Yrsa Sigurðardóttir - El Último Ritual

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«No hallarás nunca paz ni consuelo. Arde para siempre…»
Así reza la carta que, escrita con la propia sangre de su hijo Harald, recibe en Alemania Amelia Gotlieb, días después de que la policía islandesa encontrara el cadáver del muchacho en la Facultad de Historia de Reykjavik: un cadáver al que, además, le han sacado los ojos y lleva marcados en su cuerpo extraños signos que dejan a los forenses entre el estupor y el espanto. Descontentos con el trabajo de la policía, y deseosos de que la verdad se descubra de la forma más discreta posible, los padres del difunto contratan entonces los servicios de Þóra, una letrada islandesa a la que ayudará Matthew, el abogado alemán que envía la familia.
Þóra y Matthew inician una investigación que les llevará desde la moderna Reykjavik al extremo noroeste de la isla, una zona inhóspita y salvaje donde, como en tantos otros lugares de Europa, se llevaron a cabo ejecuciones de decenas de personas acusadas de brujería. A los dos abogados no les quedará otro remedio que sumergirse en los restos y documentos de aquel nefasto episodio de la historia de Islandia para encontrar la clave de un asesinato que parece haber sido inspirado en ancestrales rituales.

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La respuesta se encontraba bastante más atrás, en el mismo capítulo. A Halldór también lo habían interrogado, y resultó que había estado haciendo una sustitución en el hospital universitario de Fossvogur hasta medianoche: simultaneaba el trabajo con sus estudios. Por eso no había participado en la fiesta. No podía hacer más que unas pocas guardias al mes, según afirmó Halldór; iba cuando alguien estaba enfermo o no podía ir a trabajar por cualquier otro motivo. Se había llevado ropa para cambiarse y, después de ducharse en el hospital mismo, cogió el autobús al centro. Según contó, su coche estaba estropeado, y dio el nombre del taller donde se encontraba en reparación a la hora de los hechos. Halldór dijo que en principio había pensado en cambiar de autobús y coger el que iba a Skerjafjörður, pero perdió este último por los pelos y decidió ir al centro y esperar en un café a los demás, cuando vinieran de la fiesta, en vez de tirar el dinero cogiendo un taxi o ir caminando. Indicó que les llamó por teléfono y le dijeron que estaban a punto de salir. Pensaba que sería en torno a la una cuando entró en el Kaffibrennslan y pidió una cerveza mientras esperaba. Hacia las dos se encontró por fin con los de la fiesta, que llegaron al centro en taxis.

Venían luego, una tras otra, declaraciones de diversos profesores de la Facultad de Historia. Trataban en su mayor parte de si conocían a Harald, y todos contaron lo mismo: que no lo conocían fuera de la universidad y que poco podían decir de él. Otra cosa que se preguntó fue tocante a una reunión en Árnagarður, el edificio de la facultad, la noche en que asesinaron a Harald. Se celebró para dar la bienvenida a unos colegas de una universidad noruega que estaban de visita en relación con un programa Erasmus. Þóra leyó entre líneas que aquella «reunión» había sido más bien un cóctel y que duró hasta bien entrada la noche. Los últimos no se fueron antes de la medianoche. Þóra desconocía los nombres, excepto los de Gunnar, el decano, y Þorbjórn Ólafsson, el catedrático que dirigía la tesis de Harald.

En cuanto a las últimas declaraciones, correspondían a un camarero del Kaffibrennslan y al conductor del autobús en el que Halldór fue desde Fossvogur hasta el centro. El camarero, que se llamaba Björn Jónsson, declaró que había servido a Halldór por primera vez hacia la una de la noche de autos, luego varias veces más, durante la misma hora, y finalmente, por última vez, hacia las dos, cuando sus amigos se le unieron. Dijo que recordaba bien a Halldór porque esa noche estuvo bebiendo a una velocidad poco habitual. El conductor del autobús declaró también que recordaba a Halldór como pasajero de su último recorrido, pues en el vehículo había poca gente y se habían puesto a charlar sobre la situación de la sanidad y de lo mal que estaban las cosas para los viejos. Þóra pensó que Halldór tenía una coartada a prueba de balas, igual que todos los demás amigos de Harald, con excepción de Hugi.

Después de las declaraciones había varias páginas de fotos fotocopiadas, tomadas en el lugar de los hechos. Eran poco claras y en blanco y negro, pero se veía suficiente como para darse buena cuenta del horripilante suceso. En ese momento Þóra comprendió todavía mejor la conmoción nerviosa del hombre que encontró el cadáver y se permitió dudar de que pudiera llegar a recuperar plenamente la normalidad algún día, después de aquel horror. El teléfono móvil recordó a Þóra que eran ya las cinco menos cuarto. Se apresuró a pasar al último capítulo de la compilación. «Pero qué curioso», pensó, y se levantó. Detrás de la séptima hoja separadora no había nada. Estaba vacío.

