Michael Connelly - La oscuridad de los sueños

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Jack McEvoy tiene los días contados como periodista de sucesos; sus momentos de gloria languidecen y su nombre se baraja en las listas de recortes previstos por Los Angeles Times. Sin embargo, guarda todavía un último cartucho: la redacción de la que pretende que sea la crónica criminal más impactante de su carrera.
Para ese propósito, elige a Alonzo Winslow, un drogadicto de dieciséis años encarcelado tras confesar la autoría del asesinato de una joven hallada estrangulada en el maletero de un coche. Jack quiere escribir acerca de la negligencia y la injusticia social que convirtieron a Winslow en un asesino. Al adentrarse en la historia, descubre que la confesión del chico es falsa y sospecha que es inocente. Tras vincular el asesinato del maletero de Los Ángeles con otro acontecido en Las Vegas, McEvoy se ve ante el reportaje más espectacular de su carrera desde que el Poeta se cruzara con él años atrás.
Una vieja amiga del pasado se une a la investigación; se trata de la agente del FBI, Rachel Walling. Juntos le pisarán los talones a un psicópata que lleva demasiado tiempo actuando a la sombra del radar del FBI y la policía.

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Rachel movió la cabeza.

– Y anoche incluso dije que volvía al hotel para pedir la cena al servicio de habitaciones antes de irme a dormir.

Tendí las manos hacia ella, como diciéndole que la conclusión era obvia.

– Pero esto no basta, Jack. Esto no convierte a Carver en…

– Lo sé. Quizás eso no. Pero esto quizá sí.

Giré el ordenador para que pudiera ver la pantalla. Tenía las imágenes de espantapájaros de Google. Primero se inclinó para mirarlas y luego atrajo el ordenador hacia su lado de la mesa. Pulsó las teclas para ampliar las imágenes, una por una. No fue necesario que yo dijera nada.

– ¡Denslow! -dijo de pronto-. ¿Has visto esto? El dibujante original de El mago de Oz se llamaba William Denslow.

– Sí, ya lo he visto. Por eso estoy aquí.

– Aun así, no es una conexión directa con Carver.

– No importa. Hay demasiados indicios, Rachel. Carver encaja con todo esto. Tenía acceso a Mc Ginnis y a Freddy Stone, y a los servidores. También posee habilidades técnicas suficientes, como hemos podido comprobar durante todo el proceso.

Rachel estaba tecleando en mi portátil mientras respondía.

– Aun así no hay ninguna conexión directa, Jack. Por esta regla de tres, también podría tratarse de alguien que quiere involucrar a Carver. Mira, otra coincidencia. He buscado en Google el nombre de Freddy Stone. Echa un vistazo a esto.

Rachel giró el ordenador de manera que yo también pudiera ver la pantalla. En ella figuraba una biografía de la Wikipedia de un actor de inicios del siglo XX llamado Fred Stone. Según el artículo, Stone era conocido por haber representado por primera vez el personaje del Espantapájaros en la versión de El mago de Oz que se estrenó en Broadway en 1902.

– ¿Lo ves? Tiene que tratarse de Carver. Está en el centro de todos los radios de la rueda. Convierte a las víctimas en espantapájaros. Es su firma secreta.

Rachel negó con la cabeza.

– ¡Pero le hemos investigado! Estaba limpio. Es uno de esos genios que sale del MIT.

– ¿Limpio en qué sentido? ¿Quieres decir que no tiene antecedentes de detenciones? No sería la primera vez que uno de estos tipos se mueve por debajo del radar de la aplicación de la ley. Ted Bundy trabajaba en una especie de teléfono de la esperanza cuando no andaba por ahí matando mujeres, lo cual lo ponía en contacto constante con la policía. Además, si quieres que te diga la verdad, a los que más has de vigilar es a los genios.

– Pero yo tengo una vibración especial para localizar a esos tipos, y en este caso no he sentido nada en absoluto. Hoy he comido con él. Me ha llevado al asador de carne favorito de Mc Ginnis.

Vi la duda en su mirada. No se esperaba algo así.

– Vayamos a interrogarlo -dije-. Lo confrontamos y le hacemos hablar. La mayor parte de estos criminales en serie están orgullosos de su obra. Me juego algo a que hablará.

Me miró por encima de la pantalla.

– ¿Que vayamos a interrogarlo? Jack, no eres ningún agente y no eres policía. Eres un periodista.

– Ya no. Hoy me han sacado de allí los de seguridad con una caja de cartón. Como periodista, he terminado.

– ¿Qué? ¿Por qué?

– Es una larga historia que ya te contaré más tarde. Volviendo a Carver, ¿qué hacemos?

– No lo sé, Jack.

– Bueno, no puedes volver allí sin más y llevarle un cortado.

