– ¿Cuánto tardará?
– Hay vuelos a Los Ángeles casi cada hora. Pondré a Stone en un avión y llegará a primera hora de la mañana.
– ¿Por qué no vas tú? Quiero que esto se solucione.
Carver vaciló. Quería que Mc Ginnis pensara que había sido idea suya.
– Creo que Freddy Stone puede ocuparse.
– Pero tú eres el mejor. Quiero que Dewey y Bach vean que no nos andamos con chiquitas, que hacemos lo que hay que hacer. Si tienen un problema, enviamos a nuestro mejor hombre, no a un jovencito. Llévate a Stone o a quien necesites, pero quiero que vayas tú.
– Iré ahora mismo.
– Mantenme informado.
– Lo haré.
– Yo también he de ir al aeropuerto a recibir a las visitas.
– Sí, a ti te toca el trabajo duro.
– No hurgues en la herida.
Le dio una palmadita a Carver en el hombro y volvió a salir. Este se quedó un momento sentado, quieto, sintiendo el residuo de la compresión en el hombro. Odiaba que lo tocaran.
Por fin se movió. Se inclinó hacia su pantalla y tecleó el código de desactivación de alarma. Confirmó el protocolo y lo borró.
Carver sacó su móvil y pulsó una tecla de marcado rápido.
– ¿Qué pasa? -dijo Stone.
– ¿Sigues con Early?
– Sí, estamos construyendo la torre.
– Vuelve a la sala de control. Tenemos un problema. En realidad, dos. Y hemos de ocuparnos de ellos. Estoy trabajando en un plan.
– Voy para allá.
Carver cerró el teléfono con un clic.
La carretera más solitaria de América
A las nueve de la mañana del miércoles estaba esperando a las puertas de Schifino & Associates, en la cuarta planta de un edificio de oficinas de Charleston Boulevard, cerca del centro de Las Vegas. Estaba cansado y me deslicé por la pared para sentarme en el bonito suelo enmoquetado. Me sentía particularmente desafortunado en una ciudad que se suponía que inspiraba suerte.
La noche había empezado bastante bien. Después de llegar al hotel Mandalay Bay a medianoche, me sentí demasiado nervioso para dormir. Bajé al casino y convertí los doscientos dólares que había llevado conmigo en el triple de esa cantidad en la ruleta y las mesas de blackjack .
El abultamiento de mi billetera junto con el alcohol gratis que había bebido mientras jugaba me hicieron conciliar el sueño con facilidad cuando volví a mi habitación. Sin embargo, las cosas tomaron un giro calamitoso después de recibir la llamada del despertador telefónico. El problema era que no había pedido que me despertaran. Desde recepción me llamaban para decirme que habían rechazado mi tarjeta American Express emitida por el Times .
– Eso es absurdo -dije-. Compré un billete de avión con ella anoche, alquilé un coche en el Mc Carran e iba bien cuando me registré. Alguien pasó la tarjeta.
– Sí, señor, eso es solo un proceso de autorización. No se carga el importe en la tarjeta hasta las seis de la mañana del día de la partida. Pasamos la tarjeta y la rechazaron. ¿Puede bajar y darnos otra tarjeta?
– No hay problema. Quería levantarme ahora de todos modos para poder ganar un poco más de su dinero.
Pero sí había un problema, porque ninguna de las otras tres tarjetas de crédito que tenía funcionó. Rechazaron las tres y me vi obligado a devolver la mitad de mis ganancias para salir del hotel. Cuando llegué al coche de alquiler, saqué el móvil para llamar a las compañías de tarjetas de crédito una por una, pero no pude hacer ninguna llamada porque mi teléfono estaba muerto, y no era cuestión de cobertura. El teléfono estaba muerto, servicio desconectado.
Estaba enfadado y confundido, pero no me amilané y me dirigí a la dirección de William Schifino que había buscado antes. Todavía tenía que escribir un artículo.
