Yrsa Sigurðardóttir - Ceniza

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La violenta erupción de un volcán en Islandia obliga a desalojar una pequeña isla. Las cenizas y la lava sepultan una población. Sus habitantes se ven en la necesidad de iniciar una nueva vida en duras condiciones, y muchos abandonan la isla.
Treinta años después aquel trauma parece superado, pero el proyecto Pompeya del Norte decide desenterrar algunas de las viviendas. En las excavaciones de una de las casas, junto a objetos y utensilios cotidianos, se realiza un hallazgo sorprendente: cuatro cadáveres habían quedado ocultos por las cenizas todo ese tiempo sin que nadie sospechara de su existencia. Una abogada se ve forzada a investigar qué había ocurrido realmente con aquellos cuerpos y cómo habían llegado allí. La evidencia de un antiguo crimen hará aflorar una sórdida historia de violencia que parece no haber finalizado todavía, estremeciendo la aparentemente tranquila vida de un pueblo de pescadores.

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– Entiendo -respondió María-. Pero de lo que más hablaba era de cuando llevó gente de la isla hasta tierra firme en su barco. No recuerdo el tiempo que dijo que había pasado sin dormir, pero hablaba mucho de ello -sonrió-. Cincuenta o sesenta horas, algo así. Y estaba orgulloso. Pero debía de exagerar un poco -María se pasó la mano por el cabello y continuó-. En realidad, no hablaba demasiado de cuando estuvo salvando enseres de la casa, decía que había sacado prácticamente todo lo que había de valor, pero estaba enfadadísimo por unas cuantas cosas que se olvidó allí dentro; unos libros antiquísimos que había heredado de su padre, una brújula, monedas y otras cosas que nunca pude comprender por qué las echaba tanto de menos. Podía estar hablando solo de eso durante horas seguidas; se supone que esas cosas estaban en el trastero y por eso se olvidó de ellas.

– ¿El trastero podía estar en el sótano? -preguntó Þóra. Si Magnús nunca bajó allí, habría sido posible colocar los cuerpos en cualquier momento después del primer día de la erupción-. Yo tenía entendido que se había llevado todo lo que tenía algún valor para él.

María se encogió de hombros.

– No tengo ni idea de dónde estaba el trastero -dijo-. Tal vez estuviera en el sótano, pero eso no tiene por qué significar nada. Maggi habría podido bajar, pero sin poder llevárselo todo. Yo sería completamente incapaz de recordar lo que tenemos en el trastero si tuviera que sacar lo que más valor tuviese para mí. Ninguna de las cosas que mencionó era especialmente grande, de modo que habría podido bajar y no haberlas visto.

– Pero ¿nunca habló del sótano con tristeza o de alguna forma distinta a la habitual? -preguntó Þóra.

María chasqueó los dedos.

– Sí, ahora me acuerdo -dijo con un gesto de alegría-. Habló del sótano en relación con la erupción, pero no como dices tú ahora. Fue antes de enfermar, y en sí no es nada especial, pero, si es cierto, fue al sótano varias veces -María golpeó el suelo rítmicamente con los tacones mientras evocaba sus recuerdos-. Hombre, dijo que se alegraba de no haber llevado todas las posesiones de la familia al sótano como pensó en un principio y como empezó a hacer, efectivamente. Lo dijo con una sonrisa en los labios, burlándose de sí mismo por haber considerado el sótano un sitio seguro. Así que bajó, ¿es eso algo malo?

– No, qué va -dijo Þóra, sin saber si eso podría significar algo. Bajó al sótano, probablemente solo durante un breve rato, pues se le pasaron por alto algunas cosas que habría deseado conservar. ¿Fue porque conocía la existencia de los cuerpos y no le gustaba nada la idea de estar con ellos allí abajo durante mucho tiempo o porque pensaba que no era especialmente importante?-. ¿Crees que se alegraría de recuperar esas cosas? -preguntó Þóra, movida por la curiosidad.

– Sí, siempre que sea pronto -respondió María-. Y si conseguimos dárselas en el momento adecuado -tenía un gesto de tristeza, y se miraba las manos-. De otro modo, no lo sé, vaya.

Þóra no respondió, pero ya estaba pensando un plan. Aún no habían terminado de vaciar el sótano de la casa. Si conseguía bajar con Bella y encontraba esos objetos, era posible, quizá, que volver a tenerlos en sus manos refrescara los recuerdos del anciano. Como parecían guardar relación con la erupción, existía una débil esperanza de que dijese alguna cosa que Þóra pudiera aprovechar. Si se ponían manos a la obra esa misma tarde, era posible llevárselas al día siguiente antes de embarcarse para volver a Reikiavik. Þóra se colocó su cuadernito de notas encima de las rodillas y sacó la pluma.