Me di cuenta de que uno de los clientes que se sentaba unas cuantas mesas más allá de Rachel dejó de mirar la pantalla de su ordenador para volver la cabeza hacia el techo, sonriente. Luego levantó el puño y enseñó el dedo corazón. Seguí su mirada hasta una de las vigas. Allí había una pequeña cámara negra, cuyo objetivo enfocaba la zona de las mesas del café. El chico se volvió y empezó a teclear en su ordenador.

Me levanté de un salto y dejé a Rachel para ir hasta él.

– ¡Oye! -dije señalando a la cámara-. ¿Qué es eso?

El chico arrugó la nariz ante mi estupidez y se encogió de hombros.

– Es una webcam, tío. Acabo de recibir un mensaje desde Ámsterdam de un pavo que dice que me ha visto.

De pronto lo vi claro. El recibo: «Wi-Fi gratis con cada consumición. Visítanos en nuestra web». Me volví y miré a Rachel. El ordenador, con una fotografía a pantalla completa de un espantapájaros, estaba orientado hacia la cámara. Alcé la vista para mirar al objetivo. No sé si fue alguna premonición o un conocimiento cierto, pero supe que estaba mirando a Carver.

– ¿Rachel? -dije, sin dejar de mirar a la cámara-. ¿Le dijiste adónde ibas a por los cafés?

– Sí -respondió ella por detrás de mí-. Le dije que iba al final de la calle.

Eso lo confirmaba. Volví a la mesa, recogí el ordenador y lo cerré.

– Nos ha estado observando -dije-. Tenemos que salir de aquí.

Corrí hacia la salida del café y ella me siguió.

– Yo conduzco -dijo.

R achel maniobró con su coche de alquiler por la entrada exterior y aceleró hacia la puerta delantera de Western Data. Conducía con una mano mientras con la otra manejaba el móvil. Metió la transmisión en posición de estacionamiento y salimos.

– Algo va mal -dijo-. Ninguno de los dos responde.

Rachel usó una tarjeta llave para abrir la puerta exterior y entramos en Western Data. La mesa de recepción estaba vacía y fuimos rápidamente a la siguiente puerta. Al entrar en el pasillo interno, ella se sacó la pistola de la funda que tenía sujeta a la cintura, bajo la chaqueta.

– No sé qué ocurre, pero sigue aquí -dijo.

– ¿Carver? -pregunté-. ¿Cómo lo sabes?

– He salido con él a comer. Su coche sigue ahí fuera. El Lexus plateado.

Bajamos por la escalera al octágono y nos acercamos a la puerta de seguridad que conducía al búnker. Rachel dudó antes de abrir la puerta.

– ¿Qué pasa? -susurré.

– Sabrá que vamos a entrar. Quédate detrás de mí.

Levantó el arma y los dos entramos juntos y nos desplazamos rápidamente hasta la segunda puerta. Al franquear esta, encontramos la sala de control vacía.

– Aquí pasa algo -dijo Rachel-. ¿Dónde está todo el mundo? Se supone que debería estar abierta. -Señaló hacia la puerta de cristal que conducía a la sala de servidores.

Estaba cerrada. Examiné la sala de control y vi que la puerta del despacho privado de Carver estaba entornada. Me acerqué y la empujé para abrirla del todo.

El despacho se encontraba vacío. Entré y fui hacia la mesa de trabajo de Carver. Puse un dedo en la alfombrilla táctil y las dos pantallas se encendieron. En la principal vi una imagen grabada desde el techo del café en el que acababa de informar a Rachel de que Carver era el Sudes.

– ¿Rachel? -Entró y yo señalé la pantalla-. Estaba vigilándonos.

Rachel volvió a la sala de control y yo la seguí. Se acercó a la estación de trabajo central, dejó el arma sobre la mesa y empezó a trabajar con el teclado y la alfombrilla. Los dos monitores se encendieron y pronto mostraron una pantalla múltiple dividida en treinta y dos vistas de cámara interiores del complejo. Pero todos los cuadrados estaban en negro. Empezó a abrir diversas pantallas, pero siempre con idéntico resultado: todas las cámaras parecían apagadas.

– ¡Las ha anulado todas! -dijo Rachel-. ¿Qué…?

– ¡Espera! ¡Mira ahí!

Señalé hacia un ángulo de cámara rodeado por varios cuadrados negros. Rachel manipuló la alfombrilla e hizo que la imagen llenara la pantalla entera.

La imagen mostraba un pasillo entre dos filas de torres de servidores de la granja. En el suelo, bocabajo, había dos personas con las muñecas esposadas a la espalda y los tobillos atados con bridas.

Rachel cogió el pie del micrófono que había sobre la mesa, apretó el botón y casi chilló.

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