Yrsa Sigurðardóttir - Ceniza

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La violenta erupción de un volcán en Islandia obliga a desalojar una pequeña isla. Las cenizas y la lava sepultan una población. Sus habitantes se ven en la necesidad de iniciar una nueva vida en duras condiciones, y muchos abandonan la isla.
Treinta años después aquel trauma parece superado, pero el proyecto Pompeya del Norte decide desenterrar algunas de las viviendas. En las excavaciones de una de las casas, junto a objetos y utensilios cotidianos, se realiza un hallazgo sorprendente: cuatro cadáveres habían quedado ocultos por las cenizas todo ese tiempo sin que nadie sospechara de su existencia. Una abogada se ve forzada a investigar qué había ocurrido realmente con aquellos cuerpos y cómo habían llegado allí. La evidencia de un antiguo crimen hará aflorar una sórdida historia de violencia que parece no haber finalizado todavía, estremeciendo la aparentemente tranquila vida de un pueblo de pescadores.

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Aquello le puso furioso. Esa mujer, siempre igual. Para ella nada era nunca lo bastante bueno, nada le parecía bien, todo la molestaba. Él era un imbécil y ella un ángel con forma humana.

– A lo mejor eres tú la imbécil por dejar a mi hija en manos de los médicos sin ningún motivo. La imbécil eres tú, no yo.

Ella se quedó mirándole durante un buen rato. Por un instante, Adolf creyó que la joven se iba a echar a llorar, pero en vez de eso sacudió la cabeza en una especie de gesto de rendición y le hizo un débil saludo de despedida con la mano.

– Me voy -se dio media vuelta y se marchó sin volverse a mirarle.

Adolf se levantó y la siguió. La última palabra la había pronunciado él, y sin embargo no se sentía vencedor. Eso era intolerable, necesitaba todas las pequeñas victorias posibles hasta el juicio si quería aguantarlo sin derrumbarse.

– ¿Así que reconoces que eres una imbécil? -le dijo a la mujer, que en ese momento se acercaba tranquilamente a la puerta de la calle. Adolf habría preferido que caminara más deprisa, eso demostraría su superioridad sobre ella.

Ella se detuvo en seco, pero no se volvió. Su voz era fría.

– Adolf -dijo-, tu hija está en estos momentos en una planta cerrada y vigilada después de hacerse daño ella misma de tal forma que no se puede estar tranquilo si se la deja sola. Si pudieras hablar con el médico, sería estupendo; si no, pues vale. Se llama Ferdinand. A lo mejor tú puedes decirle quién es esa Alda de la que Tinna no para de hablar. Yo no conozco a nadie que se llame así, e imagino que será una de tus amigas.

– ¿Qué sabe ella de Alda? -preguntó Adolf, sin reconocer su propia voz-. No tiene por qué saber nada de Alda.

– Yo no tengo la menor idea de quién es esa mujer -respondió cansinamente la madre de su hija-. De modo que si Tinna la conoce, tiene que ser por ti. La tiene fija en la cabeza y no para de decir que ella sabe quién estuvo en su casa -luego se volvió y le miró-. Supongo que se referirá a ti, pero está con tanta medicación que no consigo entenderla -la mujer se volvió y cogió el pomo de la puerta de la calle.

Adolf respiró hondo. Intentó asegurarse a sí mismo que no tenía por qué preocuparse, y que por lo menos podría hablar con la niña para que dejara de mencionar a Alda. Le diría que eso podía ser muy malo para él, y que a fin de cuentas él era su padre. La niña lo comprendería. Ahora tendría que pensar en otra cosa.

– ¿Qué le pasó a Tinna? -preguntó. Había sucedido algo realmente malo. Lo percibió mientras miraba fijamente la espalda de la joven.

Los hombros de la mujer descendieron, pero no se dio la vuelta.

– Pillaron a Tinna cuando se estaba cortando.

Adolf no comprendió.

– ¿Cortándose? ¿Quería suicidarse?

– No -respondió la mujer, negándose a oír aquellas palabras-. Iba a comerse su propia carne. Las calorías que tenía ya las había consumido, de modo que no contaban -el nudo que se le había hecho en la garganta le dificultaba el habla-. A diferencia de la carne que viene de fuera.

La mujer volvió a cobrar ánimos y se irguió. Abrió la puerta exterior, salió y cerró. Allí se quedó Adolf boquiabierto y sin saber si echar a correr detrás de ella. Evidentemente, Tinna estaba más enferma de lo que él había pensado. Se maldijo a sí mismo por no haber preguntado siquiera cómo se llamaba la enfermedad que tenía, además de la anorexia. Se dio cuenta de quién era el imbécil esta vez.

