Yrsa Sigurðardóttir - Ceniza

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La violenta erupción de un volcán en Islandia obliga a desalojar una pequeña isla. Las cenizas y la lava sepultan una población. Sus habitantes se ven en la necesidad de iniciar una nueva vida en duras condiciones, y muchos abandonan la isla.
Treinta años después aquel trauma parece superado, pero el proyecto Pompeya del Norte decide desenterrar algunas de las viviendas. En las excavaciones de una de las casas, junto a objetos y utensilios cotidianos, se realiza un hallazgo sorprendente: cuatro cadáveres habían quedado ocultos por las cenizas todo ese tiempo sin que nadie sospechara de su existencia. Una abogada se ve forzada a investigar qué había ocurrido realmente con aquellos cuerpos y cómo habían llegado allí. La evidencia de un antiguo crimen hará aflorar una sórdida historia de violencia que parece no haber finalizado todavía, estremeciendo la aparentemente tranquila vida de un pueblo de pescadores.

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– Aún estoy intentando pillar lo que acabas de decir, porque creo que lo he entendido de modo absolutamente equivocado -se oyó decir por fin a Matthew-. No se me ocurre nada plausible, lo más probable es que haya oído mal.

– No -dijo Þóra-. No has oído mal. En estos momentos estoy trabajando en un caso que, entre otras cosas, tiene que ver con una cabeza en la situación que te acabo de decir.

– ¿Una cabeza? -dijo Matthew, que obviamente era incapaz de encontrarle el menor sentido-. Ya veo que no te dedicas solo a casos de divorcio, como estabas pensando. ¿O se trata de un caso de divorcio?

– Si supiera a quién pertenecía la cabeza… -respondió Þóra con expresión cansina, y empezó a explicar lo sucedido en forma abreviada. Después repitió su pregunta inicial-. Si supiera lo que empuja a los asesinos a hacer una cosa así, tal vez podría reducir el número de posibles sospechosos.

– Por lo que me cuentas, este debe de ser uno de esos casos que nunca se solucionan -le dijo Matthew sin hacer referencia alguna a la mutilación-. Ha pasado tanto tiempo que dudo de que llegues a algún sitio.

– Pues vaya perspectiva más halagüeña para mi cliente -dijo Þóra-. No quiere seguir siendo sospechoso el resto de su vida, que es lo que sucederá si no se averigua la verdad -calló, pero prosiguió enseguida-: Claro que, en cierto modo, eso sería lo mejor para él, en caso de no encontrar al culpable. Porque también podría ser acusado él, e incluso pueden juzgarle. Por el momento no hay más opciones, y este caso tiene todo lo necesario para que salgan buenos titulares en los medios de comunicación. Y eso amenaza con influir hasta en el más listo de los jueces y de los policías.

– Tus casos los eliges tú -dijo Matthew-. ¿Has elegido este conscientemente?

– No, en absoluto -respondió Þóra al momento-. Pero por lo menos tengo que creérmelo. Yo no fui a buscar a ese hombre. Jamás me habría esperado nada ni remotamente parecido cuando me encargué del caso, en el que no habrían tenido que rodar cabezas, en el sentido literal de la expresión… -bufó-. Pero aún no me has respondido a qué se puede deber lo que hicieron con la cabeza. ¿Tienes alguna idea?

– No me puedo considerar un experto -respondió Matthew, y Þóra se dio cuenta de que su voz tenía un tono diferente, mucho más serio que cuando empezaron a hablar-. Pero bueno, uno ha oído y ha leído algo sobre esas cosas.

– Naturalmente -dijo Þóra-. Es algo totalmente inevitable.

– Sabes lo que quiero decir -respondió Matthew, picado-. No es tan raro en las guerras, aunque no sé muy bien si es algo practicado por el hombre desde tiempo inmemorial. El objetivo es sin duda privar a la víctima de su virilidad y al mismo tiempo mostrar repugnancia ante ese individuo. La mafia utilizaba también este sistema cuando quitaba la vida a los traidores.

Þóra frunció las cejas:

– Dudo mucho que la mafia tenga nada que ver aquí. Esto es una ciudad pequeña que vive de la industria pesquera, y aquí la mafia no tiene mucho que rascar.

– Pero habrá un puerto, supongo.

– Sí, claro, pero dudo de que esto tenga algo que ver con la familia -dijo Þóra, segura de su posición. Había visto fotos de las Islas Vestmann de la época de la erupción, y mafiosos al estilo italiano con traje y cigarro puro habrían llamado tanto la atención como un astronauta con el equipo completo-. Cierto que estalló una guerra por el bacalao entre Islandia y el Reino Unido en esa época, pero no fue una guerra en el sentido habitual, porque prácticamente no hubo ejércitos.

– Te repito que se utiliza también en los asesinatos motivados por el odio, cuando se mata por raza, religión o tendencia sexual. ¿Puede haber algo de eso?

