Michael Connelly - La oscuridad de los sueños

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Jack McEvoy tiene los días contados como periodista de sucesos; sus momentos de gloria languidecen y su nombre se baraja en las listas de recortes previstos por Los Angeles Times. Sin embargo, guarda todavía un último cartucho: la redacción de la que pretende que sea la crónica criminal más impactante de su carrera.
Para ese propósito, elige a Alonzo Winslow, un drogadicto de dieciséis años encarcelado tras confesar la autoría del asesinato de una joven hallada estrangulada en el maletero de un coche. Jack quiere escribir acerca de la negligencia y la injusticia social que convirtieron a Winslow en un asesino. Al adentrarse en la historia, descubre que la confesión del chico es falsa y sospecha que es inocente. Tras vincular el asesinato del maletero de Los Ángeles con otro acontecido en Las Vegas, McEvoy se ve ante el reportaje más espectacular de su carrera desde que el Poeta se cruzara con él años atrás.
Una vieja amiga del pasado se une a la investigación; se trata de la agente del FBI, Rachel Walling. Juntos le pisarán los talones a un psicópata que lleva demasiado tiempo actuando a la sombra del radar del FBI y la policía.

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Schifino ladeó la cabeza al pensar en ello.

– ¿No es para publicación?

Me encogí de hombros. No era lo que quería, pero iba a aceptarlo.

– Si es la única forma de que responda.

– Vale, para la publicación puedo decir que desde el primer día sabía que Brian era inocente. No había manera de que pudiera haber cometido este horrible crimen.

– ¿Y para no publicarlo?

– Pensaba que era culpable como Caín. Era la única forma en que podía soportar haber perdido el caso.

D espués de parar en un 7-Eleven y comprar un teléfono prepago con cien minutos de saldo de llamada, me dirigí al norte a través del desierto por la autopista 93 hacia la prisión estatal de Ely.

La autopista 93 pasaba junto a la base aérea de Nelly y luego conectaba con la 50 Norte. No tardé mucho en empezar a entender por qué la llamaban la carretera más solitaria de América. El desierto vacío gobernaba el horizonte en todas direcciones. Montañas duras y cinceladas, exentas de vegetación, que yo iba subiendo y bajando. Los únicos signos de civilización eran los dos carriles de asfalto negro y el tendido eléctrico que recorría las montañas a hombros de figuras de hierro que parecían gigantes llegados de otro planeta.

Las primeras llamadas que hice desde mi nuevo teléfono fueron a las entidades crediticias, preguntando por qué no funcionaban mis tarjetas. En cada llamada obtuve la misma respuesta: yo había denunciado su robo la noche anterior y por tanto habían cancelado temporalmente el uso de la cuenta. Me había conectado, había respondido correctamente todas las preguntas de seguridad y había denunciado el robo de la tarjeta.

No importó que les dijera que no había denunciado el robo de las tarjetas. Alguien lo había hecho, y ese alguien conocía mis números de cuenta, así como la dirección de mi casa, mi fecha de nacimiento, el apellido de soltera de mi madre y mi número de la Seguridad Social. Exigí que reabrieran las cuentas y los empleados del servicio de atención al cliente no pusieron ninguna pega. El único inconveniente era que las nuevas tarjetas de crédito tenían que ser emitidas y enviadas a mi casa. Pasarían días y entretanto no tenía crédito. Estaba jodido en un nivel que nunca había experimentado antes.

A continuación, llamé a mi banco en Los Ángeles y descubrí una variante del mismo tema, pero con un impacto más profundo. La buena noticia era que mi tarjeta de débito aún funcionaba. La mala noticia era que no tenía dinero ni en la cuenta de ahorro ni en la cuenta corriente. La noche anterior había usado el servicio de banca en línea para combinar todo mi dinero en la cuenta corriente y luego había hecho una transferencia de débito a la fundación Make-a-Wish en forma de donación general. Estaba en quiebra. Pero seguro que a la fundación Make-A-Wish le caía bien.

Colgué el teléfono y grité lo más alto que pude en el coche. ¿Qué estaba pasando? Todos los días había artículos en el periódico sobre robos de identidad. Pero esta vez la víctima era yo, y me costaba creerlo.

A las once llamé a la redacción de Local y averigüé que la intrusión y destrucción había escalado otro peldaño. Localicé a Alan Prendergast y su voz era tensa y cargada de energía nerviosa. Sabía por experiencia que eso hacía que repitiera cosas.

– ¿Dónde estás, dónde estás? Tenemos la cuestión de los reverendos y no encuentro a nadie.

– Te lo dije, estoy en Las Vegas. ¿Dónde…?

– ¡Las Vegas! ¿Las Vegas? ¿Qué estás haciendo en Las Vegas?

