– Tengo una cita mañana en la prisión.
– Vaya. ¿Eres abogado de uno de esos tíos?
– No. Periodista.
– Um, un escritor, ¿eh? En fin, buena suerte. Al menos después podrás irte a casa, no como esos tipos que están ahí dentro.
– Sí, qué suerte.
Me acerqué a la puerta al llegar al cuarto piso para darle una clara señal de que había terminado con la conversación y quería ir a mi habitación. El ascensor se detuvo y las puertas tardaron un tiempo interminable en empezar a abrirse.
– Buenas noches -dije.
Salí deprisa del ascensor y me dirigí a la izquierda. Mi habitación era la tercera puerta del pasillo.
– Igualmente, socio -dijo el Patillas detrás de mí.
Tuve que cambiarme de mano las dos botellas para sacar la llave de mi habitación. Cuando estaba delante de la puerta, sacando la llave del bolsillo, vi que el Patillas venía hacia mí por el pasillo. Me volví y miré a mi derecha. Solo había otras tres habitaciones por allí hasta la salida de la escalera. Tuve el presentimiento de que ese tipo terminaría llamando a mi puerta durante la noche para decirme que bajara a tomar una cerveza o a irnos de putas. Lo primero que pensaba hacer era recoger, llamar a recepción y cambiar de habitación. Él no conocía mi nombre y no podría encontrarme.
Finalmente metí la llave en la cerradura y abrí la puerta. Miré otra vez al Patillas y lo saludé con la cabeza. Su cara se iluminó con una extraña sonrisa al acercarse.
– Eh, Jack -dijo una voz desde dentro de mi habitación.
Me volví abruptamente para ver a una mujer que se levantaba de la silla que estaba junto a la ventana de mi habitación. Inmediatamente reconocí a Rachel Walling. Tenía una fachada profesional. Sentí la presencia del Patillas pasando por detrás de mí hacia su habitación.
– ¿Rachel? -dije-. ¿Qué estás haciendo aquí?
– ¿Por qué no pasas y cierras la puerta?
Obedecí, todavía anonadado por la sorpresa. Oí que otra puerta se cerraba ruidosamente en el pasillo. El Patillas había entrado en su habitación.
Con cautela, me adentré.
– ¿Cómo has entrado?
– Siéntate y te lo explicaré.
D oce años antes había mantenido una corta, intensa y digamos que indebida relación con Rachel Walling. Pese a que había visto fotos suyas en los periódicos unos años atrás -cuando ayudó a la policía de Los Ángeles a encontrar y matar a un fugitivo en Echo Park-, no la había visto en persona desde que nos habíamos sentado juntos en la sala de un tribunal una década antes. Aun así, no habían pasado muchos días en esos diez años sin que pensara en ella. Rachel Walling era una razón -quizá la más importante- por la que siempre había considerado ese tiempo como el momento culminante de mi vida.
Mostraba pocos signos externos de los años transcurridos, aunque sabía que había sido una época dura. Pagó por su relación conmigo cinco años de condena en una oficina unipersonal en Dakota del Sur. Pasó de hacer perfiles de asesinos en serie y perseguirlos a investigar apuñalamientos en bares de reservas indias.
Pero había salido de ese pozo y hacía cinco años la habían destinado a Los Ángeles, donde trabajaba en alguna clase de unidad de inteligencia ultrasecreta. La había llamado al enterarme y había contactado con ella; pero me había rechazado. Desde entonces le había seguido la pista desde lejos siempre que había podido. Y ahora estaba delante de mí en mi habitación de hotel, en medio de ninguna parte. En ocasiones resultaba extraño cómo funcionaba la vida.
Dejando de lado mi sorpresa por su aparición, no podía dejar de mirarla y sonreírle. Ella mantuvo la fachada profesional, pero vi que no apartaba la mirada. No era frecuente estar tan cerca de un amante de hace tanto tiempo.
– ¿Con quién estabas? -preguntó-. ¿Vas con un fotógrafo en este artículo?
Me volví hacia la puerta.
