Michael Connelly - La oscuridad de los sueños

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Jack McEvoy tiene los días contados como periodista de sucesos; sus momentos de gloria languidecen y su nombre se baraja en las listas de recortes previstos por Los Angeles Times. Sin embargo, guarda todavía un último cartucho: la redacción de la que pretende que sea la crónica criminal más impactante de su carrera.
Para ese propósito, elige a Alonzo Winslow, un drogadicto de dieciséis años encarcelado tras confesar la autoría del asesinato de una joven hallada estrangulada en el maletero de un coche. Jack quiere escribir acerca de la negligencia y la injusticia social que convirtieron a Winslow en un asesino. Al adentrarse en la historia, descubre que la confesión del chico es falsa y sospecha que es inocente. Tras vincular el asesinato del maletero de Los Ángeles con otro acontecido en Las Vegas, McEvoy se ve ante el reportaje más espectacular de su carrera desde que el Poeta se cruzara con él años atrás.
Una vieja amiga del pasado se une a la investigación; se trata de la agente del FBI, Rachel Walling. Juntos le pisarán los talones a un psicópata que lleva demasiado tiempo actuando a la sombra del radar del FBI y la policía.

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Cogí una habitación de cuarenta y cinco dólares en el cuarto piso. La habitación era correcta y limpia, y la cama, razonablemente cómoda. Eran solo las cuatro de la tarde, demasiado pronto para gastarme lo que quedaba de mi fortuna en alcohol. Así que saqué mi teléfono prepago y empecé a devorar minutos. Primero llamé a Angela Cook, probando en su móvil y en la línea del despacho y sin obtener respuesta. Dejé el mismo mensaje dos veces, luego me tragué el orgullo y llamé otra vez a Alan Prendergast. Me disculpé por mi arrebato y mi lenguaje en la anterior llamada. Traté de explicarle de manera calmada lo que estaba ocurriendo y la presión que estaba sintiendo. Él respondió con monosílabos y me dijo que tenía que ir a una reunión. Le dije que le mandaría un texto de previsión revisado del artículo si podía conectarme y me dijo que no me apresurara.

– Prendo, hemos de sacar esto en el periódico del viernes o lo sacarán todos los demás.

– Mira, he hablado de esto en la reunión de noticias. Queremos actuar con cautela. Te tenemos a ti perdido en el desierto, no hemos tenido noticias de Angela y, francamente, nos estamos preocupando. Debería haber llamado. Lo que quiero es que vuelvas aquí cuanto antes para que podamos sentarnos y ver qué tenemos.

Podría haberme enfadado otra vez por la forma en que me estaba tratando, pero había percibido algo más apremiante: Angela.

– ¿No habéis recibido ningún mensaje de ella en todo el día?

– Ni uno. Envié a un periodista a su apartamento para ver si estaba allí, pero no hubo respuesta. No sabemos dónde está.

– ¿Le ha pasado alguna otra vez?

– Alguna vez llamó a media mañana para decir que estaba enferma. Probablemente eran resacas, pero al menos llamó. Esta vez no.

– Bueno, escucha. Si alguien tiene noticias suyas, me avisas, ¿de acuerdo?

– Claro, Jack.

– Vale, Prendo. Hablaremos cuando vuelva.

– ¿Tienes monedas? -preguntó Prendergast a modo de oferta de paz.

– Unas pocas -dije-. Ya nos veremos.

Cerré el teléfono y pensé en la desaparición en combate de Angela. Empecé a preguntarme si todo estaba relacionado. Mis tarjetas de crédito, que nadie tuviera noticias de Angela. Parecía pillado por los pelos porque no veía ningún punto de conexión.

Miré a mi alrededor en la habitación de cuarenta y cinco dólares. Había un pequeño folleto en la mesa lateral que decía que el hotel contaba con más de setenta y cinco años de historia y había sido en su momento el edificio más alto de Nevada, cuando las minas del cobre hicieron de Ely una ciudad en alza y nadie había oído hablar de Las Vegas. Esos días habían pasado hacía mucho.

Encendí mi portátil y usé el Wi-Fi gratuito del hotel para tratar de conectarme a mi cuenta de correo, pero mi contraseña fue rechazada y al cabo de tres intentos me desconectaron. Sin duda, quien había cancelado mi crédito y el servicio de móvil había cambiado también mi contraseña.

– Esto es una locura -dije en voz alta.

Incapaz de establecer contacto con el exterior, me concentré en el frente interno. Abrí un documento en el portátil y saqué mis notas en papel. Empecé con una narrativa que resumía los movimientos del día. Tardé más de una hora en terminar el proyecto, pero cuando lo hice tenía para un artículo de setecientas palabras. Y era un buen artículo. Probablemente el mejor que había escrito en años.