– ¿No recibiste mi mensaje? Te envié un mail ayer antes de irme.

– No lo recibí. Ayer desapareciste sin más, pero no me importa. Me importa ahora. Dime que estás en el aeropuerto, Jack, y que volverás en una hora.

– La verdad es que no estoy en el aeropuerto y técnicamente ya no estoy en Las Vegas. Estoy en la carretera más solitaria de América en medio de ninguna parte. ¿Qué están haciendo los reverendos?

– ¿Qué quieres que hagan? Están montando una supermanifestación en Rodia Gardens para protestar contra la policía y la historia va a escala nacional. Pero te tengo en Las Vegas y no tengo noticias de Cook. ¿Qué estás haciendo ahí, Jack? ¿Qué estás haciendo?

– Te lo dije en el mail que no leíste. El artículo está…

– Miro el correo con regularidad -dijo Prendergast, cortante-. No tengo ningún mensaje tuyo. Ninguno.

Estaba a punto de decirle que se equivocaba, pero pensé en mis tarjetas de crédito. Si alguien podía bloquear mi crédito y vaciar mis cuentas bancarias, también podía entrar en mi mail.

– Escucha, Prendo, algo está pasando. Mis tarjetas de crédito están muertas, mi teléfono no funciona y ahora me dices que mis mensajes no llegan. Algo va mal y yo…

– Por última vez, Jack. ¿Qué estás haciendo en Nevada?

Solté aire y miré por la ventana. Vi el paisaje desértico que no había cambiado en todo el tiempo que la humanidad había regido en el planeta, y que permanecería inalterado cuando la humanidad desapareciera.

– La historia de Alonzo Winslow ha cambiado -dije-. He descubierto que no lo hizo.

– ¿No lo hizo? ¿No lo hizo? ¿Te refieres a matar a esa chica? ¿De qué estás hablando, Jack?

– Sí, de la chica. No lo hizo. Es inocente, Alan, y puedo demostrarlo.

– Confesó, Jack, lo leí en tu artículo.

– Sí, porque eso es lo que dijo la policía. Pero leí su supuesta confesión y lo único que dice es que robó el coche y su dinero. No sabía que el cadáver estaba en el maletero cuando lo robó.

– Jack…

– Escucha, Prendo, he relacionado el asesinato con otro asesinato en Las Vegas. Es la misma historia: una mujer estrangulada y metida en un maletero. También era bailarina. Hay un tipo en prisión aquí por ese crimen, y tampoco lo hizo. Ahora mismo estoy yendo a verlo. Voy a informar y escribir sobre todo el jueves. Hemos de sacarlo el viernes, porque es cuando se va a destapar. -Hubo un largo silencio-. Prendo, ¿estás ahí?

– Estoy aquí, Jack. Hemos de hablar de esto.

– Pensaba que lo estábamos haciendo. ¿Dónde está Angela? Ella debería ocuparse de los reverendos. Está en el puesto hoy.

– Si supiera dónde está Angela, la habría mandado con un fotógrafo a Rodia Gardens. Aún no ha aparecido. Anoche, antes de irse a casa, me dijo que pasaría por el Parker Center y haría las rondas de la mañana antes de venir. Pero no ha venido.

– Probablemente esté siguiendo el caso de Denise Babbit. ¿La has llamado?

– Por supuesto que la he llamado. La he llamado. Le he dejado mensajes, pero ella no responde. Seguramente cree que estás aquí y no hace caso de mis llamadas.

– Mira, Prendo, esto es más importante que la mani del reverendo Treacher. Pon a alguien de asignación general en ello. Esto es muy fuerte: un asesino ha pasado completamente inadvertido para la policía, el FBI y todos los demás. Hay un abogado aquí en Las Vegas que va a presentar una moción el viernes que lo expondrá todo. Hemos de adelantarnos a él y a todos los demás. Voy a hablar con este tipo en prisión y luego volveré; aunque no sé cuándo. Tendré que conducir de regreso a Las Vegas antes de coger el avión. Por suerte, creo que mi billete de vuelta aún sirve. Lo compré antes de que alguien cancelara mis tarjetas de crédito. -Una vez más fui recibido por el silencio-. ¿Prendo?

– Mira, Jack -dijo con calma en su voz por primera vez en toda la conversación-, los dos conocemos la situación y sabemos lo que está pasando aquí. No vas a poder cambiar nada.

– ¿De qué estás hablando?

– Del despido. Si crees que vas a sacar una noticia que te va a salvar el empleo, no creo que vaya a funcionar. -Esta vez fui yo el que se quedó en silencio con la rabia en la garganta-. Jack, ¿estás ahí? ¿Estás ahí?

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