Michael Connelly - La oscuridad de los sueños

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Jack McEvoy tiene los días contados como periodista de sucesos; sus momentos de gloria languidecen y su nombre se baraja en las listas de recortes previstos por Los Angeles Times. Sin embargo, guarda todavía un último cartucho: la redacción de la que pretende que sea la crónica criminal más impactante de su carrera.
Para ese propósito, elige a Alonzo Winslow, un drogadicto de dieciséis años encarcelado tras confesar la autoría del asesinato de una joven hallada estrangulada en el maletero de un coche. Jack quiere escribir acerca de la negligencia y la injusticia social que convirtieron a Winslow en un asesino. Al adentrarse en la historia, descubre que la confesión del chico es falsa y sospecha que es inocente. Tras vincular el asesinato del maletero de Los Ángeles con otro acontecido en Las Vegas, McEvoy se ve ante el reportaje más espectacular de su carrera desde que el Poeta se cruzara con él años atrás.
Una vieja amiga del pasado se une a la investigación; se trata de la agente del FBI, Rachel Walling. Juntos le pisarán los talones a un psicópata que lleva demasiado tiempo actuando a la sombra del radar del FBI y la policía.

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– ¿Qué pasa? Tenías hasta mañana.

– Ya no. Kramer me ha dicho que me largo.

– ¿Y eso? ¿Qué has hecho?

– Ha intentado devolverme el empleo, pero le he dicho que se lo podía quedar.

– ¿Qué? ¿Le has dicho…?

– Tengo un nuevo trabajo, Larry. Bueno, en realidad tengo dos.

Ya había metido en la caja todo lo que me iba a llevar. Daba pena. No era mucho por siete años de trabajo. Me levanté, me colgué la mochila al hombro y recogí la caja, dispuesto a salir de allí.

– ¿Qué hay del artículo? -preguntó Larry.

– Es tuyo. Tienes el control total sobre él.

– Sí, a través de ti. ¿Cómo voy a conseguir que alguien me dé una visión del tema desde dentro?

– Eres periodista. Ya te las arreglarás.

– ¿Puedo llamarte?

– No.

Larry frunció el ceño, pero no dejé que se enfurruñara demasiado.

– Lo que sí puedes hacer es invitarme a comer a cargo del Times . Ahí sí que hablaré contigo.

– Eres el amo.

– Ya nos veremos, Larry.

Fui hacia el ascensor, con el vigilante de seguridad siempre tras mis pasos. Eché un vistazo general a la redacción, pero me aseguré de no detener la mirada en nadie más. No quería despedidas. Avancé por el pasillo de las oficinas acristaladas y no me molesté en mirar si dentro estaba alguno de los redactores para los que había trabajado. Lo único que deseaba era salir de allí.

– ¿Jack?

Me detuve y me volví. Dorothy Fowler había salido de la oficina de cristal ante la que yo acababa de pasar. Me hizo un gesto para que me acercara a ella.

– ¿Puedes entrar un minuto antes de marcharte?

Dudé un momento y luego me encogí de hombros. Finalmente le entregué la caja al hombre de seguridad.

– Ahora mismo vuelvo.

Entré en el despacho de la redactora de Local, me solté la mochila y me senté frente a su mesa. Fowler mostraba una sonrisa maliciosa. Hablaba en voz muy baja, como si temiera que la pudieran oír desde el despacho contiguo.

– Le dije a Richard que estaba de broma, que no aceptarías que te devolviera el trabajo. Creen que las personas son como muñecos y que pueden manejar las cuerdas.

– No tenías por qué estar tan segura. Ha faltado muy poco para que aceptara.

– Lo dudo, Jack. Lo dudo mucho.

Supuse que eso era un cumplido. Asentí y miré la pared que tenía detrás, cubierta de fotos, tarjetas y recortes de periódico. Tenía allí colgado un titular clásico de un diario neoyorquino: «Cuerpo sin cabeza en un bar sin ropa». Era insuperable.

– ¿Qué vas a hacer ahora?

Le ofrecí una versión más detallada de lo que le había dicho a Kramer. Iba a escribir un libro sobre mi participación en el caso Courier-Mc Ginnis y luego aprovecharía la oportunidad tan largamente esperada de publicar una novela. Además, estaría en el comité editorial de velvetcoffin.com, con libertad para emprender los proyectos de investigación que eligiera. No ganaría mucho, pero sería periodismo. Estaba dando el salto al mundo digital.

– Todo eso suena estupendo -dijo ella-. Realmente vamos a echarte mucho de menos por aquí. Eres uno de los mejores.

