– Jack, ha estado bien eso de descubrir la puerta trasera. Solo espero que no sea demasiado tarde.
No tenía idea de cuánto tiempo había pasado, pero pensaba en términos de segundos, no de minutos. No respondí a Rachel, pero pensé que teníamos una buena oportunidad de llegar a tiempo hasta sus compañeros. Cuando alcanzamos la puerta trasera de la sala de servidores, cargué con todo el cuerpo de Carver y lo orienté de manera que Rachel pudiera apoyarle la mano en el escáner.
En ese momento sentí que el cuerpo de Carver se tensaba. Se había preparado para atacarme. Me agarró la mano y pivotó, haciéndome perder el equilibrio. Choqué con el hombro contra la puerta al tiempo que Carver bajaba una mano para arrebatarme el arma que me había puesto en el cinturón. Lo agarré por la muñeca, pero ya era demasiado tarde. Su mano derecha se cerró en torno a la pistola. Estaba entre él y Rachel y de pronto comprendí que ella no podía ver el arma y que Carver estaba a punto de matarnos a ambos.
– ¡Cuidado! -grité.
Se produjo una explosión súbita junto a mi oído y Carver me soltó y se derrumbó en el suelo. En su caída me roció con un chorro de sangre.
Retrocedí y me doblé sobre mí mismo, tapándome la oreja. El pitido era tan fuerte como el paso de un tren. Me volví y al levantar la vista vi a Rachel sujetando todavía su pistola en posición de disparo.
– Jack, ¿estás bien?
– Sí, sí.
– Corre, sujétalo. ¡Antes de que pierda el pulso!
Me coloqué detrás de Carver para agarrarlo por las axilas y lo levanté. Incluso con Rachel ayudándome era difícil. Pero conseguimos ponerlo en pie y lo aguanté mientras ella colocaba la mano derecha de Carver sobre el lector.
Se oyó el chasquido metálico de la puerta al desbloquearse y Rachel la empujó para abrirla.
Dejé caer a Carver en el umbral para que mantuviera la puerta abierta y dejara pasar el aire. Abrí el armarito y saqué los respiradores. Solamente había dos.
– ¡Toma!
Le di uno a Rachel al tiempo que entrábamos en la granja. La neblina de la sala de servidores empezaba a disiparse. La visibilidad era de un par de metros. Rachel y yo nos pusimos los respiradores y abrimos los conductos de aire, pero Rachel se iba sacando el suyo de la boca para gritar los nombres de sus compañeros.
No obtuvo respuesta. Fuimos por el corredor central entre dos filas de servidores y tuvimos suerte, porque encontramos a Torres y Mowry casi enseguida. Carver los había puesto cerca de la puerta trasera para poder escapar con celeridad.
Rachel se agachó junto a los agentes e intentó despertarlos zarandeándolos. Ninguno de los dos respondía. Se sacó el respirador para ponerlo en la boca de Torres. Yo me saqué el mío para ponérselo a Mowry.
– ¡Tú lo llevas a él, yo a ella! -gritó.
Cada uno agarró a uno de los agentes por las axilas y los arrastramos hacia la puerta por la que habíamos entrado. El hombre era delgado y fácil de desplazar, de manera que le saqué ventaja a Rachel. Pero a medio camino me quedé sin resuello. Yo también necesitaba oxígeno.
A medida que nos acercábamos a la puerta, entraba más aire en mis pulmones. Finalmente la alcancé y arrastré a Torres por encima del cuerpo de Carver hasta la sala de equipamientos. La sacudida pareció despertar a Torres, pues empezó a toser y a recobrar la conciencia incluso antes de que lo soltara.
Rachel llegó después con Mowry.
– ¡Creo que no respira!
Rachel le quitó el respirador e inició el procedimiento de reanimación.
– Jack, ¿cómo está Torres? -preguntó sin abandonar su concentración en Mowry.
– Está bien. Respira.
