Lo que he descubierto hasta ahora es lo siguiente: Carver creció como hijo único sin saber quién era su padre. Su madre trabajaba en el circuito de los clubes de strippers , lo cual los hacía vivir durante su niñez siempre de un sitio a otro, de Los Ángeles a San Francisco y a Nueva York y de vuelta. Fue lo que llamaban entre ellos un niño de camerino, que se criaba tras el escenario en los brazos de chicas de alterne, modistas y otras bailarinas mientras su propia madre actuaba bajo los focos. El de ella era un número especial, se presentaba con el nombre de L. A. Woman y bailaba exclusivamente con música del grupo de rock de Los Ángeles de esa época, The Doors.
Existen indicios para suponer que Carver fue víctima de abusos sexuales por parte de más de una persona de las que se encargaban de él en los camerinos, y que muchas noches dormía en la misma habitación de hotel en la que su madre se acostaba con hombres que habían pagado por estar con ella.
Lo más notable de todo es que su madre había desarrollado una enfermedad en los huesos que no tenía nombre, pero que en cualquier caso era degenerativa y amenazaba su medio de vida. Cuando no estaba en el escenario y se alejaba del mundo en el que trabajaba, a menudo llevaba ortesis en las piernas que le habían prescrito como ayuda para unos ligamentos y articulaciones cada vez más débiles. Al joven Wesley le tocaba ayudar a ajustar las correas de cuero alrededor de las piernas de su madre.
Es un retrato oscuro y deprimente, pero no es algo que conduzca al asesinato múltiple. Los ingredientes secretos de este agente cancerígeno todavía no han sido revelados, ni por mí ni por el FBI. Queda por saber por qué metástasis los horrores de la formación de Carver se convirtieron en el cáncer de su vida adulta. Pero Rachel a menudo me recuerda su frase favorita de una de las películas de los hermanos Cohen: nadie conoce a nadie tan bien. Me dice que nadie sabrá nunca qué llevó a Wesley Carver a tomar el camino que tomó.
Hoy estoy en Bakersfield. Por cuarto día consecutivo pasaré la mañana con Karen Carver y ella me contará los recuerdos de su hijo. No lo ha visto ni ha hablado con él desde el día en que se fue al MIT cuando era un joven de dieciocho años, pero el conocimiento de su infancia y la disposición que muestra a compartirla conmigo me acercan más a responder a la pregunta del porqué.
Mañana volveré a casa en coche, porque mis conversaciones con la madre del asesino (ahora condenada a una silla de ruedas) han llegado de momento a su final. Hay otras investigaciones que llevar a cabo y una fecha de entrega inminente para mi libro. Y por encima de todo eso, llevo cinco días sin ver a Rachel, y me cuesta sobrellevar la separación. Me he convertido en un creyente de la teoría de la bala única y necesito volver a casa.
Entre tanto, el pronóstico para Wesley Carver no es bueno. Los médicos que lo atienden creen que nunca recuperará la conciencia, que los daños ocasionados por la bala de Rachel lo han dejado en una oscuridad permanente. Gime y a veces murmura en su cama de la cárcel, pero seguramente no sucederá mucho más.
Algunos han exigido su procesamiento, condena y ejecución pese al estado en el que se encuentra. Otros han calificado tal idea de bárbara, por execrables que fueran los crímenes de los que se le acusa. En una reciente protesta en el exterior del centro penitenciario de Los Ángeles, un grupo marchaba con pancartas en las que se leía DESCONECTAD AL ASESINO, mientras que las pancartas del grupo contrario decían TODA VIDA ES SAGRADA.
Me gustaría saber qué diría Carver de todo esto. ¿Le divertiría? ¿Se sentiría consolado?
Lo único que sé es que no puedo borrar la imagen de Angela Cook deslizándose hacia la oscuridad con los ojos abiertos y asustados. Creo que Wesley Carver ya ha sido condenado en un tribunal superior. Y está cumpliendo cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional.
El Espantapájaros
C arver esperaba en la oscuridad. Su cabeza era un revoltijo de pensamientos. Tantos, que no estaba seguro de cuáles eran recuerdos auténticos y cuáles inventados.
Se filtraban en su mente como el humo. Nada permanecía. No había nada a lo que pudiera asirse.
A veces oía voces, pero no podía distinguirlas con claridad. Eran como conversaciones musitadas por todas partes a su alrededor. Pero nadie hablaba con él, solo a su alrededor. Cuando hacía preguntas, nadie le contestaba.
Tenía su música, y eso era lo único que lo salvaba. La oía e intentaba cantar al compás, pero las más de las veces no tenía voz y tenía que contentarse con tararear. Se iba quedando atrás.
This is the end… beautiful friend, the end… [4]
Creía que la voz que cantaba era la de su padre. El padre al que no había conocido nunca, que venía a él por la gracia de la música.
Como en la iglesia.
Sentía un dolor horrible. Como si llevara un hacha clavada en el centro de la frente. Era un dolor implacable. Esperaba que alguien lo detuviera, que alguien lo salvara de eso. Pero nadie acudía. Nadie lo oía.
Esperaba en la oscuridad.
El autor quiere agradecer la ayuda de muchas personas en la investigación, redacción y edición de este libro. Entre ellos Asya Muchnick, Bill Massey, Daniel Daly, Dennis Cisco Wojciechowski, James Swain, Jane Davis, Linda Connelly, Mary Mercer, Pamela Marshall, Pamela Wilson, Philip Spitzer, Roger Mills, Scott B. Anderson, Shannon Byrne, Sue Gissal y Terrell Lee Lankford.
Muchas gracias asimismo a Gregory Hoblit, Greg Stout, Jeff Pollack, John Houghton, Mike Roche, Rick Jackson y Tim Marcia.
***
[1]Me cambiaron al nacer, mírame cambiar. Me cambiaron al nacer, mírame cambiar.
[2]Chica, debes amar a tu hombre…
[3]Hay un asesino en la carretera; su cerebro se retuerce como un sapo… Si lo llevas en coche…
[4]Esto es el final… hermoso amigo, el final…