– Si yo hubiera asesinado a cuatro personas, olvidaría cualquier cosa antes que eso -dijo Bella-. Olvidaría todo lo referente al trabajo, todo lo relacionado con la oficina, pero eso no.
Þóra sonrió.
– Ojalá tengas razón -dijo cruzando los dedos-. Pronto lo comprobaremos.
Magnús miró fijamente con sus ojos empañados la brújula que Þóra acababa de darle. Los viejos libros estaban en un montoncito en la mesa que tenía a su lado, pero no mostró ningún interés por ellos. Las manos, de venas prominentes, reposaban sobre los brazos del sillón y los agarraban con fuerza.
– ¿Por qué? -preguntó de pronto. No había apartado la vista de la brújula, de modo que no estaba claro quién debía responder la pregunta.
Þóra miró de reojo a María, que se limitó a encogerse de hombros. Þóra puso su mano sobre la grisácea mano del anciano y se sobresaltó al notar lo fría y huesuda que estaba.
– ¿Te alegras de recuperar tu brújula? La encontré en el sótano.
De pronto, el anciano levantó los ojos y miró a Þóra.
– ¿Por qué?
Þóra no supo qué responder.
– Creo que lamentabas haberla dejado en la casa cuando la erupción -dijo, procurando que sus miradas no se cruzaran-. ¿No te parece bien?
El anciano dirigió de nuevo los ojos a su regazo y sacudió la cabeza de una forma que daba pena ver.
– Estás vieja, Sigríður-dijo entonces, sacudiendo la cabeza-. No eras más que una niña.
– ¿Igual que Alda? -preguntó Þóra. Dudada que la tal Sigríður importase mucho, desde que Leifur le dijo que su padre la confundía a ella con su hermana.
– Pobre Alda -dijo Magnús, que volvió a sacudir la cabeza-. Horrible.
– ¿Qué era horrible? -preguntó Þóra-. No recuerdo lo que era -en el instante en que pronunció la última palabra se dio cuenta de que había cometido un error: el hombre la miró, entornó los ojos y pareció ensombrecerse.
María llegó inmediatamente al rescate.
– ¿Tienes frío, Maggi? -preguntó cariñosa, y el anciano se relajó-. Voy a ponerte bien la manta -dijo luego, y se puso en pie para extender la manta sobre sus piernas-. Así -dijo, dándole una palmadita en la rodilla-. Sé bueno con Þóra. Está ayudando a Markús, tu hijo.
– Markús quiere a Alda -dijo el hombre, asintiendo a la vez con la cabeza, con un gesto de alegría-. Es una buena chica -el gesto se hizo más frío-. Qué pena.
– ¿Qué pena? -se le escapó a Þóra. Añadió, mucho más tranquila-: ¿Qué le pasó? ¿Se hizo daño?
– Qué pena -dijo el anciano-. Un sacrificio -miró la brújula, rígido-. Horrible. Llévate eso.
Þóra tuvo que reprimirse para no agarrarle por los hombros y agitarlo mientras le quitaba la brújula del regazo. Maldita sea, él sabía lo que ella necesitaba conocer. Intentó recordar si se podía hipnotizar a los enfermos de Alzheimer.
– Alda está muerta, Magnús -dijo por fin-. Para poder ayudar a Markús tengo que saber lo que le sucedió.
– Markús -dijo el anciano, mirando por la ventana-. Markús quiere a Alda -dejó caer la cabeza.
– Lo sé -dijo Þóra, cogiendo el hinchado monedero que había encontrado Bella, lleno de monedas que parecían de oro-. Mira lo que tengo -dijo, enseñándole el monedero-. El hombre intentó mirar a otro sitio, evidentemente no quería ver lo que Þóra tenía en las manos. Ella lo abrió y le mostró el contenido-. Es oro, Magnús -dijo-. Monedas de oro -inesperadamente, el anciano dio un manotazo al monedero, quitándoselo a Þóra de las manos, y las monedas salieron volando por todas partes. Algunas cayeron en el regazo del anciano y fue como si hubieran sido ardientes ascuas de lava. El hombre se revolvió, haciendo ruidos e intentando quitarse las monedas de encima.
María se levantó de un salto e hizo lo posible por tranquilizarle. Entre las dos consiguieron retirar las monedas. Solo entonces Magnús se calmó un poco.