Me puse junto a Rachel mientras ella hacía el boca a boca. No estaba seguro de cómo podía ayudar, pero al cabo de unos segundos Mowry tuvo una convulsión y empezó a toser. Se puso de lado y recogió las piernas en posición fetal.
– No pasa nada, Sarah -dijo Rachel-. Estás bien. Lo has conseguido. Estás a salvo.
Le dio unos golpecitos en el hombro a Mowry y oí que la agente articulaba una expresión de agradecimiento antes de preguntar por su compañero.
– Está bien -dijo Rachel.
Me desplacé hasta la pared más cercana y apoyé la espalda en ella. Estaba agotado. Mis ojos recorrieron el cuerpo de Carver, tendido en el suelo junto a la puerta. Veía tanto la herida de entrada como la de salida. La bala se había abierto paso entre los lóbulos frontales. Carver no se había movido desde que había caído, pero me pareció distinguir el pálpito de un ligero pulso en el cuello, justo por debajo de la oreja.
Rachel, exhausta, se acercó para sentarse a mi lado.
– Vienen los refuerzos. Creo que debería levantarme e ir a esperarlos para poder enseñarles el camino hasta aquí.
– Primero recupera el aliento. ¿Estás bien?
Asintió, pero todavía le costaba respirar. Lo mismo me ocurría a mí. La miré a los ojos y vi que los tenía fijos en Carver.
– Es una pena, ¿no crees?
– ¿El qué?
– Pues que con Courier y Carver muertos, los secretos mueren con ellos. Todo el mundo ha muerto y nos hemos quedado sin nada, sin ninguna pista de por qué hicieron lo que hicieron.
Negué lentamente con la cabeza.
– Tengo una noticia: creo que el Espantapájaros aún está vivo.
Bakersfield
H an pasado seis semanas desde que se produjeron los hechos en Mesa, pero todavía permanecen vívidos en mi memoria y en mi imaginación.
Ahora estoy escribiendo. Todos los días. Normalmente por la tarde encuentro algún café atestado en el que abrir mi portátil. He llegado a la conclusión de que no puedo escribir en el silencio que los autores requieren habitualmente: tengo que luchar contra la distracción y el ruido. He de acercarme tanto como me sea posible a la experiencia de escribir en una redacción superpoblada. Parece que necesito el alboroto de las conversaciones de fondo, de los teléfonos que suenan y de los teclados aporreados para sentirme como en casa. Naturalmente, no es más que un sucedáneo artificial de la experiencia real. No hay camaradería en un café. Falta esa sensación de «nosotros contra el mundo». Esas son cosas de una redacción que creo que siempre echaré en falta.
Reservo las mañanas a la investigación. Wesley John Carver sigue siendo en gran parte un enigma, pero me voy acercando a quién y qué es. Mientras yace en el mundo crepuscular del coma en el hospital de la prisión metropolitana de Los Ángeles, yo me acerco a él.
Parte de lo que sé procede del FBI, que continúa investigando el caso en Arizona, Nevada y California. Pero la mayor parte es material recogido por mi cuenta y de diversas fuentes.
Carver era un asesino de gran inteligencia y con un clarividente conocimiento de sí mismo. Era listo y calculador, y capaz de manipular a la gente recurriendo a sus deseos más profundos y oscuros. Acechaba en las webs y en los chats, identificaba a discípulos y víctimas potenciales y luego les seguía la pista a través de los portales laberínticos del mundo digital. Después establecía contacto en el mundo real. Los utilizaba o los mataba, o ambas cosas.
Llevaba años haciéndolo, desde mucho antes de que Western Data y los cadáveres en los maleteros llamaran la atención de nadie. Marc Courier solo había sido el último de una larga lista de acólitos.
Aun así, el relato de los actos horribles que cometió no puede ensombrecer las motivaciones que había detrás. Es lo que mi editor en Nueva York me dice cada vez que hablamos: tengo que ser capaz de ir más allá de lo que ocurrió. Tengo que contar por qué lo hizo. Es de nuevo una cuestión de contenido y de profundidad, el viejo C y P al que estoy acostumbrado.
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