Yrsa Sigurðardóttir - Ceniza

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La violenta erupción de un volcán en Islandia obliga a desalojar una pequeña isla. Las cenizas y la lava sepultan una población. Sus habitantes se ven en la necesidad de iniciar una nueva vida en duras condiciones, y muchos abandonan la isla.
Treinta años después aquel trauma parece superado, pero el proyecto Pompeya del Norte decide desenterrar algunas de las viviendas. En las excavaciones de una de las casas, junto a objetos y utensilios cotidianos, se realiza un hallazgo sorprendente: cuatro cadáveres habían quedado ocultos por las cenizas todo ese tiempo sin que nadie sospechara de su existencia. Una abogada se ve forzada a investigar qué había ocurrido realmente con aquellos cuerpos y cómo habían llegado allí. La evidencia de un antiguo crimen hará aflorar una sórdida historia de violencia que parece no haber finalizado todavía, estremeciendo la aparentemente tranquila vida de un pueblo de pescadores.

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– ¿Señora? -murmuró Bella, enfadada. También Þóra recordaba lo extraño que le resultó la primera vez que la llamaron señora, pero pensó que aquel no era el lugar ni el momento de compartir sus experiencias con la secretaria.

Guðni frunció el ceño ante la observación de Bella, pero continuó.

– Venís a Heimaey y en lugar de recurrir a mí o a los arqueólogos para comprobar si el monedero perdido se había quedado en el sótano, vais una tarde y os metéis por vuestra cuenta en el sótano.

– Perdona -le interrumpió Þóra-. No vimos ninguna indicación de que se tratara de un espacio prohibido por ser escenario de un crimen ni nada de nada, y sencillamente preferimos ahorraros la molestia de bajar. ¡No pretenderás decir que la casa está todavía bajo vuestra supervisión!

– No, en realidad no -respondió Guðni-. Terminamos ayer, pero eso no cambia el hecho de que al final del sendero de la zona de excavación hay un gran cartel que explica que es preciso mantenerse en los límites marcados por las cintas.

– ¡Oh! -dijo Þóra sonriendo al policía-. Ni siquiera lo vimos -señaló de nuevo la mesa-. Sea como fuere, te hago entrega de una posible prueba para un serio caso criminal y lo único que se te ocurre decir es que ha habido una insignificante omisión -Þóra no sabía del todo la fuerza legal que podía tener ese cartel, aunque suponía que ninguna-. Me encantaría saber si crees que este hallazgo es importante, y en tal caso expreso mi deseo de que se me permita hacer referencia al mazo y al cuchillo cuando se solicite la prórroga de prisión provisional de Markús. Estas armas no son suyas y estoy completamente segura de que su estudio permitirá demostrar que él no las utilizó -Þóra se había puesto previamente en contacto con Markús y quedaron en eso antes de ir a la comisaría. Se había mostrado completamente de acuerdo y negó haber tocado nunca esos objetos, y ni por asomo había sido él quien los escondió en el trastero.

– De la prisión provisional tendrás que hablar con mis colegas de Reikiavik. De esas cosas se encargan ellos -respondió Guðni. Al mencionar «Reikiavik», la voz se tiñó de burla-. No tengo ni idea de qué piensan ni de cuáles son sus planes en lo referente a Markús.

Þóra tenía la esperanza de que Guðni estuviera siguiendo la marcha de la investigación y pudiera decirle algo, aunque solo fuera con alguna indirecta, de lo que podía esperar al día siguiente, cuando acabara el plazo de prisión provisional de Markús. Intentó aparentar que aquellas palabras no la habían afectado en lo más mínimo. Guðni la ponía tan nerviosa como ella parecía ponerle nervioso a él, de ahí que no tuviera sentido hacerle el favor de ser testigo de la decepción de la abogada. Sonrió y dijo:

– Pero en lo referente a las armas…

Guðni soltó una carcajada seca.

– ¿Armas? -dijo-. Eso son herramientas.

Þóra esperó un momento antes de continuar.

– A lo mejor es algo nuevo para ti, pero las herramientas ya se han utilizado anteriormente para cometer crímenes. Te aseguro que tal cosa no es en absoluto inusitada.

Guðni clavó sus ojos en ella sin mudar el semblante. Se echó hacia delante y miró fugazmente los objetos que había sobre su mesa.

– No sé cómo se te ocurre pensar que esto pueda tener relación con los cadáveres.

– No es nada normal guardar unas herramientas entre objetos infantiles, sobre todo en un faldón de cristianar-respondió Þóra-. Además, sospecho que en las dos hay sangre. Estoy segura de las que pusieron allí para ocultar pruebas.

