Michael Connelly - La oscuridad de los sueños

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Jack McEvoy tiene los días contados como periodista de sucesos; sus momentos de gloria languidecen y su nombre se baraja en las listas de recortes previstos por Los Angeles Times. Sin embargo, guarda todavía un último cartucho: la redacción de la que pretende que sea la crónica criminal más impactante de su carrera.
Para ese propósito, elige a Alonzo Winslow, un drogadicto de dieciséis años encarcelado tras confesar la autoría del asesinato de una joven hallada estrangulada en el maletero de un coche. Jack quiere escribir acerca de la negligencia y la injusticia social que convirtieron a Winslow en un asesino. Al adentrarse en la historia, descubre que la confesión del chico es falsa y sospecha que es inocente. Tras vincular el asesinato del maletero de Los Ángeles con otro acontecido en Las Vegas, McEvoy se ve ante el reportaje más espectacular de su carrera desde que el Poeta se cruzara con él años atrás.
Una vieja amiga del pasado se une a la investigación; se trata de la agente del FBI, Rachel Walling. Juntos le pisarán los talones a un psicópata que lleva demasiado tiempo actuando a la sombra del radar del FBI y la policía.

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– Es genial saberlo. A lo mejor le firmo un ejemplar cuando lo vea.

– Hago una apuesta contigo. Cuando cojamos a ese tipo, encontraremos en su posesión un ejemplar de tu libro.

– Espero que no.

– Y otra más. Antes de que pillemos a ese tío, establecerá contacto directo contigo. Te llamará o te enviará un mensaje o conectará de alguna manera.

– ¿Por qué? ¿Por qué correr el riesgo?

– Porque una vez que está claro que está en campo abierto (que sabemos que existe) buscará tu atención. Siempre lo hacen. Siempre cometen ese error.

– No hagas apuestas, Rachel.

La idea de que yo estuviera alimentando o de algún modo hubiera alimentado la psicología retorcida de ese tipo no era algo en lo que quisiera pensar.

– Bueno, no te culpo -dijo Rachel, captando mi desasosiego.

– Y agradezco que hayas dicho «cuando cojamos a este tipo» en lugar de «si cogemos a este tipo».

Rachel asintió.

– Oh, no te preocupes, Jack. Vamos a pillarlo.

Me volví y miré por la ventana. Veía la alfombra de luces al dejar atrás el desierto y volver a la civilización. La civilización como la conocemos. Había millones de luces en el horizonte y sabía que todas ellas juntas no bastaban para iluminar la oscuridad del corazón de algunos hombres.

A terrizamos en el aeropuerto de Van Nuys y subimos al coche que Rachel había dejado allí antes. Llamó por teléfono para ver si había alguna novedad sobre Angela Cook y le dijeron que no había ninguna. Colgó y me miró.

– ¿Dónde está tu coche? ¿En LAX?

– No, cogí un taxi. Está en casa. En el garaje.

No pensaba que una frase tan simple sonara tan repugnante. «En el garaje.» Le di a Rachel la dirección y salimos del aparcamiento.

Era casi medianoche y se circulaba con fluidez por la autopista. Tomamos la 101 al pie del valle de San Fernando y luego bajamos por el paso de Cahuenga. Rachel salió por Sunset Boulevard, en Hollywood, y se dirigió al oeste.

Mi casa estaba en North Curson Avenue, una manzana al sur de Sunset. Era un bonito barrio lleno sobre todo de casitas para familias de clase media que desde hacía mucho habían huido del barrio por los precios. Yo tenía una casa estilo Craftsman de dos dormitorios, con garaje separado para un vehículo en la parte de atrás. El patio trasero era tan pequeño que hasta un chihuahua se habría sentido encerrado. Había comprado la casa doce años antes con el dinero de la venta de mi libro sobre el Poeta. Dividí por la mitad todos los cheques que recibí a cuenta del contrato con la viuda de mi hermano, para ayudarla a criar y educar a su hija. Hacía mucho que no recibía un cheque de derechos y todavía más desde la última vez que había visto a mi sobrina, pero tenía la casa y la educación de la niña como recompensa por ese tiempo de mi vida. Al divorciarnos, mi mujer no hizo ninguna reclamación por la casa, porque yo ya la poseía de antes, y ahora ya solo me quedaban tres años de pago de hipoteca antes de que fuera mía del todo.

Rachel entró por el sendero y condujo hasta la parte de atrás de la vivienda. Aparcó, pero dejó las luces del coche encendidas. Se reflejaron con intensidad en la puerta cerrada del garaje. Salimos y nos acercamos muy despacio, como artificieros que se mueven hacia un hombre con un chaleco lleno de dinamita.

