Se hablaba luego de la cabeza propiamente dicha. Þóra aún no había encontrado nada que encajara con lo que dijo Guðni, pero esperaba que ahora fuera el momento. El resumen comenzaba de una manera de lo más inocente, con el establecimiento de la edad por los dientes, que apuntaban a que se trataba de un hombre joven, probablemente en torno a los veinte años de edad. Luego se hablaba de las causas de la muerte, que no se habían podido determinar por la ausencia del resto del cuerpo. Se indicaba que los indicios apuntaban a que la cabeza había sido cortada después de la muerte del hombre. Era posible extraer esa conclusión a partir de las huellas de corte inusualmente rectas, lo que no habría sido posible tratándose de una persona aún con vida. Þóra dejó de leer y pensó si aquello quería decir que una persona viva se retorcería y movería la cabeza mientras se la cortaban. Como le había sucedido ya varias veces, se vio sumida en una sensación de irrealidad al leer aquello y al pensar en la cabeza. Ninguno de sus profesores en la Facultad de Derecho de la universidad había tenido la ocurrencia de enseñar algo así a sus alumnos, y Þóra dudaba, en realidad, de que cualquier clase de enseñanza hubiera servido de algo en una situación como esa. Continuó la lectura. Se decía que la cabeza pertenecía a un hombre, conclusión que se apoyaba en las medidas realizadas sobre las imágenes radiológicas del maxilar, así como en otras mediciones del cráneo. Aún se apreciaban restos de raíces de barba. No existían empastes, de modo que no se realizó intento alguno de determinar la nacionalidad o el origen de la cabeza. Aquello no era nada bueno, pensó Þóra. Otro inglés habría indicado que la cabeza pertenecía a un hombre que formaba parte del grupo con el que no se podía relacionar a Markús. Así que habría podido argumentar que Markús se había visto implicado por azar en un caso muy serio sin tener conciencia alguna de los hechos, por lo que fue al sótano a recuperar la caja sin conciencia alguna de la gravedad del caso. Pero no era una opción demasiado buena.
Pasó la página y siguió leyendo. No había leído más de dos líneas cuando se tapó la boca con la mano. Aquí estaba lo inesperado de lo que había hablado Guðni. Þóra subió los ojos al cielo y respiró muy hondo. Lo que ella creía que era la lengua en la boca de aquella cabeza del sótano era otra cosa, algo completamente distinto.
Martes, 17 de julio de 2007
Adolf leyó el mensaje de texto que acababa de escribir y pulsó enviar. Estaba tumbado en el sofá de su casa mirando con el otro ojo un torneo de golf del que no tenía ni idea de dónde se celebraba ni cómo se llamaba. No le gustaba el golf, pero le parecía relajante aquella retransmisión tan poco televisiva. Miraba con toda su atención, como en trance, las pelotitas blancas que volaban veloces, una tras otra, desaparecían en el cielo de idéntico color y volvían a aparecer botando por un llano cubierto de hierba que tenía toda la apariencia de estar recortado con tijeras. Adolf estuvo pensando si no se le habría olvidado conectar el timbre del teléfono cuando volvió de ver a la abogada. No era así, y el mensaje que acababa de enviar ya estaba en camino. Dejó el teléfono.
