Durante la mayor parte del tiempo estuve sentado en mi silla de respaldo recto y me devané los sesos tratando de dar con una explicación de cómo podía haber ocurrido todo tan deprisa. Más concretamente, cómo ese asesino podía haber empezado a perseguirme cuando yo apenas había empezado a perseguirlo a él. Cuando aterrizamos en Nellis pensé que tenía algo y esperé la oportunidad de contárselo a Rachel.
Inmediatamente pasamos a un jet que nos esperaba y en el cuál éramos los únicos pasajeros. Nos sentamos uno frente al otro, y el piloto informó a Rachel de que tenía una llamada en el teléfono de a bordo. Nos pusimos los cinturones, Rachel cogió el teléfono y el jet empezó a rodar por la pista. A través del altavoz situado en la parte superior, el piloto nos informó de que aterrizaríamos en Los Ángeles en una hora. Nada como el poder y la potencia del Gobierno federal, pensé. Eso sí que era viajar, salvo por una cosa: era un avión pequeño, y no me gusta volar en aviones pequeños.
Rachel sobre todo escuchó al que hablaba, luego hizo unas cuantas preguntas y finalmente colgó.
– Angela Cook no está en su casa -dijo-. No han podido encontrarla.
No respondí. Una puñalada de pavor por Angela se abrió paso debajo de mis costillas. El temor no se alivió en lo más mínimo cuando el jet despegó, elevándose en un ángulo mucho más brusco del que estaba acostumbrado a experimentar en los vuelos comerciales. Casi arranqué el reposabrazos con las uñas. Solo cuando estuvimos a salvo en el aire me atreví a hablar por fin.
– Rachel, creo que sé cómo este tipo pudo encontrarnos tan pronto; al menos a Angela.
– Cuéntame.
– No, tú primero. Dime lo que has encontrado en los archivos.
– No seas tan mezquino, Jack. Esto se ha convertido en algo un poco más importante que un artículo de periódico.
– Eso no significa que no puedas hablar antes. También es más grande que la tendencia del FBI a recoger información sin dar nada a cambio.
Rachel se sacudió del anzuelo.
– Bueno, empezaré yo. Pero primero deja que te elogie, Jack. Por lo que he leído de estos casos, diría que no hay ninguna duda de que son obra de un único asesino: un mismo hombre es responsable de los dos. Pero esto pasó desapercibido porque en ambos casos enseguida salió a la luz un sospechoso alternativo y las autoridades locales actuaron con vendas en los ojos; tuvieron a su hombre desde el principio y no contemplaron otras posibilidades. Pero claro, en el caso Babbit, su hombre era un crío.
Me incliné hacia delante, radiante de confianza después de su cumplido.
– No confesó, aunque eso fue lo que comunicaron a la prensa -dije-. Tengo la transcripción en mi oficina: nueve horas de interrogatorio y el chico no confesó. Dijo que robó el coche y el dinero, pero que el cadáver ya estaba en el maletero. No dijo que la matara.
Rachel asintió.
– Lo suponía. Así que lo que estabas haciendo con el material que tienes aquí era hacer el perfil de dos asesinatos. Buscando una firma.
– La firma es obvia: le gusta estrangular a mujeres con bolsas de plástico.
– Técnicamente no fueron estranguladas, sino asfixiadas. Ahogadas. Hay una diferencia.
– Vale.
– Hay algo muy familiar en el uso de la bolsa de plástico y la cuerda en el cuello, pero en realidad estaba buscando algo menos obvio que la firma superficial. También estaba buscando similitudes entre las mujeres. Si descubrimos lo que las relaciona, encontraremos al asesino.
– Las dos eran strippers .
– Eso es una parte, pero es un poco amplio. Y técnicamente, una era stripper y la otra bailarina exótica. Hay una ligera diferencia.
– Como prefieras. Las dos se ganaban la vida enseñando el cuerpo. ¿Es la única relación que has encontrado?