Unos minutos después de las nueve, una mujer salió del ascensor y se dirigió por el pasillo hacia mí. Me fijé en la ligera vacilación en su zancada cuando me vio en el suelo, apoyado en la puerta de Schifino. Me levanté y la saludé con la cabeza cuando se acercaba.
– ¿Trabaja para William Schifino? -pregunté con una sonrisa.
– Sí, soy su recepcionista. ¿En qué puedo ayudarle?
– Tengo que hablar con el señor Schifino. He venido de Los Ángeles y…
– ¿Tiene una cita? El señor Schifino solo ve a potenciales clientes con cita previa.
– No tengo cita, pero tampoco soy un potencial cliente. Soy periodista. Quiero hablar con el señor Schifino de Brian Oglevy. Lo acusaron el año pasado de…
– Sé quién es Brian Oglevy. El caso está en apelación.
– Sí, lo sé, lo sé. Tengo información nueva. Creo que el señor Schifino querrá hablar conmigo.
La mujer hizo una pausa con las llaves a escasos milímetros de la cerradura y me miró como para evaluarme por primera vez.
– Sé que querrá -dije.
– Puede pasar y esperar. No sé cuándo llegará. No tiene tribunal hasta la tarde.
– Tal vez podría llamarle.
– Tal vez.
Entramos en la oficina y ella me dirigió a un sofá de una pequeña sala de espera. Los muebles eran cómodos y parecían relativamente nuevos. Daba la sensación de que Schifino era un buen abogado. La recepcionista se sentó a su escritorio, encendió su ordenador y empezó a preparar su rutina diaria.
– ¿Va a llamarle? -le pregunté.
– Cuando tenga un momento. Póngase cómodo.
Lo intenté, pero no me gustaba esperar. Saqué mi portátil de la bolsa y lo encendí.
– ¿Tienen Wi-Fi aquí? -pregunté.
– Sí.
– ¿Puedo usarlo para revisar mi correo? Solo serán unos minutos.
– No, me temo que no.
Me la quedé mirando.
– ¿Disculpe?
– He dicho que no. Es un sistema protegido y tendrá que pedírselo al señor Schifino.
– Bueno, ¿puede pedírselo cuando lo llame y le diga que estoy aquí esperándolo?
– Lo antes posible.
Me dedicó una sonrisa de secretaria eficiente y volvió a su tarea. Sonó el teléfono y la mujer abrió una agenda y empezó a concertar una cita para un cliente y a informarle de las tarjetas de crédito que aceptaban para los servicios legales que proporcionaban. Me recordó la situación de mi propia tarjeta de crédito y cogí una de las revistas de la mesita de café para evitar pensar en ello.
Se llamaba Nevada Legal Review y estaba a rebosar de anuncios de abogados y servicios legales como transcripción y almacenamiento de datos. También había artículos sobre casos judiciales, la mayoría de ellos relacionados con licencias de casino o delitos contra los casinos. Llevaba veinte minutos con un artículo sobre un recurso contra la ley que impedía el funcionamiento de burdeles en Las Vegas y en el condado de Clark cuando se abrió la puerta y entró un hombre. Me saludó con la cabeza y miró a la recepcionista, que todavía estaba al teléfono.
– Espere, por favor -dijo la recepcionista. Me señaló-. Señor Schifino, este hombre no tiene cita. Dice que es periodista de Los Ángeles. Ha…
– Brian Oglevy es inocente -dije, cortándola-. Y creo que puedo probarlo.
Schifino me estudió un buen rato. Tenía el cabello oscuro, un rostro atractivo y un bronceado desigual como consecuencia de llevar gorra de béisbol. Era golfista o entrenador; quizás ambas cosas. Tenía una mirada penetrante y enseguida tomó una decisión.
– Entonces será mejor que pase conmigo al despacho -dijo.
Lo seguí a su despacho y él se sentó tras un gran escritorio mientras me señalaba el asiento que estaba al otro lado.
– ¿Trabaja en el Times ? -preguntó.
– Sí.
– Buen periódico, pero con muchos problemas económicos ahora mismo.
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