Michael Connelly - El Poeta

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La vida de Jack McEvoy, un periodista especializadoen crímenes atroces, sufre un vuelco cuando muere su hermano, un policía del Departamento de Homicidios. McEvoy decide seguir el rastro de diferentes policías que, como su hermano, presuntamente se suicidaron y dejaron una nota de despedida con una cita de Edgar Allan Poe. En realidad todo apunta a que murieron a manos de un asesino en serie capaz de burlar a los mejores investigadores.

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Al salir del hotel cogí un taxi y le dije al conductor que subiera la calefacción y que me llevase a Belmont y Western, pasando por el parque Lincoln. De camino quería detenerme en el lugar donde había sido hallado el pequeño Smathers. Había pasado un año desde el día en que se descubrió su cadáver. Tenía la impresión de que el lugar, si daba con él, tendría casi el mismo aspecto que aquel día.

Abrí la bolsa, puse en marcha el ordenador y busqué en él los recortes del Tribune que había cargado la noche anterior en la biblioteca del Rocky. Fui pasando noticias sobre el caso Smathers hasta encontrar el párrafo en que se describía el hallazgo del cadáver, hecho por un guía del zoo que atajaba por el parque cuando venía del apartamento de su novia. El chico fue hallado en un claro recubierto de nieve en el que se habían jugado los campeonatos de la Liga italoamericana de petanca el verano anterior. La noticia decía que aquel desmonte, entre las calles Clark y Wisconsin, era visible desde el establo rojo que formaba parte de la granja municipal, en el zoo.

No había mucho tráfico y llegamos al parque en diez minutos. Le dije al conductor que se desviase por Clark y que subiera por el lado en que se cruza con Wisconsin.

La nieve que cubría el campo era reciente y tan sólo la hallaban algunas pisadas. También se había acumulado sobre los bancos del sendero hasta alcanzar un espesor de unos ocho centímetros. Esa zona del parque parecía completamente desierta. Bajé del taxi y me dirigí al descampado sin muchas esperanzas, aunque concierta sensación de que iba a encontrar algo. No sabía exactamente qué. Quizás era sólo una sensación. A mitad de camino topé con unas pisadas en la nieve que cruzaban mi ruta de izquierda a derecha. Las crucé y encontré otras que se dirigían en sentido contrario: la fiesta había terminado y habían vuelto por el mismo camino. Chicos, pensé. Quizá yendo hacia el zoo. Si es que estaba abierto. Miré hacia el establo rojo y fue entonces cuando vi las flores al pie de un gigantesco roble, a unos veinte metros de allí.

Caminé hacía el árbol e instintivamente supe que se trataba de una ofrenda floral con motivo del aniversario. Cuando llegué al árbol vi que las flores -relucientes rosas rojas esparcidas como manchas de sangre sobre la nieve- eran artificiales, hechas con virutas de madera. En el hueco de la primera rama del tronco vi que alguien había apoyado una pequeña foto de estudio de un niño sonriente, con los codos sobre una mesa y las manos en las mejillas. Llevaba una chaqueta roja y camisa blanca, con una minúscula pajarita azul. Supuse que la familia había estado allí. Me preguntaba por qué no habrían colocado estos recuerdos y ofrendas sobre la tumba del chico.

Miré a mi alrededor. La laguna próxima al establo estaba helada y había una pareja patinando. Nadie más. Miré hacia la calle Clark y vi al taxi esperando. Al otro lado de la calle se alzaba una torre de ladrillo. El rótulo sobre el toldo de la fachada decía «Casa Hemingway». Era el lugar de donde venía el guía del zoo cuando encontró el cadáver del chico.

Volví a mirar la foto colocada en el hueco del árbol y, sin dudarlo un instante, me puse de puntillas para alcanzarla. La habían plastificado como un carnet de conducir para protegerla de la intemperie. En el dorso habían escrito el nombre del chico y nada más. Me la guardé en el bolsillo de la gabardina. Sabía que un día podía necesitarla para el reportaje.

El taxi me resultó cálido y acogedor, como una sala de estar con chimenea. Empecé a repasar los recortes del Tribune mientras nos dirigíamos hacia el Área Tres.