– No, estoy solo. Y no sé quién era ese. Solo un tipo que se ha puesto a hablar conmigo en el salón de juego. Ha ido a su habitación.
Ella pasó abruptamente a mi lado, abrió la puerta y miró a ambos lados del pasillo antes de volver a entrar en la habitación y cerrarla.
– ¿Cómo se llama?
– No lo sé. En realidad no hablaba con él.
– ¿En qué habitación está?
– Tampoco lo sé. ¿Qué pasa aquí? ¿Cómo es que estás en mi cuarto?
Señalé la cama. Mi portátil estaba abierto y las notas impresas, así como las copias de los archivos del caso que había conseguido de Schifino y Meyer y los artículos que había encontrado Angela Cook en Internet, desplegados en abanico sobre la colcha. Lo único que faltaba era la transcripción del interrogatorio de Winslow, y solo porque era demasiado pesada para llevarla conmigo.
Yo no lo había dejado todo así en la cama.
– ¿Y estabas mirando mis cosas? Rachel, te he pedido ayuda, no que entraras en mi habitación y…
– Siéntate, ¿quieres?
La habitación solo tenía una silla, en la que ella había estado esperando. Me senté en la cama, cerré el portátil con gesto hosco y apilé mis documentos. Ella se quedó de pie.
– Vale, enseñé mis credenciales y le pedí al gerente que me dejara pasar. Le dije que tu seguridad podría estar en peligro.
Negué con la cabeza, confundido.
– ¿De qué estás hablando? Nadie sabe siquiera que estoy aquí.
– No estaría tan segura de eso. Me dijiste que ibas a la prisión. ¿A quién más se lo dijiste? ¿Quién más lo sabe?
– No lo sé. Se lo dije a mi redactor y hay un abogado en Las Vegas que lo sabe. Nada más.
Ella asintió.
– William Schifino. Sí, he hablado con él -me explicó.
– ¿Has hablado con él? ¿Por qué? ¿Qué está pasando aquí, Rachel?
Rachel asintió de nuevo, pero esta vez no era en un gesto de acuerdo. Asintió porque sabía que tenía que decirme lo que estaba pasando, aunque fuera contra el credo del FBI. Colocó la silla en el centro de la habitación y se sentó de cara a mí.
– Cuando me has llamado hoy no has sido muy coherente, Jack; será porque eres mejor escribiendo historias que contándolas. No importa. La cuestión es que, de todo lo que me dijiste, me quedé con la parte de tus tarjetas de crédito, tus cuentas bancarias y tu teléfono y tu mail. Sé que te dije que no te podía ayudar, pero después de colgar empecé a pensar en ello y me preocupé.
– ¿Por qué?
– Porque ves todo eso como un inconveniente, como una gran coincidencia que te ocurre justo cuando estás en la carretera, trabajando sobre este artículo sobre un presunto asesino que no tiene nada que ver con eso.
– No hay nada presunto en este tipo, pero ¿estás diciendo que podría estar relacionado? He pensado en eso, pero no puede ser: el tío al que trato de encontrar no tiene ni idea de que voy tras él.
– No estés tan seguro, Jack. Es una táctica de caza clásica: separar y aislar a la presa para luego ir a por ella. En la sociedad actual, separar y aislar a alguien implica separarlo de su zona de confort, el entorno que conocen, y luego eliminar su capacidad de conectarse: teléfono móvil, Internet, tarjetas de crédito, dinero.
Fue contando con los dedos.
– Pero ¿cómo puede saber de mí este tipo? No tuve noticia de su existencia hasta anoche. Mira, Rachel, es genial verte y espero que te quedes esta noche. Quiero que estés aquí, pero no me trago esto. No me interpretes mal: aprecio tu preocupación… De hecho, ¿cómo demonios has llegado tan condenadamente deprisa?
– Tomé un jet del FBI a Nellis y les pedí que me trajeran aquí en helicóptero.
– ¡Joder! ¿Por qué no me has llamado?
– Porque no podía. Antes han transferido tu llamada a una localización externa donde trabajo. No hay identificación en esas transferencias. No tenía tu número y suponía que estabas en un número prepago.
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