No me gustan demasiado los cumplidos como ese. Soy un cínico, y siempre busco la causa. Si de verdad era tan bueno, ¿por qué me habían puesto en la lista treinta? La respuesta era que era bueno pero no tanto, y que ella hablaba por hablar. Miré hacia un lado, como hago cuando alguien me miente a la cara, y otra vez vi imágenes pegadas a la pared.

Fue entonces cuando lo vi. Era algo que se me había escapado hasta entonces, pero en ese momento no. Me incliné hacia delante para poder verlo mejor y luego me levanté y me incliné por encima de su despacho.

– Jack, ¿qué…?

Señalé la pared.

– ¿Puedo ver eso? El fotograma de El Mago de Oz .

Fowler se levantó, la desprendió de la pared y me la dio.

– Es una broma de un amigo -dijo-. Soy de Kansas.

– Ya lo pillo -dije yo.

Estudié la fotografía, concentrándome en el Espantapájaros. Era una copia demasiado pequeña para que pudiera estar completamente seguro.

– ¿Puedo hacer una búsqueda rápida en tu ordenador? -pregunté.

Ya estaba a su lado, frente a la pantalla y el teclado, antes de que ella pudiera contestar.

– Eh, sí, claro. ¿Qué…?

– Todavía no estoy seguro.

Fowler se levantó y me dejó el asiento libre. Me senté, miré a su pantalla y abrí Google. Aquel trasto iba despacio.

– ¡Venga, venga!

– Jack, ¿qué buscas?

– Déjame un momento, es que…

La pantalla de búsqueda finalmente apareció y seleccioné la búsqueda de imágenes de Google. Tecleé «espantapájaros».

La pantalla pronto se llenó con dieciséis pequeñas imágenes de espantapájaros. Había fotografías del adorable personaje de la película El mago de Oz y viñetas en color de los libros de Batman con un villano que también se llamaba así. Vi también otras fotografías y dibujos de espantapájaros de libros, películas y catálogos de disfraces de Halloween. Iban desde el personaje bondadoso y simpático hasta algo horrible y amenazador. Algunos tenían ojos y sonrisas alegres, mientras que otros tenían los ojos y la boca cosidos.

Pasé un par de minutos cliqueando en cada foto para ampliarla. Las estudié y, dieciséis de dieciséis, todas tenían una cosa en común: en la construcción de todos y cada uno de los espantapájaros se incluía una bolsa de arpillera colocada sobre la cabeza para formar una cara. Todas estaban sujetas alrededor del cuello con una cuerda; a veces una soga gruesa y otras una cuerda de tender la ropa. Pero eso no importaba: la imagen era consistente y coincidía con lo que había visto en los archivos que había reunido, así como en la imagen imborrable que tenía de Angela Cook.

Comprendí que en los asesinatos se había utilizado una bolsa de plástico transparente para crear el rostro del espantapájaros. No era arpillera, pero esta inconsistencia con la imaginería establecida no importaba. Una bolsa por encima de la cabeza y una cuerda alrededor del cuello eran lo que se utilizaba para crear la misma imagen.

Abrí la siguiente pantalla de imágenes. La misma construcción otra vez. En este caso las imágenes eran más antiguas, y algunas se remontaban un siglo, hasta las ilustraciones originales del libro El maravilloso mago de Oz . Y entonces lo vi: las ilustraciones se atribuían a William Wallace Denslow. Willian Denslow como en Bill Denslow, como en Denslow Data.

No me cabía ninguna duda: había encontrado la firma. La firma secreta que Rachel me había dicho que estaría ahí.

Apagué la pantalla y me levanté.

– Tengo que irme.

Rodeé la mesa y recogí la mochila del suelo.

– ¿Jack? -preguntó Fowler.

Me dirigí hacia la puerta.

– Ha sido agradable trabajar contigo, Dorothy.

E l avión aterrizó con dureza en la pista del Sky Harbor, pero apenas reparé en ello. Me había acostumbrado tanto a volar en las últimas dos semanas que ni siquiera me había preocupado ya de mirar por la ventana para acompañar físicamente al avión hacia un aterrizaje seguro.

Todavía no había llamado a Rachel. Primero quería llegar a Arizona: ocurriera lo que ocurriese, mi información incluía mi participación. Técnicamente ya no era periodista, pero seguía protegiendo mi historia.

Ese margen de tiempo también me permitió reflexionar más sobre lo que tenía y preparar una estrategia. Después de alquilar un coche y conducir hasta Mesa, me metí en el aparcamiento de una tienda abierta veinticuatro horas y entré a comprar un teléfono prepago. Sabía que Rachel estaba trabajando en el búnker de Western Data. Cuando la llamara, no quería que viera mi nombre identificado en la pantalla y que lo pronunciara delante de Carver.

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