A Þóra le dieron unas ganas tremendas de darle un beso a aquella mujer, pero se contuvo. Sabía perfectamente que no debía hacerse cargo de aquellos cuadernos, pues podrían ser de utilidad para las investigaciones de la policía, pero también sabía igual de bien que si los entregaba no podría volver a verlos durante una buena temporada, y quizá ni siquiera en su totalidad. Pero, como abogada, no le parecía nada conveniente quebrantar la ley.
– Lo mejor es que estos diarios vayan a manos de la policía -dijo, entregándole la bolsa a Jóhanna-. Es muy posible que contengan información de la que deba disponer la policía.
El gesto de Jóhanna se endureció y se quitó la mano de la barbilla.
– Esto no se lo pienso llevar a Guðni y compañía. De eso ni hablar. Aquí hay pensamientos privados de mi hermana en los años de su adolescencia, y no quiero ni imaginarme que puedan hacerse públicos y que los lean unos desconocidos.
– ¿Tú los has leído? -preguntó Þóra, con la bolsa aún en la mano.
– No -dijo Jóhanna sacudiendo la cabeza-. No soy capaz. En su momento, estos diarios eran lo más sagrado que tenía Alda, y a mí casi ni me dejaba verlos, incluso cuando ni siquiera sabía leer. No tengo interés en conocer sus secretos, por muy corrientes que puedan parecer hoy día -miró a Þóra con ojos suplicantes-. Confío en ti aunque no te conozca. Tú comprendes lo que es ser una chica jovencita y además puedes juzgar si entre las cosas de las que se escribe en ellos puede haber algo importante sobre los cadáveres y el asesinato de Alda.
– No es seguro que Alda haya sido asesinada -dijo Þóra, sobre todo por guardar las formas. La hermana estaba ya completamente convencida, y nada que Þóra pudiese decir sería capaz de hacerla cambiar de opinión-. E incluso si los diarios pudieran arrojar alguna luz sobre este caso, eso no significaría que puedan explicar la muerte de Alda.
– De eso me doy perfecta cuenta -respondió Jóhanna, aunque su rostro decía algo completamente distinto-. A lo mejor no hay nada en absoluto en esos diarios. A lo mejor hay algo -cogió la mano de Þóra-. ¿Me prometes que los leerás por mí? Si no hay nada que le pueda interesar a la policía, me devuelves los diarios y ya está. Pero no soy capaz de deshonrar la memoria de mi hermana dándoselos a la policía si no es imprescindible.
Þóra observó durante un instante a la mujer que tenía allí delante de ella. Igual que el día anterior, llevaba puesto un traje de chaqueta corriente, de empleado de banca, y una camisa verde que no pegaba nada con la chaqueta y los pantalones azules. En la comisura de los labios había una manchita de pasta de dientes. Ropa, estilo y aspecto no era en lo que más se pensaba en momentos tristes como aquellos. Þóra comprendía perfectamente el lamentable estado de ánimo de aquella mujer.
– Los leeré, pero tendré que entregar todo lo que considere que afecta al caso -miró la bolsa-. Naturalmente, lo mejor sería que los leyeras tú misma.
Johanna sacudió la cabeza con vehemencia y el peinado, que no estaba especialmente cuidado, se le deshizo por completo.
– No. No quiero hacerlo. Te pareceré ridícula o mojigata, pero es más que la lealtad hacia mi hermana lo que me impide leer lo que pone ahí -tomó aire por la nariz y lo exhaló despacio-. Había algo horrible en las relaciones de Alda con mi padre. Que yo sepa, nunca hablaban, ni se veían a solas. No tengo ninguna gana en absoluto de enterarme de por qué pasaba eso, me da miedo que mi padre le hubiera hecho algo imperdonable. Quiero recordarlos a los dos como los veía yo y, en todo caso, ya es demasiado tarde para cambiar nada. Los dos están muertos.
Þóra asintió. Podía entender a esa mujer. A la vista de los casos de incesto que iban saliendo poco a poco a la superficie, Jóhanna tenía miedo de que hubiera pasado algo parecido.
– Comprendo -se limitó a decir-. Puedes confiar en que no desvelaré nada que no esté directamente relacionado con el caso. Además, me pondré en contacto contigo antes de hacer nada.