Adolf se incorporó en el sofá y se estiró para coger el periódico. En algo tendría que entretenerse esa noche, porque sus amigos no contestaban a sus llamadas ni a sus mensajes. En realidad no le extrañaba demasiado, los que trabajaban tenían otras cosas que hacer los días laborables. A él le habían despedido del trabajo a raíz de su detención, y no había hecho nada por encontrar otro empleo. De todas formas, tenía mucho de lo que ocuparse después de la muerte de su madre. Cuando hubiera pasado todo el rollo del juicio, volvería a buscar en algún sitio, pero ahora no valía la pena. No quedaría nada bien empezar en un sitio nuevo y tener que pedir días libres para presentarse ante un tribunal. Abrió el periódico y pasó las páginas hasta llegar a la cartelera de cines. Si a nadie le apetecía hacer nada esa noche, se largaría al cine. No podía ni pensar en quedarse solo en casa rascándose la barriga. Sería más razonable ir al gimnasio y machacarse hasta quedarse completamente hecho polvo, y luego meterse a una de esas películas de verano que lo único que requerían de los espectadores era que no se durmieran del todo. Pensó en la conveniencia de llevarse a su hija, a ella no le vendría mal entretenerse también un poco, y mejor tener alguien con quien charlar en el descanso. Aunque ya había cumplido los cuarenta, todavía le resultaba desagradable ir solo al cine, aunque no tanto como cuando era más joven. Quizá tendría que reconsiderar lo de ir al gimnasio si se llevaba a Tinna, porque si la pobre niña no tenía fuerzas para levantar la toalla después de la ducha, no digamos lo que sería capaz de hacer con las pesas.
A la mierda el gimnasio, podría ir otro rato. Llamó a su hija y ella aceptó ir al cine con él esa tarde, a ver la película que le apeteciera a ella. La voz de su hija no mostraba interés ni desinterés, y Adolf tuvo la sensación de que tendría remordimientos de conciencia. Siempre le había resultado difícil aclararse con ella. Adolf no había pasado más que una noche con la madre y nunca había tenido buenas relaciones con ella. Por eso, no sabía si era él el único con problemas para conectar afectivamente con la niña o si les pasaba también a otras personas cercanas. A decir verdad, tenía la sospecha de que él no era el único. La pobre niña había vivido siempre en una especie de crisis psicológica, aunque solo últimamente había empezado con la estupidez esa, que todavía no había desaparecido. Aquellas reflexiones le recordaron que aún no había hablado a la abogada sobre la enfermedad de Tinna, y que seguramente era un grave error. Si la niña testificaba, a lo mejor despertaba la compasión del juez. Él siempre se había comportado razonablemente bien con ella, se la había estado llevando un fin de semana de cada dos desde que era una canija, aparte de la prueba de paternidad, naturalmente. Aunque, bueno, las más de las veces la dejaba en casa de sus padres, pero es que a los niños les viene muy bien tener trato con sus abuelos, y eso no le haría ningún daño, aunque no fueran las personas más simpáticas del mundo.
Cuando murió su padre, hacía dos años, Adolf pensó que a lo mejor el estado de ánimo de su madre mejoraría un poco. Su vida se despejaría y se transformaría en otra persona. Desde que él podía recordar, sus padres habían andado constantemente a la greña, porque se impacientaban con cualquier tontería, y consiguieron ahuyentar a todos los amigos y conocidos. En realidad, algún pariente quedaba aún para asomar la nariz, más bien por obligación moral, pero siempre se largaba a toda prisa, porque la atmósfera de su casa era opresiva. Las únicas palabras que pronunciaban eran indirectas terribles que se dirigían el uno a la otra, o expresiones negativas sobre absolutamente todos los aspectos de la sociedad. No había noticia lo suficientemente buena para que ellos no encontraran algún aspecto absolutamente negativo, que convertían en tema de conversación que exprimían durante horas. Adolf sintió un escalofrío al recordarlo. No sabía si las raíces de aquella forma de relacionarse socialmente estaban en su madre o en su padre, pues no les podía recordar sino en constante desencuentro. Si originalmente había sido por culpa de su padre, su madre se había infectado tanto de su antipatía que, cuando por fin desapareció, la naturaleza original de ella ya se había perdido por completo. Seguía refunfuñando todo el rato, aunque ahora solo hablara al aire. Por eso, no fue un día especialmente triste para su único hijo cuando ella falleció, muy poco tiempo atrás: Adolf se limitó a pensar que ya era hora. Los dos habían repartido su malhumor sobre todo lo que les rodeaba, incluyendo a su hijo, y se habían ganado con creces que nadie les llorase.
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