabaría por perder casi todo el interés, pero por otro lado el interés florecería de nuevo en cuanto el caso llegase a los tribunales. Entonces tendría que posponer lo irremediable y tomarse unos días libres. Así daría pie a interminables habladurías de que estaba tratándose de los nervios, que estaba en casa borracho como una cuba, o cosas aún peores. No, seguramente rechazar el permiso y dejar que las cosas pasaran era la decisión correcta. Al final la gente se cansaría del tema y todos volverían otra vez a no hacerle caso alguno.

Gunnar llamó suavemente a la puerta de la directora, María Einarsdóttir, más por una cuestión de cortesía que por otro motivo, pues abrió nada más llamar, sin esperar respuesta indicándole si podía pasar. María estaba al teléfono, pero con un movimiento de la mano dio a entender a Gunnar que se sentara, lo que éste hizo. Se sentó y esperó impaciente mientras ella concluía su conversación telefónica, que parecía tener que ver con un pedido de tóner para impresoras, el cual no había sido entregado aún.

Gunnar intentó dejar patente lo nervioso que le ponía aquello. Cuando María le llamó unos minutos antes, le dijo que el asunto era serio y expresó el deseo de que fuera a verla inmediatamente. Él había dejado el trabajo en el que estaba enfrascado en aquel momento, una solicitud de fondos Erasmus para la Facultad de Historia en colaboración con la Universidad de Bergen. La solicitud tenía que presentarse en inglés, y Gunnar había conseguido empezar a cogerle el tranquillo a la lengua, justo cuando llamó María. Si aquel asunto suyo tan serio se refería al tóner, le iba a soltar unas cuantas cosas muy bien dichas. Ya había empezado a juntar unas cuantas palabras bien elegidas cuando ella colgó y dirigió su atención a él.

Antes de empezar a hablar, miró meditabunda a Gunnar… como si estuviera buscando las palabras. Los dedos de su mano derecha marcaron un ritmo rápido sobre el borde del escritorio, y suspiró profundamente.

– ¡Cojonudo!-dijo al fin.

«Obviamente no había aprovechado el tiempo para preparar bien su discurso», pensó Gunnar, intentando no dejar traslucir lo inapropiado que le parecía que la directora del Instituto Árni Magnússon pronunciase una palabra como aquélla. Los tiempos habían cambiado mucho desde que Gunnar era joven, cuarenta años atrás. Entonces parecía deseable preparar cuidadosamente lo que se iba a decir; ahora a todo el mundo aquello le parecía una pérdida de tiempo y una memez. Peor aún, que precisamente una mujer como María, de elevada cultura y que ya no estaba en la flor de su edad, dejase correr por su boca expresiones como aquélla. Gunnar carraspeó.

– ¿Qué era eso tan apremiante, María?

– ¡Cojonudo! -repitió ella, pasándose los dedos de ambas manos por el cabello, que llevaba muy corto. Había empezado justo a encanecer, y aquello hacía resbalar algo de cabello plateado hacia las sienes cuando lo removía de aquel modo. Sacudió entonces la llbe/a y por fin entró en materia.

– Falta una carta antigua. -Hubo un breve silencio y prosiguió-: La han robado.

La cabeza de Gunnar se echó hacia atrás y él no pudo ocultar su asombro y su desaprobación.

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