Después de leerlo y mejorarlo con algunas correcciones, me di cuenta de que trabajar me había dado hambre. Así que conté una vez más el dinero que me quedaba y salí de la habitación después de asegurarme de que la puerta quedaba bien cerrada. Caminé hasta la sala de juego y llegué a una barra situada junto a las tragaperras. Pedí una cerveza y un sándwich de carne y me senté a una mesa del rincón con vistas a las máquinas.

Al mirar a mi alrededor percibí que el lugar tenía un aura de desesperación de segunda, y me deprimió la idea de pasar otras doce horas allí. Pero no tenía muchas opciones. Estaba varado e iba a quedarme así hasta la mañana.

Miré otra vez mi pila de efectivo y decidí que tenía bastante para otra cerveza y para echar unas cuantas monedas de cuarto de dólar en las tragaperras baratas. Me puse en una hilera de máquinas que había cerca de la entrada del vestíbulo y empecé a echar mi dinero en una de póquer electrónico. Perdí mis primeras siete rondas antes de sacar un full. Seguí con un color y una escalera. Enseguida pensé que podía permitirme una tercera cerveza.

Otro jugador se sentó a dos máquinas de distancia. Apenas me fijé en él hasta que decidió que le apetecía el consuelo de la conversación mientras perdía su dinero.

– ¿Has venido a mojar? -preguntó con alegría.

Lo miré. Tendría unos treinta años y grandes y pobladas patillas. Llevaba un sombrero de vaquero sobre un cabello rubio sucio, guantes de conducir de cuero y gafas de espejo, aunque estábamos en el interior del hotel.

– ¿Perdón?

– Dicen que hay un par de burdeles fuera de la ciudad, pero no sé cuál de los dos tiene mejor carne. Acabo de venir de Salt Lake de una tirada.

– No lo sé, tío.

Volví a mi máquina y traté de concentrarme en con qué me quedaba y qué descartaba. Tenía el as, el tres, el cuatro y el nueve de picas además del as de corazones. ¿Lo intentaba con el color o iba de conservador, me quedaba la pareja y esperaba un tercer as u otra pareja?

– Pájaro en mano, tío -dijo el Patillas.

Lo miré y él asintió como para decirme que no me cobraba por el sabio consejo. Vi el reflejo de mi pantalla en sus gafas de espejo. Lo único que me faltaba era alguien dándome consejos en póquer de cuarto de dólar. Me quedé las picas, descarté el as de corazones y le di al botón. El dios de la máquina dictó su suerte. Me tocó la jota de picas y cobré siete a uno por el color. Lástima que solo estuviera jugando monedas de cuarto.

Le di al botón de final de partida y escuché que caían en cascada catorce dólares en monedas de veinticinco centavos a la bandeja metálica. Las recogí en una taza de plástico para guardar cambio, y me levanté dejando allí al Patillas.

Llevé las monedas a la caja y pedí cobrar. Ya no tenía ganas de jugar por calderilla. Decidí invertir mis ganancias en otras dos cervezas y subir de nuevo a mi habitación. Podía seguir escribiendo y prepararme para la entrevista del día siguiente. Iba a hablar con un hombre que llevaba más de un año en prisión por un asesinato que -yo estaba convencido- no había cometido. Iba a ser un día maravilloso, el inicio del sueño de cualquier periodista de liberar a un hombre inocente de una condena injusta.

Mientras esperaba el ascensor en el vestíbulo, bajé las botellas a un costado por si acaso estaba infringiendo alguna norma de la casa. En cuanto entré en la cabina, pulsé el botón y me coloqué en el rincón. Las puertas empezaron a unirse pero entonces una mano enguantada se interpuso en el infrarrojo y las puertas volvieron a abrirse.

Entró mi colega el Patillas. Levantó un dedo para pulsar un botón, pero se retiró.

– Eh, vamos al mismo piso -dijo.

– Fantástico.

Fue al rincón opuesto. Sabía que iba a decir algo y no tenía adónde huir. Esperé y no me decepcionó.

– Eh, colega, no quería fastidiarte allí abajo. Mi exmujer ya decía que hablo demasiado. Quizá por eso es mi exmujer.

– No te preocupes -dije-. De todos modos, tengo trabajo que hacer.

– Así que has venido a trabajar, ¿eh? ¿Qué clase de trabajo te ha traído a esta parte del mundo dejada de la mano de Dios?

Ya estábamos otra vez. El ascensor se movía tan despacio que habría sido más rápido ir por la escalera.

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