¿Qué es lo que había dicho de ellos la Alda esa? ¿Que estuvieron a punto de separarse ya en los primeros años de su matrimonio? Si eso era cierto, para él no cabía duda alguna de que habrían hecho mejor en divorciarse, en vez de fastidiarse el resto de sus vidas y convertirse en unos desgraciados. Se sentía total y absolutamente incapaz de comprender cómo a dos personas tan diferentes se les había podido pasar por la cabeza casarse, a menos que después de la boda hubiera sucedido algo que los hubiera transformado a los dos de manera irremediable. Pero pensaba que no era eso, sino que habían nacido siendo unos intolerantes y se habían dedicado a chupar el uno del otro, con la esperanza de que dos menos pudieran hacer un más. Pero en vez de eso vivieron en un puro enfado, intratables hasta el último día. Él no tenía ninguna intención de vivir así. Si él era un menos, no pensaba multiplicarlos en su casa poniéndose a vivir, o casándose, con otra menos de género femenino. El inminente juicio seguía paseándose por su cabeza. ¿Tal vez conseguiría despertar la compasión del juez hablando de las circunstancias en las que creció? Desde luego, no tenía motivo para quejarse de su situación material, porque sus padres tenían muy buena posición económica, pero le había faltado el afecto. Esta idea le agradó tanto que decidió apuntarla para comentársela después a la abogada. Eso tendría efectos mágicos, sin duda, sobre todo si Tinna comparecía ante el tribunal y soltaba la mentira de que él era su único apoyo en la vida. Ningún juez con un mínimo de buen corazón podría condenarle a prisión después de semejante testimonio de una pobre niña enferma. Adolf dio gracias de que aún siguiera pareciendo una niña, aunque ya estuviera a punto de cumplir los quince.
Estuvo un rato dándole vueltas a la conveniencia de telefonear a la abogada y hablar con ella un momento. Luego siempre se quedaba mucho mejor. Esa mujer siempre sacaba a colación todo lo que le beneficiaba en el caso, y así conseguía borrar los pensamientos negativos que le rondaban. A veces lo hacía hablando del otro caso que le llevaba, y se dedicaba a explicarle lo bien que iban los pasos que estaba dando para conseguir que el hospital de Ísafjörður le pagara a Adolf una compensación por el fallecimiento de su madre. Sonrió al pensar en la suma que había mencionado. No podía quejarse de su situación financiera; la casa de sus padres, sin hipotecas, y todo lo que habían conseguido ir ahorrando poquito a poco a lo largo de sus vidas lo había heredado él prácticamente intacto, descontando ese asqueroso impuesto de sucesiones. Si a todo aquello se le añadía una compensación por daños y perjuicios, sería como poner una buena capa de nata encima de la suculenta tarta que le había caído en las manos. Sin embargo, decidió no telefonear. La abogada seguramente sacaría el asunto de Alda, y él no quería oír ni una palabra de eso en aquellos momentos. Dudaba si querría oír hablar de ella en el futuro, y no digamos en aquel momento. No quería tener que recordar lo que sucedió cuando tuvieron la reunión. Nada, en absoluto, nada. Tampoco tenía mucho interés en contarle a la abogada que Alda no podría testificar en su favor, como ella esperaba. Esa esperanza había desaparecido para siempre jamás.
– Mañana -respondió Þóra a la eterna pregunta de su hija: «¿Cuándo vienes?»-. Tempranito, además. Ni siquiera habrás terminado de comer.
– ¡Bien! -exclamó Sóley, encantada. Luego se puso a hablar en voz baja, de modo que Þóra tuvo que concentrarse a fondo para oír lo que le decía desde el otro extremo de la línea-: Es que la abuela está preparando esas asquerosas albóndigas que mete en verdura.
– Ajá -dijo Þóra con una sonrisa. Las albóndigas de col tampoco habían sido su plato favorito cuando tenía la edad de Sóley-. La cena la prepararé yo. No te preocupes -se despidió de su hija, que le dijo en el momento del adiós que Gylfi quería ponerse, y la voz áspera de su hijo la pilló desprevenida.
– ¿Puedes buscar una pensión en Heimaey para la fiesta nacional? -dijo sin saludar siquiera, ni perder el tiempo en cualquier otra expresión de cortesía-. Todo está lleno, y no puedo quedarme en una tienda de campaña con Sigga y Orri.
