Hizo una pausa cuando encontró una entrada del blog de nueve meses antes con el titular «Mi Top Ten de Asesinos en Serie». Debajo había una lista de diez asesinos cuyos nombres se habían hecho famosos por haber dejado un reguero de muertes en todo el país. El número uno de la lista era Ted Bundy, «porque yo soy de Florida y allí es donde terminó».
Carver torció el labio. Le gustaba esa chica.
Sonó la alerta de la puerta de seguridad y Carver inmediatamente se desconectó de Internet. Cambió de pantallas y vio a través de la cámara que estaba entrando Mc Ginnis. Carver giró en la silla y estaba de frente a Mc Ginnis cuando este abrió la puerta de acceso a la sala de control. Tenía su tarjeta llave en una cuerda extensible fijada a su cinturón, lo cual le daba un aspecto de zumbado.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó.
Carver se levantó y volvió a hacer rodar su silla hasta la estación de trabajo vacía.
– Estoy ejecutando un programa en mi oficina y quería comprobar una cosa de Mercer & Gissal.
A Mc Ginnis no pareció importarle. Miró a través de la ventana principal a la sala de servidores, el corazón y el alma del negocio.
– ¿Cómo va? -preguntó.
– Unos pocos problemas de router -informó Carver-. Pero lo arreglaremos y estaremos en marcha antes de la fecha prevista. Puede que tenga que ir otra vez allí, pero será un viaje rápido.
– Vale. ¿Dónde se ha metido todo el mundo? ¿Estás solo?
– Stone y Early están en la parte de atrás, construyendo una torre. Estoy vigilando las cosas aquí hasta que empiece el turno de noche.
Mc Ginnis asintió de manera aprobatoria. Construir otra torre significaba más negocio.
– ¿Ha pasado alguna otra cosa?
– Tenemos un incidente en la torre treinta y siete. He sacado los datos de allí hasta que pueda solucionarlo. Es temporal.
– ¿Hemos perdido algo?
– No que yo sepa.
– ¿De quién es?
– Pertenece a un centro privado en Stockton, California. No es de los grandes.
Mc Ginnis asintió. No era de un cliente de quien tuviera que preocuparse.
– ¿Qué hay de la intrusión de la semana pasada? -preguntó.
– Todo controlado. El objetivo era Guthrie, Jones. Están en un litigio de tabaco con una firma llamada Biggs, Barlow & Cowdry, en Raleigh-Durham. Alguien en Biggs pensó que Guthrie se estaba reservando información probatoria y trató de echar un vistazo por sí mismo.
– ¿Y?
– El FBI ha abierto una investigación sobre porno infantil y el genio es el principal sospechoso. No creo que esté mucho tiempo más por aquí para molestarnos.
Mc Ginnis asintió en señal de aprobación y sonrió.
– Ese es mi espantapájaros -dijo-. Eres el mejor.
Carver no necesitaba que se lo dijera Mc Ginnis para saberlo. Pero era mayor que él y era el jefe. Y Carver estaba en deuda con él porque le había dado la oportunidad de crear su propio laboratorio y centro de datos. Mc Ginnis lo había puesto en el mapa. No pasaba un mes sin que Carver fuera tentado por un competidor.
– Gracias.
Mc Ginnis volvió hacia la puerta de seguridad.
– Luego iré al aeropuerto. Tenemos a una gente que viene de San Diego y harán la visita mañana.
– ¿Adónde vas a llevarlos?
– ¿Esta noche? Probablemente a una barbacoa en Rosie’s.
– Lo normal. ¿Y luego al Highlighter?
– Si hace falta. ¿Quieres salir? Puedes impresionar a esa gente y así me echas una mano.
– La única cosa que los impresiona son las mujeres desnudas. No me interesa.
– Sí, bueno, es un trabajo duro pero alguien ha de hacerlo. En fin, te dejo a lo tuyo.
Mc Ginnis salió del centro de control. Su oficina estaba arriba, en la parte delantera de la planta baja del edificio. Era un despacho privado y se quedaba allí la mayor parte del tiempo para recibir a potenciales clientes y probablemente para mantenerse a salvo de Carver. Sus conversaciones en el búnker siempre le resultaban un poco tensas. Mc Ginnis daba la impresión de que sabía reducir al mínimo esos momentos.