– Pues vaya, no tengo ni idea -respondió Þóra-. Aún no han conseguido identificar los cadáveres, lo que hace bastante fastidioso el caso. Confío en que lo logren, porque sabiendo tan poco estoy más bien sin recursos.

– Sea cual fuere el resultado, Þóra -dijo Matthew con la respiración agitada-, un acto como ese deja ver un odio, una furia y una rabia auténticamente exacerbados. Si la persona que lo hizo sigue con vida, creo que conviene andarse con pies de plomo. Quien sea responsable de algo así no estará nada feliz de que se escarbe en el pasado.

Þóra intentó relajar un poco el clima.

– Vaya, gracias. Pero el asesino estará ya criando malvas o formará parte de la tercera edad. Creo que no corro ningún peligro.

Matthew calló por un instante.

– El odio no envejece con las personas. No un odio como ese, Þóra. Tienes que poner los pies en el suelo, con mucha prudencia.

Al concluir la conversación, Þóra se quedó un rato mirando al infinito. Hizo un esfuerzo por imaginarse a sí misma cortando el órgano sexual de un hombre y metiéndoselo en la boca. No lo consiguió. Se dio cuenta de que las palabras de Matthew eran más que razonables. Aquello demostraba un odio increíble; un odio que hacía que la persona en cuestión no pudiera seguir en medio de la sociedad humana. Pero ¿qué podía provocar un odio semejante?

Capítulo 15

Miércoles, 18 de julio de 2007

No había nadie en recepción cuando Þóra bajó a dejar la llave. No se veía a Bella por ninguna parte, de modo que Þóra le envió un SMS para que se diera prisa si querían tomar el avión. Þóra no tenía ningún interés en perder el vuelo de la mañana y tener que esperar hasta la tarde para poder viajar de Heimaey a Reikiavik, pues tenía muchas cosas esperándola en el campo de batalla del hogar, y también en el trabajo. Dejó las llaves sobre el mostrador con un golpe, esperando que la recepcionista se percatara de su presencia, pero no tuvo éxito. Descubrió una campanilla de estilo antiguo y la hizo sonar bien fuerte. No pasó mucho tiempo hasta que apareció, con una sonrisa en los labios, la mujer que, al parecer, atendía la recepción día y noche, y arregló la cuenta de Þóra. Pero Bella seguía sin dar señales de vida. ¿Habría vuelto a salir de copas y a lo mejor seguía durmiendo en la cama de algún marinero desconocido? Þóra miró su reloj y vio que aún no había motivo de alarma, así que se acomodó en un sillón y cogió la prensa. Los periódicos eran del día anterior, pero Þóra se puso a hojearlos de todos modos.

Poco después apareció en la puerta principal del hotel Jóhanna, la hermana de Alda, y se dirigió hacia Þóra, que enseguida dejó el periódico y la saludó.

– Sí, hola -respondió Jóhanna cogiéndole la mano sin fuerza mientras intentaba recuperar el aliento-. Estaba segura de que ya te habrías ido. Tomas el vuelo de por la mañana, ¿verdad?

– Sí -respondió Þóra, mirando otra vez el reloj de la pared-. La chica que me acompaña se retrasa un poco. Mejor, porque si no ya estaría en el aeropuerto -miró a Jóhanna y le sonrió-. ¿Hay algo nuevo?

– Anoche encontré una cosa. Después de hablar contigo me puse a pensar en Alda y en lo que dijiste de los cadáveres del sótano. Si hay unos criminales que le hicieron algo a mi hermana, quiero ayudar en todo lo posible -levantó una bolsa de plástico que llevaba e hizo ademán de dársela a Þóra-. Por eso busqué esto. Quiero que les eches un vistazo.

Þóra miró la bolsa extrañada y la cogió. Contenía cinco cuadernitos. Miró de nuevo a Jóhanna.

– ¿Qué es esto?

Jóhanna tenía un gesto que parecía pedir perdón, y se acariciaba la barbilla, aparentemente por los nervios.

– Alda desde siempre escribía un diario, y yo sabía que estaba guardado con otras cosas suyas en el trastero de mis padres. Nuestra casa era una de las que no quedaron cubiertas del todo, y la desenterraron enseguida. Después de la muerte de mi padre, mi madre puso la casa en venta pero no ha salido comprador aún. Yo la ayudé a examinar los trastos y a tirarlos para dejar la casa libre y que no tuviera que avergonzarse de que estuviera llena de cosas inútiles en el trastero y el almacén cuando viniera alguien a verla. Me encontré esto entre las cosas que Alda se dejó allí después de la erupción, por las que no había mostrado ningún interés desde entonces. Pensaba devolverle sus diarios cuando viniera el fin de semana pasado -sonrió como excusándose-. Mi madre está en Reikiavik por la muerte de Alda, y no sabe que los he cogido. No estoy segura ni de que conozca su existencia.

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