Capítulo 5

Þóra llegó a la guardería justo a tiempo. Se encontró en el aparcamiento con la madre de una niña de la clase de su hija. La mujer miró el coche del taller, con las marcas, y sonrió: era evidente que estaba segura de que Þóra andaba por ahí con algún Bibbi colgado del brazo. Þóra se moría de ganas de acercarse a la mujer a explicarle las cosas y convencerla de que su relación con Bibbi era puramente comercial. Pero lo dejó y en vez de eso cruzó por el camino más corto el jardín de la escuela. Sóley iba a la Mýrarhúsaskóli, que no estaba muy lejos de Skólavörðustígur, apenas diez minutos en coche. Al separarse de Hannes, unos dos años antes, Þóra había puesto mucho énfasis en conservar la casa de Seltjarnarnes, aunque le resultara tan difícil pagarla. Pero podía dar gracias de que la casa se hubiera tasado antes de que se produjeran los grandes incrementos en el precio de la vivienda. Si intentara hacerlo ahora, no tendría posibilidad de comprarla. Aquello le había atacado los nervios a Hannes, muerto de envidia al ver cómo la casa había aumentado su precio. Aunque ella no veía la casa como inversión sino como hogar, estaba contenta de habérsela quedado, pero, en realidad, lo que más le alegraba era que él estuviese de los nervios por ese motivo. No se habían divorciado precisamente por las buenas, aunque intentaron mantener la relación en el nivel de los buenos modales en beneficio de los niños. Si se les tuviera que comparar con dos países, ella sería India y él Pakistán: todo estaba siempre a punto de estallar, aunque raras veces llegaba a hacerlo.

Þóra entró y echó un vistazo a la sala. Evidentemente, la mayoría de los niños ya se habían marchado a sus casas. No le extrañó demasiado, y no pudo apartar de su cabeza la idea de que no se comportaba lo suficientemente bien con su hija. «Madre, mujer, doncella», le pasó por la cabeza antes de darse cuenta de que lo de mujer no le encajaba del todo bien. Apenas había estado con un hombre en los dos años que habían pasado desde el divorcio. De repente se desató en su mente un fuerte deseo de hacer el amor con un hombre. Se lo quitó de encima inmediatamente; aquél era el lugar menos apropiado que se podía imaginar para pensar en el sexo. ¿Pero cómo era capaz?

– ¡Sóley! -gritó la cuidadora, que había visto a Þóra-. Ha llegado tu mamá.

La niña, que estaba sentada de espaldas a su madre, dejó la manualidad que estaba haciendo con unas cuentas y movió la cabeza en dirección a Þóra. Sonrió cansada y se apartó un mechón de pelo de los ojos.

– Hola, mamá. Mira, estoy haciendo un corazón con cuentas. -Þóra sintió una punzada en el mismo corazón y se prometió a sí misma que al día siguiente recogería a la niña más temprano.

Después de una breve parada en la tienda de comestibles, madre e hija llegaron por fin a casa. Su hijo, Gylfi, estaba ya allí, no había duda. Lo indicaban las zapatillas de deporte tiradas en mitad del recibidor, así como la parka, que había colgado de la percha de al lado de la puerta con tanto descuido que ésta se había venido al suelo.

– ¡Gylfi! -gritó Þóra, mientras se agachaba para recoger los zapatos y colocarlos en el zapatero, y colgaba después el chaquetón-. ¿Cuántas veces tengo que decirte que cuelgues el abrigo al llegar a casa?

– ¡No oigo! -se oyó desde dentro de la casa.

Þóra elevó los ojos al cielo. Cómo podía esperar que oyese; el estruendo de algún juego de ordenador no dejaba oír nada más.

– ¡Baja eso! -le gritó-. ¡Te vas a destrozar los oídos!

– ¡Ven! ¡No oigo naa!

– Ay, señor -masculló Þóra colgando su abrigo. Su hija se quitó enseguida la ropa de abrigo y Þóra se asombró por centésima vez de lo distintos que eran los dos. La hija era de lo más limpia y cuidadosa, de pequeña casi ni babeaba, pero el hijo prefería vivir sobre una pila de ropa hasta la hora de meterse en la cama a toda velocidad. Una cosa tenían en común, sin embargo, y es que eran increíblemente cumplidores en lo tocante al colegio y los deberes, lo que resultaba perfectamente comprensible en una personalidad como la de Sóley, pero Þóra veía totalmente anómalo que Gylfi, con sus largos cabellos despeinados y sus ropas de rockero, se quedase desconsolado si se olvidaba en el colegio los deberes de ortografía o cualquier cosa por el estilo.

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