Capítulo 31

Domingo, 22 de julio de 2007

Þora se despidió y cerró el teléfono.

– ¿Y qué? -preguntó Bella con curiosidad.

– No sé si dice la verdad o si sigue ocultándome algo -dijo Þóra enfadada-. Claro que también es posible que esté mintiéndome directamente -había conseguido hacerse con el teléfono de Kjartan en la oficina del puerto y le había llamado con la esperanza de obtener algo más de información sobre el caso del contrabando de alcohol y averiguar si disponía de información sobre el charco de sangre-. Después de mucho insistirle, reconoció que sospecharon de él en el caso del contrabando de alcohol, y tengo la firme impresión de que fue él quien lo contó todo, aunque eso no lo ha reconocido.

– ¿Y el Daði «Malacara» ese? -preguntó Bella-. ¿Te dijo Kjartan si también le habían acusado a él?

– Sí, y además todo el mundo lo sabía -dijo Þóra mirando fijamente su móvil en espera de inspiración-. Según Kjartan, Daði era el jefe de la banda dedicada al contrabando, que al parecer llevaba bastante tiempo actuando. Daði estaba en contacto con marineros de un barco de carga que solía venir aquí desde el extranjero. Echaban el alcohol por la borda y lo ataban al lado del timón. Luego, Daði iba a buscarlo en una barca. Cuando empezó la guerra del bacalao, se hizo algo más difícil, pues había vigilancia permanente. Por eso se descubrió, según Kjartan. Seguramente vieron a Daði recoger un fardo y marcharse con una carga desconocida. Parece que no pillaron a Daði con el alcohol, aunque, de un modo u otro, a la policía de las islas le llegó información sobre el misterioso paseo, y la investigación de Guðni permitió descubrirlo todo.

– ¿Qué papel se supone que tuvo Kjartan en este caso? -preguntó Bella.

– Como te he dicho, negó tener la menor relación con este asunto pero, de todos modos, me dijo que habían sospechado de él -respondió Þóra-. La policía pensaba que él llevaba a tierra firme el alcohol que no se vendía en la isla. Por entonces trabajaba en un barco de cabotaje de propiedad estatal.

– Es una forma muy lógica de repartirse el trabajo -dijo Bella, moviendo la cabeza con admiración.

Þóra no se dio por enterada.

– Dijo que el caso se desinfló porque la erupción frenó la investigación a medio camino, y porque esta tomó un rumbo muy inesperado cuando Magnús se presentó en la comisaría y lo confesó todo.

– A lo mejor es que era culpable -dijo Bella-. No quiso que sus amigos inocentes pagaran el pato.

– Kjartan dijo que era totalmente imposible que Magnús hubiera tenido parte alguna en el contrabando -dijo Þóra-. Y en eso le creo, porque estoy segura de que él sí estaba involucrado. Dijo que se quedó pasmado cuando empezó a circular esa versión de los hechos, pero que él no había podido hablar del asunto con Magnús ni preguntarle por qué había querido cargar con las culpas porque la erupción empezó justo la noche siguiente. Cuando volvieron a verse en el transcurso de las labores de salvamento, poco después, nadie quería hablar del asunto, porque todos confiaban en que se acabaría olvidando, como efectivamente sucedió.

– Pero ¿no estaría Magnús realmente metido en el jaleo? -preguntó Bella estirándose-. En primer lugar, nadie hace esas cosas por sus amigos, aunque alguien diga lo contrario. Además, andaba rondando por el puerto con Daði «Malacara» a media noche, lo que a lo mejor tiene que ver con el contrabando.

– Si hacemos caso a Kjartan, eso está descartado -respondió Þóra-. Magnús andaba con muchas cosas entre manos, dedicándose a poner en marcha su empresa, y no habría tenido tiempo ni ganas de complicarse la vida de semejante forma.

– ¿Y qué dijo Kjartan de la sangre?

– Prácticamente nada -respondió Þóra-. Afirmó haber oído la historia de los paseos de Daði y Magnús esa noche, pero dijo que no tenía ni la menor idea de a qué se debía la mancha de sangre. No veía ninguna relación con el yate -Þóra suspiró-. Tengo que sacarle algo a Magnús.

– ¿Crees en serio que te dirá algo?

– No lo sé -respondió Þóra-, pero está claro que él es uno de los pocos que siguen vivos y conocen lo que sucedió, aunque naturalmente es imposible saber lo que permanece aún en su memoria.

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