– Sería una medida de lo más inteligente -dijo Guðni, sonriendo sin alegría alguna-: esconder las armas homicidas en una caja y dejar los cadáveres en el suelo a la vista de todos -apretó los labios y sacudió la cabeza-. ¿Crees que el asesino era tan absolutamente tonto?

Þóra enrojeció hasta la raíz de los cabellos, pero mantuvo la compostura.

– No es el momento de proponer hipótesis sobre cómo puede encajar todo. Lo primero que es preciso hacer es determinar si se trata de sangre, y después ver si pertenece a esos hombres. Al mismo tiempo, no estaría de más comprobar si hay huellas dactilares en los mangos.

– Seguramente no usas mucho herramientas como estas -dijo Guðni en tono displicente, como si nadie pudiera ser una persona como es debido a menos que llevara una maza para salmones en una mano y un cuchillo en la otra-. ¿No te das cuenta de que pueden existir explicaciones racionales para la presencia de sangre en estas herramientas?

– Quizá, pero la cantidad de sangre es tan grande que me permito dudar de que haya un solo pescador que atonte al pescado con tanta fuerza que la maza se quede llena de sangre. ¿No crees?

Guðni entornó los ojos y apretó los labios.

– ¿Y qué esperas sacar de todo esto? -preguntó, apoyando los codos sobre la mesa.

Þóra no pensaba que pudiera estar refiriéndose a sus emolumentos.

– Creía que los dos íbamos detrás de lo mismo -respondió-. El asesino. Más bien, los asesinos.

Guðni prefirió no responder. Volvió a clavar sus ojos en los de Þóra, pero tuvo que pestañear y volvió a hablar.

– Nosotros lo encontraremos. Sin tu ayuda.

– No me digas -masculló Þóra, pero decidió no ponerse a litigar con aquel hombre-. ¿Qué me puedes decir de un antiguo caso de contrabando de alcohol que se produjo aquí justo antes de la erupción?

Aquel cambio inesperado de tema pareció pillar a Guðni por sorpresa.

– ¿Qué tiene que ver eso con este caso? -preguntó, pero Þóra optó por no responder-. Me da la sensación de que has ido demasiado lejos en busca de explicaciones si ahora pretendes meterte en ese asunto -se volvió a echar hacia atrás y cruzó los brazos sobre el pecho-. ¿No estarás ocultándonos información?

– No, en absoluto -respondió Þóra-. Solo que he oído hablar de ello dos veces a lo largo de mis conversaciones con diversas personas, y me gustaría saber algo más, aunque solo sea para excluir que pueda existir alguna conexión.

– Comprendo -dijo Guðni-. No es ningún secreto, pero creía que todo el mundo había olvidado ese asunto. Me sorprende que la gente hable de ello después de todos estos años -separó los brazos y se puso a hacer sonar las articulaciones de los dedos, una después de otra-. Eso no se consideraría nada especial ahora, en comparación con todos esos casos de tráfico de drogas. Apareció una gran cantidad de licor aquí en Heimaey, y las pistas condujeron a dos casas. Cuando se produjo la erupción, la investigación iba bien encarrilada. Dadas las circunstancias, el caso fue sobreseído.

– ¿Quiénes estaban implicados? -preguntó Þóra-. Sé que uno era Kjartan, el de la oficina del puerto, pero ¿quién era el otro?

Guðni hizo un ruido especialmente fuerte en el pulgar.

– No le conoces.

Þóra mencionó el único nombre que se le ocurrió, aparte del de Paddi «Garfio», pues Guðni difícilmente podía referirse a él.

– ¿No sería Daði «Malacara»?

Guðni no pudo ocultar su asombro. Sin duda, Þóra había dado en el blanco.

– No pienso hablar contigo de nadie que no sea tu representado -respondió-. Pero puedo informarte de que ninguno de los dos siguió siendo sospechoso, pues un tercer hombre se presentó ante nosotros y lo confesó todo la mañana anterior a la erupción. Se salvó solo con el susto, porque como ya te he dicho la investigación no llegó a cerrarse.

Þóra enarcó las cejas. ¿Quién podría ser?

– ¿No sería Magnús? -preguntó, y nuevamente se dio cuenta de que había atinado en sus suposiciones.

– Te recomiendo que se lo preguntes a él -dijo Guðni con ironía-. Si no hay nada más, lo que queda es solamente preguntar si encontrasteis en el sótano alguna otra cosa que queráis entregar ahora. Lo enviaré a Reikiavik a la primera oportunidad.

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