– Yo siempre había pensado que el principal obstáculo para dormir en una tienda eras tú -respondió Þóra, dando a entender que su hijo no era persona aficionada al aire libre-. Además, es ridículo que queráis ir a una fiesta con el niño a cuestas. Es demasiado pequeño -Þóra levantó los ojos al cielo-. Aparte de que vosotros también sois demasiado jóvenes -su hijo aún no había cumplido los dieciocho años y su nuera, y madre del niño, tenía uno menos. Era una verdadera pena que la pobre chica hubiera llegado tan pronto a la pubertad. Sin duda, había sido una gran ventaja cuando la gente moría como mucho a los treinta años de edad, pero ahora resultaba ya bastante absurdo-. No tenéis nada que hacer allí.
– Yo pensaba que a lo mejor tú podías venir con nosotros -dijo Gylfi a toda velocidad-. Podríamos alquilar un apartamento en el que pudiéramos estar todos, y también Sóley. Y vosotras podéis atender a Orri si Sigga y yo tenemos que ir a algún sitio, y encargaros de la comida y demás.
Al principio, Þóra se quedó extrañadísima de oír que Gylfi quería que fuera con ellos, pero lo entendió perfectamente al escuchar el motivo. Ella tenía que alquilar un apartamento, ocuparse de cocinar y limpiar y hacer la compra. Una virtud tenía Gylfi sin duda, y es que no se le podía considerar sutil ni taimado.
– Veré qué puedo hacer, pero me temo que no tiene mucho sentido hablar de eso ahora -dijo Þóra después de pensar un momento. Aquello era mucho peor que salir de excursión el día de la fiesta del comercio [3]. Estaba más claro que el día que no la invitarían a ir con ellos si Gylfi y su novia no tuvieran un niño.
– Estupendo -dijo Gylfi-. Mira también los billetes -añadió antes de que ella pudiera decir adiós-. Es que ya no hay tampoco.
Þóra puso cara de desesperación y se despidió. A continuación hizo algunos intentos infructuosos de encontrar alojamiento para el fin de semana en cuestión. Como estaba alojada en un hotel, empezó llamando a recepción con la esperanza de que hubiera dos habitaciones libres. La respuesta a su pregunta fue una sonora carcajada, y lo mismo sucedió cuando lo intentó con los demás alojamientos de la isla. Una mujer se dio cuenta de la desesperación de Þóra y se ofreció a comprobar si quedaban apartamentos libres en el mercado. Siempre había personas que preferían alquilar su piso a familias en vez de a jóvenes solos. Anotó el teléfono de Þóra, pero le recomendó que no se hiciera demasiadas ilusiones. Þóra no quería ocuparse del transporte a Heimaey hasta después de solucionar el tema del alojamiento. De poco serviría ir a la fiesta si luego tenían que dormir en la calle. Estaba acabando de prepararse para bajar y salir con Bella a comer algo, cuando sonó el timbre del teléfono.
El que llamaba era Matthew. La voz sonaba muy alegre, aunque todavía no había logrado decidir si aceptar o no el trabajo en Islandia. Þóra leyó entre líneas que estaba esperando que ella le quitara de encima el problema, que vendría si le animaba a hacerlo y se quedaría en su casa si le daba a entender que no le acababa de apetecer la idea.
Ella se mantuvo firme en su determinación y no soltó ni una palabra sobre el tema, aunque le resultó doloroso y difícil. Deseaba tenerle cerca, pero le daba horror que el interés empezara a disminuir con el paso del tiempo. Decidió, por tanto, cambiar de tema para no correr el riesgo de delatarse y pedirle que aceptara el puesto.
– ¿Por qué motivo le pueden cortar el órgano sexual a un hombre y metérselo en la boca? -fue lo único que se le ocurrió decir. El capítulo de la autopsia que trataba de la cabeza le tenía la mente muy ocupada. Se había descubierto que en la boca de la cabeza sin cuerpo se encontraba el órgano sexual de un hombre, probablemente el del mismo individuo. Aquella era la agradable sorpresa que había anunciado Guðni. Al otro lado de la línea se produjo un largo silencio.
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