El búnker pertenecía a Carver. La empresa estaba montada con Mc Ginnis y el personal administrativo encima, en el lugar de entrada. El centro de hosting con todos los diseñadores y operadores estaba también en la superficie. Sin embargo, la granja con los servidores de alta seguridad se hallaba bajo la superficie, en el llamado búnker. Pocos empleados tenían acceso al subterráneo y a Carver le gustaba que así fuera.
Carver se sentó otra vez en la estación de trabajo y volvió a conectarse. Sacó de nuevo la foto de Angela Cook y la estudió unos minutos antes de entrar en Google. Era el momento de ponerse con Jack Mc Evoy y ver si había sido más listo que Angela Cook en protegerse.
Puso su nombre en el buscador y enseguida sintió una nueva excitación. Jack Mc Evoy no tenía blog ni perfil en Facebook ni en ningún otro sitio que Carver pudiera encontrar, pero su nombre aparecía numerosas veces en Google. Pensó que le sonaba el nombre y ahora supo la razón: una docena de años antes, Mc Evoy había escrito el libro de mayor autoridad sobre un asesino llamado «el Poeta», y Carver había leído ese libro, repetidamente. Para ser exactos, Mc Evoy había hecho algo más que simplemente escribir un libro sobre el asesino: había sido el periodista que había revelado el Poeta al mundo. Se había acercado lo suficiente para respirar su último aliento. Jack Mc Evoy era el asesino de un gigante.
Carver asintió lentamente al tiempo que estudiaba la foto de Mc Evoy en la solapa de una vieja página de Amazon.
– Bueno, Jack -dijo en voz alta-. Me siento honrado.
E l perro de la periodista la delató. El nombre del animal era Arfy , según una entrada del blog de cinco meses antes. A partir de ese dato, Carver solo necesitó dos variaciones para hacerlo encajar en la contraseña requerida de seis caracteres. Pensó en Arphie y logró acceder a la cuenta de LATimes.com de Angela Cook.
Siempre había algo extrañamente excitante en el hecho de estar dentro del ordenador de alguien. La invasión resultaba adictiva; notó un tirón en las entrañas. Era como estar dentro de la mente y el cuerpo de otra persona. Como ser otro.
Su primera parada fue en el correo electrónico. Lo abrió y descubrió que Angela Cook era una chica ordenada. Solo había dos mensajes sin leer y unos pocos que había leído y guardado. No vio ninguno de Jack Mc Evoy. Los nuevos mensajes eran de «cómo te va en los Ángeles» de una amiga de Florida -lo sabía porque el servidor era Road Runner de Tampa Bay- y un mensaje interno del Times que parecía un lacónico toma y daca con un supervisor o un redactor.
De: Alan Prendergast «AlanPrendergast@LATimes.com·
Asunto: Re: choque
Fecha: 12 de mayo 2009, 2.11 PM PDT
A: AngelaCook@LATimes.com
Calma. Pueden pasar muchas cosas en dos semanas.
De: Angela Cook AngelaCook@LATimes.com
Asunto: choque
Fecha: 12 de mayo 2009, 1.59 PM PDT
A: Alan Prendergast «AlanPrendergast@LATimes.com·
Me dijiste que lo escribiría YO
Al parecer, Angela estaba enfadada. Pero Carver no sabía lo suficiente de la situación para entenderlo, así que siguió adelante y abrió el buzón de correo antiguo. Allí tuvo suerte. No había borrado la lista de mensajes desde hacía mucho. Carver pasó cientos de mensajes y vio varios de su colega y coautor Jack Mc Evoy. Empezó con el más antiguo y fue avanzando hacia los mensajes más recientes.
Enseguida se dio cuenta de que era todo inocuo, solo comunicaciones básicas entre colegas sobre artículos y reuniones en la cafetería para tomar café. Nada lascivo. Carver supuso por lo que leía que Cook y Mc Evoy no se habían conocido hasta hacía poco. Había rigidez o formalidad en los mensajes de correo; ninguno de los dos empleaba abreviaturas ni jerga. Daba la impresión de que Jack no conocía a Angela hasta que la destinaron a Sucesos y le encargaron a él su formación.
Читать дальше