– ¿Me repites qué objetos eran los que echaba de menos? -los anotó y después se puso en pie.

– Tengo aquí un montón de papeles que Leifur me pidió que te entregara -dijo María cuando salieron del salón-. Creo que se los dio el arqueólogo -cogió un grueso montón de papeles y se lo dio a Þóra-. También tenía que decirte que ningún miembro del equipo de excavación dijo que Alda se hubiera puesto en contacto con ellos para intentar evitar que excavaran la casa.

Þóra cogió el montón de papeles y vio que eran listas de lo hallado en las casas. Repasar todo aquello sería un trabajo considerable.

Cuando Þóra se marchó después de hablar con María, prácticamente no había sacado en claro nada que le llamara la atención, aunque se enteró de que Magnús llevó gente a tierra firme durante la noche, que regresó al día siguiente y se dedicó a salvar lo que se podía rescatar. En primer lugar se dedicó a su propia casa. Para ello contó con la ayuda de algunos vecinos, y luego fue él quien a su vez les ayudó, pero por desgracia María no sabía si entre esos vecinos estuvo Daði, el de la casa contigua. Más tarde, Magnús se fue con el grupo de hombres que recorrieron todo Heimaey en las labores de salvamento, pero María no sabía dar noticia de ellos. Al cabo de un mes o así, cuando Magnús salió de nuevo a pescar, su casa había desaparecido por completo. Los meses siguientes se deslomó a trabajar para poder conservar el barco.

Sonó el teléfono de Þóra y respondió intrigada al ver que era el número del agente inmobiliario con el que Markús dijo haber hablado durante su viaje. Þóra le había telefoneado antes de ir a casa de María, pero estaba ocupado y dijo que llamaría en cuanto acabara la jornada laboral. Añadió que los sábados terminaba pronto. Obviamente, ese día no lo había conseguido, porque ya eran las seis de la tarde. Þóra entró directamente en materia, tras los saludos de rigor.

– Vale -dijo una voz juvenil-. Entiendo.

¿Qué es lo que entendía? ¿El idioma? Þóra intentó que no se notara su irritación, porque ese día había superado con creces su dosis diaria de conversaciones telefónicas.

– ¿Pero hablaste ese día por teléfono con Markús? -preguntó-. Es de la mayor importancia que me digas la verdad. No le harías ningún favor a Markús diciendo una mentira, en caso de que él se haya confundido al hacer memoria. Además tienes que indicarme desde qué teléfono llamaste para que la policía pueda confirmarlo.

– Hum -murmuró el hombre-. Pues sí, le llamé. Espera un segundo -dijo entonces, y Þóra oyó un crujido de papeles-. Lo tengo aquí, por alguna parte -se oyó, y luego-: Aquí. Aquí está.

– ¿Qué es lo que tienes? -preguntó Þóra, extrañada.

– Estaba buscando la oferta de la que hablamos. El plazo terminaba a las ocho de la tarde y era el 8 de julio, de modo que coincide exactamente. Le llamé cuando se confirmó que los vendedores no estaban dispuestos a aceptar la oferta. No era de extrañar, porque era muy baja. A Markús no le gustaba demasiado el apartamento, aunque tengo entendido que a su chico le encantaba.

– De modo que le llamaste -dijo Þóra, intentando que el hombre volviera al tema central-. ¿A su teléfono móvil?

– Sí -dijo el agente inmobiliario-. Es el único número que tengo suyo, creo.

– ¿Y puedes confirmar que fue con él con quien hablaste? -preguntó Þóra-. ¿No pudo ser otra persona que estuviera utilizando su móvil?

– Era él, seguro. Totalmente seguro -dijo el hombre con firmeza-. Hablamos los dos, pero él iba conduciendo y por eso la conversación no duró mucho rato.

Þóra miró al cielo: «Gracias a Dios». No solo podía confirmar que Markús llevaba encima su teléfono móvil, sino también que estaba de viaje.

– ¿Y desde qué teléfono llamaste? -preguntó entonces.

– Desde mi móvil -respondió el agente inmobiliario-. Era después del trabajo y estaba ya en casa. Pero tengo un número privado y no aparecería en la pantalla del móvil de Markús, si lo intentaste averiguar.

– Magnífico -dijo Þóra. Luego le explicó que la policía le llamaría para confirmarlo y le pidió que tuviera a mano la oferta del apartamento, por si tenía que enseñársela.

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