– Sangre -dijo-. Dinero de sangre.
– ¿Sangre? -dijo Þóra, que sabía que su tiempo se estaba agotando-. ¿Murió alguien, Magnús? ¿Murieron cuatro hombres?
Magnús dejó de revolverse y la miró; su aspecto era horrible.
– Hombres malos, Sigríður. Hombres malos -dijo de nuevo, intentando levantarse-. El halcón es un pájaro bonito -dijo entonces-. El cuco no -el gesto del anciano se calmó un poco mientras parecía que le invadía el cansancio-. Las crías no son de su propio huevo -dijo luego-. Otros pájaros. Acuérdate.
Þóra dijo que lo recordaría. Primero un halcón y ahora había también un cuco. Estupendo. Al menos, quedaba claro que Magnús estaba relacionado de algún modo con aquellos antiguos crímenes. Un paso adelante. Dos atrás.
Lunes, 23 de julio de 2007
El tiempo pasaba más deprisa de lo que Þóra habría deseado. Como de costumbre, le preocupaba no conseguir llegar a casa con tiempo suficiente para preparar la cena, y además tenía la sensación de que con cada minuto que pasaba aumentaban las probabilidades de que la policía solicitara una prórroga de la prisión provisional de Markús. Estaba sentada en el despacho del bufete esperando una llamada telefónica de Stefán, el comisario, para que le comunicara su decisión para el día siguiente. En todo caso, aquella conversación tendría que haberse producido hacía bastante rato. Þóra confiaba en que la decisión se hubiera demorado porque la policía estuviera dedicada a hacer encajar todo lo que había salido a la luz desde que encerraron a Markús, y que indicaba que eran otros, y no él, los culpables. Naturalmente, podía tratarse justamente de lo contrario. La policía no la había llamado porque estaban ocupados en rebuscar cualquier cosa que pudiera ser perjudicial para Markús. La incertidumbre era insoportable, y Þóra tenía problemas para encontrar algo que hacer. No quería aprovechar el tiempo para realizar llamadas por miedo a que Stefán intentara ponerse en contacto con ella justo en ese momento y no quisiera intentarlo otra vez. Eso era una auténtica tontería, pero Þóra no quería usar su teléfono de todos modos. Así que estaba en ascuas delante del ordenador. No olvidaba que tenía un montón de cosas que hacer, pero no podía concentrarse en ninguna de ellas. Así pasaron los minutos. Para empeorar aún más las cosas, no había podido aprovechar el tiempo a bordo del Herjólfur, en la travesía desde Heimaey. Había perdido la cobertura del móvil a las pocas millas y no volvió a tener hasta la entrada misma del puerto de Þorlákshöfn. Por eso no había conseguido seguir buscando a alguien que pudiera explicar cualquiera de los muchos cabos sueltos de aquel caso. En cambio, no había tenido más remedio que escuchar a Bella hablar de las oportunidades que se le habían presentado la noche anterior. Si Þóra no hubiese sabido que Matthew se pondría enseguida de camino al país, se habría tirado por la borda, avergonzada de que Bella tuviera una relación con el otro sexo mucho más divertida que la suya.
Las conocidas notas iniciales del Cumpleaños feliz sonaron en su teléfono móvil, y Þóra se apresuró a responder. Su hija Sóley había cambiado el timbre el día del cumpleaños de Þóra. Aunque le resultaba un tanto ridículo, no se atrevió a cambiarlo porque Sóley estaba encantada con él. Þóra no conocía el número de móvil desde el que hacían la llamada, y cruzó los dedos, al tiempo que respondía, con la esperanza de que fuera Stefán, por fin. Pero quien llamaba era el hijo de Markús, por si había noticias. Þóra le explicó brevemente la situación y le prometió llamarle en cuanto se enterase de algo. El chico parecía muy intranquilo, y farfulló algo así como que seguramente su padre seguiría en prisión. Þóra repitió que le llamaría más tarde, y se sintió un poco culpable por haber tenido que ser tan dura con el pobre chiquillo. Estaba pasando unos días muy difíciles, desde luego, y Þóra confiaba, por su bien, en que cuando marcara su número fuera para darle buenas noticias.
Читать дальше