Yrsa Sigurðardóttir - El Último Ritual

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«No hallarás nunca paz ni consuelo. Arde para siempre…»
Así reza la carta que, escrita con la propia sangre de su hijo Harald, recibe en Alemania Amelia Gotlieb, días después de que la policía islandesa encontrara el cadáver del muchacho en la Facultad de Historia de Reykjavik: un cadáver al que, además, le han sacado los ojos y lleva marcados en su cuerpo extraños signos que dejan a los forenses entre el estupor y el espanto. Descontentos con el trabajo de la policía, y deseosos de que la verdad se descubra de la forma más discreta posible, los padres del difunto contratan entonces los servicios de Þóra, una letrada islandesa a la que ayudará Matthew, el abogado alemán que envía la familia.
Þóra y Matthew inician una investigación que les llevará desde la moderna Reykjavik al extremo noroeste de la isla, una zona inhóspita y salvaje donde, como en tantos otros lugares de Europa, se llevaron a cabo ejecuciones de decenas de personas acusadas de brujería. A los dos abogados no les quedará otro remedio que sumergirse en los restos y documentos de aquel nefasto episodio de la historia de Islandia para encontrar la clave de un asesinato que parece haber sido inspirado en ancestrales rituales.

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Matthew se adelantó.

– No, nada. -Þóra se mantuvo en silencio, aunque sospechaba cómo podrían haberse producido.

– Sin duda, no tienen relación con el crimen. Pero nunca se sabe. -El médico parecía contentarse con la respuesta de Matthew, por lo menos no volvió a insistir. Señaló la otra foto, que era también del cuello de Harald, pero muy ampliada-. Esta fotografía es muy buena, y en ella se ve cómo un trozo de metal, un cierre de cinturón más bien extraño o algún otro objeto desconocido que había en la ligadura utilizada penetró en el cuello del interfecto. Si miran esto atentamente, podrán ver que se parece a una pequeña daga… aunque puede haber sido algo completamente distinto; naturalmente esto no es un molde de yeso.

Þóra y Matthew estiraron la cabeza hacia la fotografía para ver mejor. El hombre tenía razón. En el cuello se apreciaba bien la huella de algún objeto. Comparándolo con una escala situada en la parte baja de la fotografía, parecía una pequeña daga o una cruz.

– ¿Qué es esto? -preguntó Matthew, señalando unas heridas a ambos lados de la huella.

– Esa cosita parece haber estado rodeada por algo de bordes afilados, que al apretar raspó la piel. Más no puedo decir.

– ¿Qué fue del cinturón, o lo que fuese? -preguntó Matthew-. ¿Lo encontraron?

– No -respondió el forense-. El atacante se deshizo de él. Sin duda pensó que en él podríamos encontrar ADN, huellas, o algo así.

– ¿Y habrían podido? -preguntó Þóra.

El forense se encogió de hombros.

– ¿Quién sabe? Por lo menos, está claro que si se encontrase ahora, tanto tiempo después del crimen, se podría ya obtener muy poco ADN. -Se aclaró la garganta-. Y hemos estimado la hora de la muerte. Es una cuestión muchísimo más técnica. -El médico hojeó el archivador y sacó varias hojas-. No sé hasta qué punto estarán familiarizados con los procedimientos, es decir, cómo lo médimos. -Miró a Þóra y a Matthew.

– Yo no sé nada -se apresuró a decir Þóra. Vio que sus palabras ponían nervioso a Matthew, que no dijo una sola palabra, pero a ella le dio igual.

– Entonces, seguramente lo mejor será que les explique brevemente de qué se trata, para que sean conscientes de que las conclusiones no son ni simples conjeturas ni demostraciones inalterables. Se trata solamente de una probabilidad, y la precisión de las conclusiones está en función de una serie de indicaciones o claves que es preciso reunir.

– ¿Reunir? -preguntó Þóra.

– Sí, para elaborar esas medidas necesitamos reunir unas claves que se encuentran sobre el cadáver mismo o dentro de él, o en la proximidad o el entorno del lugar en el que fue encontrado. Nos valemos asimismo de ciertos datos sobre la vida del difunto, por ejemplo si se le había visto antes de la muerte, cuándo comió por última vez, qué costumbres tenía, etcétera. Esto es especialmente importante cuando se trata de muertes repentinas, como en este caso.

– Desde luego -dijo Þóra, dirigiendo al forense una sonrisa.

– Estas pistas o claves se utilizan de diversos modos para hallar la mejor aproximación a la hora en que se produjo la muerte.

– ¿Y cómo? -preguntó Þóra.

El forense se reclinó en la silla, visiblemente satisfecho por el interés de la mujer.