Jóhanna sonrió satisfecha.
– Bien -miró al gran reloj de pared que estaba colgado en la recepción-. Dios mío, tengo que darme prisa. Se me ha hecho demasiado tarde.
Þóra vio a la mujer salir por la puerta del hotel y dirigirse a paso rápido hacia su trabajo, hasta que desapareció al doblar la esquina. La bolsa pesaba en los dedos doblados de Þóra y ardía en deseos de leer lo que decían los diarios. Albergaba la sincera esperanza de no encontrar nada que pudiera causar a Jóhanna un dolor innecesario, pero también se temía que sería eso precisamente lo que la esperaba. Si había algo en los diarios que afectase al caso, sería algo malo y negativo. Las palabras de Matthew sobre el odio sonaban como un eco en su mente, y cuando hubiera llegado hasta el fondo, Þóra no estaba nada segura de que le apeteciera saber lo que había puesto en marcha toda aquella horrible cadena de acontecimientos.
Bella se dejó caer en una silla al lado de Þóra, que estaba sentada ante una mesa del aeropuerto. Señaló con el pulgar en dirección a una ventanilla donde vendían golosinas.
– Menudo rollo. No había -se volvió y Þóra pudo ver perfectamente que estaba poniendo malísima cara al hombre del mostrador-. Y a esto lo llaman aeropuerto.
– El vuelo dura veinte minutos, Bella -dijo Þóra, molesta-. Tienes que ser capaz de aguantarlos sin chicles de nicotina -ahora era Þóra la de la mala cara, y miró hacia donde estaba el avión-. Tienen que empezar con el embarque ya -soltó por decir algo. No era solo el cabreo de Bella lo que aumentaba su impaciencia por partir, sino también los diarios de Alda, pues ardía de ganas por empezar a leerlos. No era solo la expectación por lo que pudiera haber allí oculto lo que la hacía tener tanta prisa por revisar aquellos cuadernos, sino que, obviamente, si no tenía más remedio que entregárselos a la policía, más valdría leerlos lo antes posible. La policía se enfadaría con ella por mucha prisa que se diera en entregar los diarios, pero el daño era menor si lo hacía al poco de llegarle a ella a las manos; a ser posible. Si los repasaba ese mismo día, al siguiente podría hacer una fotocopia y entregar los cuadernos.
– No hay ninguna prisa -farfulló Bella-. Ya hemos pagado los billetes y no se irán sin nosotras -se puso en pie-. Voy a fumarme un cigarrillo.
Þóra respiró más tranquila al quedarse sola, y su alegría se vio aumentada cuando anunciaron que en breves momentos partiría el avión para Reikiavik. Se levantó para buscar a Bella en la explanada del aeropuerto, y la vio apoyada en la escultura conmemorativa de la visita a Islandia de Gorbachov y Reagan, dejando escapar una nube de humo detrás de otra.
– Vamos -dijo Þóra-. No podemos perder el avión.
– No se irá -dijo Bella encantada consigo misma, pero dio la última calada y luego apagó el cigarrillo. Señaló la escultura y la placa con la inscripción-. ¿Quiénes son estos tipos?
– Vamos -dijo Þóra, que no tenía ganas de explicarle la historia que había detrás del encuentro de los dos líderes mundiales, eran unos jefazos que ya no le importan a nadie. Þóra se apresuró a entrar e incluso mantuvo la puerta abierta para que la secretaria entrase también. Aun así, fueron las últimas en entrar en el avión y ocupar sus asientos. Nada más abrocharse el cinturón de seguridad, Þóra sacó los cuadernos.
– ¿Qué es eso? -preguntó Bella con un gesto de extrañeza al ver en manos de Þóra aquellos cuadernos de diferentes colores y un tanto estropeados por las esquinas. Frunció sus cejas pintadas de oscuro-. ¿Diarios? -dijo al momento-. De pequeña yo también tenía de esos. ¿De quién son?
Aunque ya hubiera llovido desde la visita de Reagan y Gorbachov, al parecer la vida seguía igual generación tras generación. Þóra también había tenido un diario muy parecido al que estaba en lo más alto del montón.
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