A grandes rasgos, el caso era tan horripilante como el asesinato de Theresa Lo ñon. El chico había sido secuestrado en el recinto cerrado del patio de recreo de una escuela primaria de la calle División. Había salido con otros dos a tirarse bolas de nieve. Cuando la maestra se percató de que no estaban en clase, salió a buscarlos. Pero Bobby Smathers ya había desaparecido. Los dos testigos de doce años fueron incapaces de contar a la policía lo que había ocurrido. Según ellos, Bobby Smathers sencillamente había desaparecido. Cuando alzaron la vista de la nieve ya no lo vieron. Creyeron que se había escondido con intención de atacarles por sorpresa, así que dejaron de buscar.

Bobby fue hallado al día siguiente en el terraplén cubierto de nieve junto al campo de petanca del parque Lincoln. Varias semanas de dedicación exclusiva a la investigación, dirigida por el detective John Brooks, no llevaron más allá de la explicación de los dos chicos de doce años: que Bobby Smathers, simplemente, había desaparecido de la escuela aquel día.

Mientras revisaba las noticias busqué las similitudes que tenía con el caso Lo ñon. Eran escasas. Ella era una mujer adulta blanca y él un niño negro. Parecía imposible hallar dos víctimas tan diferentes. Pero ambos habían desaparecido durante más de veinticuatro horas antes de ser hallados, y los cuerpos mutilados de las dos víctimas se habían encontrado en parques urbanos. Finalmente, ambos habían pasado sus últimas horas en centros infantiles: el chico en su escuela y la mujer en la guardería donde trabajaba. No veía qué podían significar esas coincidencias, pero era todo lo que tenía.

El cuartel general del Área Tres era una fortaleza de ladrillos anaranjados, un edificio irregular de dos pisos que albergaba también el juzgado del Distrito Municipal número 1 del Condado de Cook. Una incesante marea de ciudadanos entraba y salía por las puertas de cristales ahumados. Crucé la puerta hacia un vestíbulo cuyo suelo estaba húmedo por la nieve derretida. Enfrente había un mostrador también de ladrillo. Uno podía entrar en coche por las puertas de cristal y aún así no llegaría hasta los polis que estaban tras el mostrador. Los ciudadanos que esperaban ante él eran otra historia.

Vi unas escaleras a mi derecha. Recordé que iban a parar al despacho de detectives y estuve tentado de saltarme el procedimiento normal y subirlas. Pero decidí no hacerla. Los policías se enfadan si te saltas las normas aunque sean las de urbanidad. Me acerqué a uno de los polis que había tras el mostrador. Miró la bolsa del ordenador que yo llevaba colgada al hombro.

– Nos dejará eso aquí, ¿no?

– No, no es más que un ordenador -le dije-. Quiero hablar con el detective Lawrence Washington.

– ¿Yusted es…?

– Me llamo Jack McEvoy No me conoce.

– ¿Tiene usted cita con él?

– No. Es sobre el caso Smathers. Dígale eso. El policía alzó las cejas un par de centímetros.

– ¿Sabe qué? Abra la bolsa y déjeme ver el ordenador mientras lo llamo.

Hice lo que me había pedido y abrí el ordenador del modo en que te piden que lo hagas en los aeropuertos. Lo encendí, lo apagué y lo volví a guardar. El poli lo miró con el teléfono pegado a la oreja, mientras hablaba con alguien que supuse sería una secretaria. Me imaginé que con la mención del nombre de Smathers conseguiría, al menos, superar los primeros obstáculos.

– Hay aquí un ciudadano que quiere hablar con Larry el Piernas sobre lo del chico. Se quedó escuchando unos instantes y después colgó.

– Segundo piso. Por la escalera, a su izquierda, al fondo del pasillo, última puerta. Pone Homicidios. Es el tipo negro.

– Gracias.

Mientras subía la escalera pensé en la familiaridad con que el poli se había referido a Smathers como «el chico», y en que la persona que le escuchaba le había entendido enseguida. Eso me decía muchas cosas sobre el caso, más que lo que había leído en los periódicos. Los polis hacen todo lo posible por despersonalizar sus casos. En ese sentido son como los asesinos en serie. Si la víctima no es una persona que ha estado viva, que ha respirado y ha sufrido, no te puede agobiar. Pero llamar «el chico» a la víctima era todo lo contrario a esa práctica. Me dio a entender que al cabo de un año el caso aún era algo importante en el Área Tres.

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