– Los procedimientos son de dos tipos: por un lado se basan en medir las alteraciones del cuerpo, que se producen a una velocidad conocida, como por ejemplo el rigor mortis, la temperatura corporal y la putrefacción. Por otra parte hay procedimientos basados en la comparación de las indicaciones con puntos temporales conocidos: cuándo consumió el difunto los alimentos que tiene en el estómago, el punto en el que se encuentra la digestión, y cosas por el estilo.

– ¿Cuándo murió? -Matthew fue directo al grano.

– A grandes preguntas… -respondió el médico, sonriendo-. Para continuar con lo que estaba diciendo, lo mejor es repasar primero los datos que utilizamos para establecer la hora de la muerte. No recuerdo si ya se lo he mencionado, pero cuanto menos tiempo haya transcurrido entre la muerte y el hallazgo del cuerpo, tanto más precisos serán esos datos. En este caso pasaron unas treinta y seis horas, lo que no está mal. Según la investigación de la policía, la última vez que Harald fue visto por un testigo independiente fue a las 23:42 horas de la noche del sábado, cuando pagó y despidió el taxi en la calle Hringbraut. Puede decirse que éste es el punto inicial del marco temporal dentro del cual tuvo lugar el posible momento de la muerte. El punto final de este marco, naturalmente, es el momento en que se descubrió el cadáver, esto es, a las 7:20 horas de la mañana del lunes 31 de octubre.

Calló y les miró. Þóra asintió con la cabeza para indicar que le seguía y que podía continuar. Matthew permanecía como una estatua.

– Cuando la policía llegó al lugar donde se había producido el hallazgo del cadáver, se midió la temperatura de éste y resultó ser la misma que la temperatura ambiente. Eso indicó que había transcurrido cierto tiempo desde el fallecimiento. La velocidad a la que se produce el enfriamiento depende de diversos factores: si la persona es delgada, por ejemplo, se produce más deprisa que si es gruesa, pues el descenso de temperatura por centímetro cuadrado es comparativamente mayor en una persona delgada. -El médico extendió las manos-. También influyen la ropa y los objetos que pueda llevar el cadáver, así como su posición y el movimiento del aire en el entorno y su fuerza, y otras cosas más. Los datos sobre todos estos asuntos son parte de las claves que mencioné antes.

– ¿Y qué resultó de todo ello? -preguntó Matthew.

– Nada, en realidad. Con todo esto lo único que pudimos hacer fue limitar aún más el marco temporal. Es una buena muestra de que estos procedimientos sólo nos permiten hallar unas indicaciones sobre la hora de la muerte cuando la temperatura del cuerpo es distinta a la temperatura ambiente -exhaló un profundo suspiro-. Una vez que el cuerpo ha alcanzado esa temperatura, variará de acuerdo con la misma temperatura ambiente, como podrán comprender. Pero sí que podemos calcular cuánto tiempo tarda el cuerpo en alcanzar la temperatura ambiente y, así, saber que ha transcurrido al menos ese tiempo desde el fallecimiento. -Pasó los ojos por la página-. Aquí está; en este caso, el análisis redujo aún más el marco temporal, de modo que estimamos que habían transcurrido veinte horas desde la muerte.

– Todo esto es muy interesante, de eso no hay duda -dijo Matthew-. Pero lo que yo querría saber es cuándo se estima que nun lo I larald y cómo se llegó a esa conclusión. -No miró a Þóra.

– Sí, claro, perdone -respondió el médico-. La rigidez cadavérica indicó que la muerte se había producido al menos venticuatro horas antes del hallazgo del cadáver, lo que limitó aún más el marco temporal. -El médico miró alternativamente a Matthew y Þóra-. ¿Quieren que les explique con más detalle la rigidez cadavérica? Puedo hacerlo en dos palabras, si les interesa.

– Naturalmente- respondió Þóra a la vez que Matthew decía: «No, gracias, no es necesario».

– ¿No es norma elemental de cortesía acceder a los deseos de las señoras? -dijo el médico dirigiendo una sonrisa a Þóra. Ella le sonrió a su vez, felicísima. Matthew la miró fijamente, bastante molesto, según le pareció a Þóra, que siguió impertérrita.

– La rigidez cadavérica o rigor mortis es, como su nombre indica, el endurecimiento del cuerpo después de la muerte. Esta circunstancia origina una transformación química en las proteínas de los músculos como consecuencia del descenso del nivel de acidez del tejido muscular después de la muerte. No hay oxígeno, no hay glucosa y el pH de las células se desploma. Cuando, en consecuencia, la cantidad de nucleótido ATP desciende por debajo de un determinado valor crítico, aumenta el llamado rigor mortis, pues el ATP protege contra la unión de actina y miosina.

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