Michael Connelly - El Poeta

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La vida de Jack McEvoy, un periodista especializadoen crímenes atroces, sufre un vuelco cuando muere su hermano, un policía del Departamento de Homicidios. McEvoy decide seguir el rastro de diferentes policías que, como su hermano, presuntamente se suicidaron y dejaron una nota de despedida con una cita de Edgar Allan Poe. En realidad todo apunta a que murieron a manos de un asesino en serie capaz de burlar a los mejores investigadores.

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Extendí el brazo y accioné la manija de la puerta. La empujé y se abrió. Salí y me quedé mirando a Wexler. La nieve empezaba a cuajar sobre su cabello y sus hombros.

– Y la calefacción está apagada. No pudo empañar los vidrios. Creo que había alguien en el coche con Sean. Estuvieron hablando. Entonces, quienquiera que fuera, el muy bastardo, lo mató.

Wexler me miró como si hubiera visto un fantasma. Todas las piezas iban encajando en su mente. Ahora era algo más que una simple teoría y él lo sabía. Parecía a punto de ponerse a gritar.

– Maldición-dijo.

– Ya ves, se nos había escapado a todos.

– No, no es lo mismo. Un poli nunca abandona a su compañero de esta manera. ¿Para qué servimos si no podemos cuidar de nosotros mismos? Un jodido periodista…

Dejó la frase sin terminar, pero yo sabía lo que sentía. Se sentía como si de algún modo hubiera traicionado a Sean. Lo sabía porque era lo mismo que yo sentía.

– Y eso no es todo -le dije-. Aún tenemos que preparamos para lo peor.

Él aún parecía abatido. Yo no era quién para consolarlo. Eso tenía que venirle de dentro.

– Todo lo que hemos perdido es un poco de tiempo, Wex -le dije de todos modos-. Volvamos adentro. Aquí está haciendo frío.

La casa de mi hermano estaba a oscuras cuando llegué allí para contárselo a Riley Esperé antes de llamar a la puerta, sorprendido por lo absurdo que era creer que las noticias que le traía pudieran llegar a animarla. Buenas noticias, Riley: Sean no se suicidó, como todos creíamos, sino que fue asesinado por algún chiflado que probablemente había matado antes y volverá a hacerla.

Llamé de todos modos. No era tarde. Me la imaginé sentada en la oscuridad, o quizás en una de las habitaciones interiores cuya luz no se veía en la fachada. Se encendió la luz del portal y ella abrió antes de que yo tuviera que llamar por segunda vez.

– Jack.

– Riley. Me preguntaba si podría entrar y hablar contigo.

Ella aún no lo sabía. Yo había hecho un trato con Wexler. Se lo diría personalmente. A él no le importó. Estaba demasiado ocupado con la reapertura de la investigación, elaborando listas de posibles sospechosos, haciendo que el coche de Sean fuese inspeccionado en busca de huellas y otras pruebas. No le había dicho nada de lo de Chicago. Me lo guardaba para mí sin saber de cierto el porqué. ¿Sería por el reportaje? ¿Quería la historia para mí solo? Ésa era la respuesta más sencilla y yo la utilizaba para mitigar mi inquietud por no habérselo contado todo. Pero en lo más profundo de mi pensamiento creía que había algo más. Algo que quizá no quería sacar a la luz.

– Pasa -dijo Riley-. ¿Ocurre algo malo?

– En realidad, no.

Entré tras ella y me condujo a la cocina, donde encendió la lámpara que estaba sobre la mesa. Llevaba téjanos,

calcetines de lana gruesa y un chándal de los Búfalos de Colorado.

– Es sólo que hay algo nuevo sobre Sean y quería contártelo. Ya sabes, en vez de hacerla por teléfono.

Nos sentamos a la mesa. No le habían desaparecido las ojeras y no se había maquillado para disimularlas. Sentí caer sobre mí su tristeza y aparté la mirada de sus ojos. Creí que me había librado, pero eso era imposible en aquel momento y allí. Su dolor invadía todos los rincones de la casa y era contagioso.