– Bueno, como ya habrás notado, la apariencia física de las dos era muy similar. De hecho, la diferencia de peso era de solo un kilo y la diferencia de altura de un centímetro. La estructura facial y el pelo también se parecían. El tipo de cuerpo de una víctima es un componente clave que hace que las elijan. Un asesino oportunista coge lo que encuentra. Pero cuando ves a dos víctimas con exactamente el mismo tipo de cuerpo, denota que es un depredador paciente, que elige.
Rachel daba la impresión de que tenía algo más que decir, pero se detuvo. Esperé, pero ella no continuó.
– ¿Qué? -dije-. Sabes más que lo que estás diciendo.
Dejó de lado las dudas.
– Cuando trabajaba en Ciencias del Comportamiento, la unidad estaba en sus inicios. Los especialistas en realizar perfiles, profilers se llaman, se sentaban y hablaban de la correlación entre los depredadores que cazábamos y los depredadores en un entorno salvaje. Te sorprendería lo similar que es un asesino en serie a un leopardo o un chacal. Y lo mismo se puede decir de las víctimas. De hecho, cuando se trata de tipos corporales, solemos asignar a las víctimas nombres de animales. A estas dos mujeres las llamaríamos jirafas: altas y de piernas largas. A nuestro depredador le gustan las jirafas.
Quería anotar algo de lo que estaba diciendo para usarlo después, pero temía que cualquier registro obvio de su interpretación de los archivos causara que Rachel se cerrara en banda. Así que traté de no moverme siquiera.
– Hay algo más -añadió-. En este punto es pura conjetura por mi parte. Las dos autopsias atribuyen marcas en cada una de las piernas de las víctimas a una ligadura. Creo que podría ser un error.
– ¿Por qué?
– Ven, que te enseño una cosa.
Me moví, pues estábamos en asientos situados uno frente al otro. Me quité el cinturón y me coloqué a su lado. Rachel hojeó los archivos y sacó varias copias de fotos de las escenas de los crímenes y las autopsias.
– Vale, ¿ves las marcas encima y debajo de las rodillas, aquí, aquí y aquí?
– Sí, como si las hubieran atado.
– No exactamente.
Usó su uña esmaltada para trazar las marcas en los cuerpos de las víctimas mientras me lo explicaba.
– Las marcas son demasiado simétricas para ser ligaduras tradicionales. Además, si fueran marcas de ligaduras las veríamos en torno a los tobillos. Si quieres atar a alguien para controlarlo o para impedir que escape, has de atarle los tobillos. Pero no tenemos marcas de ligaduras en estas zonas. En las muñecas, sí.
Tenía razón. No me había fijado hasta que ella lo había explicado.
– Entonces, ¿qué causó esas marcas en las piernas?
– No estoy segura, pero cuando estaba en Comportamiento encontrábamos nuevas parafilias en casi cada caso. Empezamos a categorizarlas.
– ¿Estás hablando de perversiones sexuales?
– No las llamábamos así.
– Vaya, ¿tenéis que ser políticamente correctos con los asesinos en serie?
– Puede ser solo un matiz, pero hay una diferencia entre pervertido y anormal. A estas conductas las llamamos parafilias.
– Vale. Entonces estas marcas, ¿son parte de una parafilia?
– Podría ser. Creo que son marcas dejadas por correas.
– ¿Correas de qué?
– Férulas, ortesis.
Casi me reí.
– Has de estar de broma. ¿La gente se excita con las ortesis?
Rachel asintió.
– Incluso tiene un nombre: abasiofilia. Es una fascinación psicosexual con las piernas ortopédicas. Sí, hay gente a la que le pone eso. Incluso hay páginas web y salas de chat dedicadas a ello. A las mujeres que llevan aparatos ortopédicos las llaman «doncellas de hierro».
Recordé que la capacidad de Rachel como profiler me había resultado profundamente hipnótica cuando estábamos persiguiendo al Poeta. Había dado en el blanco en muchos aspectos del caso, rayando la clarividencia. Y a mí me había cautivado su capacidad de basarse en pequeños indicios de información y detalles oscuros para extraer sus propias conclusiones. Estaba haciéndolo otra vez, y yo volvía a estar cautivado.
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