– Nunca la cierro -le dije-. No guardo nada que valga la pena robar, salvo el coche en sí.

– ¿Al menos cierras el coche?

– No. La mayoría de las veces se me olvida.

– ¿Y esta vez?

– Creo que me olvidé.

Era una puerta de garaje de batiente vertical. Me agaché, la levanté y entramos. Se encendió una luz automática en el techo y nos quedamos mirando el maletero de mi BMW. Yo ya tenía la llave lista. Apreté el botón y oímos el sonido neumático de apertura del maletero.

Rachel dio un paso adelante sin titubear y levantó la tapa del maletero.

A excepción de una bolsa de ropa que tenía la intención de dejar en el Ejército de Salvación, el maletero estaba vacío.

Rachel había contenido el aliento. Oí que soltaba el aire lentamente.

– Sí -dije-. Estaba seguro de que…

Rachel cerró el maletero, enfadada.

– ¿Qué, te molesta que no esté ahí? -le pregunté.

– No, Jack, me molesta que me estén manipulando. Me ha hecho pensar de una manera determinada y ese ha sido mi error. No volverá a suceder. Vamos, registremos la casa para asegurarnos.

Rachel retrocedió para apagar las luces de su coche y entramos en la cocina por la puerta de atrás. La casa olía a humedad, pero siempre era así cuando estaba cerrada. No ayudaba que hubiera plátanos demasiado maduros en el bol de frutas de la encimera. Yo fui delante, encendiendo las luces a medida que avanzábamos. Aparentemente, la casa estaba talcual la había dejado: razonablemente limpia, pero con muchas pilas de periódicos en las mesas y en el suelo, junto al sofá de la sala.

– Bonita casa -dijo Rachel.

Miramos en la habitación de invitados, que usaba como despacho, y no encontré nada inusual. Mientras Rachel entraba en la habitación principal, yo rodeé el escritorio y puse en marcha mi ordenador de sobremesa. Tenía acceso a Internet, pero no podía entrar en mi cuenta de correo electrónico del Times . Mi contraseña fue rechazada. Furioso, apagué el ordenador y salí de la oficina para reunirme con Rachel en mi dormitorio. La cama había quedado sin hacer, porque no esperaba visitas. Olía a cerrado y fui a abrir una ventana mientras Rachel miraba en el armario.

– ¿Por qué no tienes esto en una pared en alguna parte, Jack? -preguntó.

Me volví. Había encontrado el anuncio a página completa de mi libro en el New York Times . Lo había enmarcado, pero llevaba dos años en el armario.

– Estaba en la oficina, pero después de diez años sin continuación, empezó a parecerme una burla. Así que lo puse allí.

Rachel asintió con la cabeza y entró en el cuarto de baño. Yo contuve la respiración, porque no sabía en qué condiciones sanitarias estaba. Oí que se corría la cortina de la ducha y, a continuación, Rachel volvió a retroceder hacia el dormitorio.

– Deberías limpiar la bañera, Jack. ¿Quiénes son todas las mujeres?

– ¿Qué?

Señaló la cómoda, donde había una fila de fotos enmarcadas en pequeños caballetes. Yo las fui señalando una por una.

– Sobrina, cuñada, madre, exesposa.

Rachel levantó las cejas.

– ¿Exesposa? Conseguiste olvidarme, pues.

Rachel sonrió y yo le devolví la sonrisa.

– No duró mucho. Era periodista. Cuando llegué al Times compartíamos los sucesos; una cosa llevó a la otra y nos casamos. Luego se fue apagando. Fue un error. Ahora trabaja en la oficina de Washington y seguimos siendo amigos.

Quería decir más, pero algo hizo que me contuviera. Rachel se volvió y se dirigió de nuevo al pasillo. La seguí hasta el salón. Nos quedamos allí, mirándonos el uno al otro.

– ¿Y ahora qué? -le pregunté.

– No estoy segura. Voy a tener que pensar en ello. Probablemente debería dejarte dormir un poco. ¿Estarás bien aquí?

– Claro, ¿por qué no? Además, tengo un arma.

– ¿Ah, sí? Jack, ¿qué haces con un arma?

– ¿Cómo es que la gente con armas de fuego siempre se pregunta por qué los ciudadanos las tienen? La compré después de lo del Poeta, ¿sabes?

Rachel asintió con la cabeza. Lo comprendió.

– Bueno, entonces, si te parece bien, te dejaré aquí con tu arma y te llamaré por la mañana. Tal vez alguno de nosotros tenga una nueva idea acerca de Angela para entonces.

Yo sabía que, además de lo de Angela, era uno de esos momentos. Podía ir a por lo que quería o dejar que se me escapara como pasó hacía tanto tiempo.

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