– ¿Estabas durmiendo?

– No, estaba leyendo. ¿Qué pasa, Jack?

Se lo conté. Pero, al contrario que a Wexler, se lo dije todo. Lo de Chicago, lo de los poemas, lo que pretendía hacer ahora. Asentía de vez en cuando durante el relato, pero no hizo ninguna otra demostración. Ni lágrimas ni preguntas. Todo eso llegaría cuando yo hubiera terminado.

– Pues ésta es la historia -le dije-. Ya te la he contado. Ahora me iré a Chicago tan pronto como pueda. Ella habló después de un largo silencio.

– Es curioso, me siento culpable.

Las lágrimas le asomaron a los ojos, pero no llegaron a brotar. Probablemente ya no le quedaban bastantes.

– ¿Culpable? ¿De qué?

– Por todo este tiempo. Estaba tan enfadada con él… Ya sabes, por lo que había hecho. Como si me lo hubiera hecho a mí y no a sí mismo. Había empezado a odiarle, a odiar su recuerdo. Y ahora, tú… ahora esto.

– Nos ha pasado a todos. Era la única forma de seguir viviendo con ello.

– ¿Se lo has contado a Millie y a Tom?

Eran mis padres. A ella nunca le resultaba cómodo referirse a ellos de otro modo.

– Todavía no pero lo haré.

– ¿Por qué no le has contado a Wexler lo de Chicago?

– No lo sé. Supongo que quiero sacarles ventaja. Lo sabrán todo mañana.

– Jack, si lo que dices es cierto, deberían saberlo todo. No quiero que quien lo haya hecho se escape sólo porque tú persigues un reportaje.

– Mira, Riley -le dije tratando de calmarla-, quienquiera que lo hiciera ya había desaparecido cuando yo me puse tras él. Lo único que quiero es llegar a Chicago antes que él. Sólo un día.

Permanecimos un momento en silencio antes de que yo prosiguiera.

– Y no te equivoques. Quiero el reportaje, es cierto. Pero esto es algo más que un reportaje. Se trata de Sean y de mí. Asintió y dejé que el silencio flotara entre nosotros. No sabía cómo explicarle mis razones. Me ganaba la vida

juntando palabras para formar un texto coherente e interesante, pero no tenía palabras para esto. Todavía no. Sabía que ella necesitaba que le dijera algo más y traté de darle lo que necesitaba; una explicación que yo mismo aún no podía entender del todo.

– Recuerdo que cuando nos graduamos en el instituto ambos sabíamos muy bien lo que queríamos hacer. Yo iba a escribir libros y me haría famoso o rico o ambas cosas. Sean iba a ser inspector jefe del Departamento de Policía de Denver y resolvería todos los misterios de la ciudad… Ninguno de los dos lo consiguió del todo. Aunque Sean estuvo muy cerca.

Trató de sonreír con mis recuerdos, pero el resto de su cara no la acompañaba, así que lo dejó.

– De todos modos -seguí-, a finales de aquel verano me marché a París para escribir la gran novela americana. Y él estaba esperando el momento de entrar en filas. Cuando nos despedimos hicimos un trato. Era muy sensiblero. El trato era que cuando yo fuese rico le compraría un Porsche preparado para la nieve. Como el que llevaba Redford en El descenso de la muerte. Eso es. Era todo lo que deseaba. Él incluso llegó a elegir el modelo. Pero yo tenía que pagarlo. Le dije que para mí no era un buen trato, porque él no tenía nada que ofrecer. Entonces me contestó que sí lo tenía. Dijo que si a mí me ocurría algo…, ya sabes, si me mataban, me herían, me robaban o algo así, él encontraría al culpable. Estaba seguro de que nadie se le escaparía. Y, oye, yo hasta me lo creí. Estaba convencido de que lo haría. Y eso hacía que me sintiera bien.

La historia no parecía tener demasiado sentido tal como se la había contado. Yo no estaba del todo seguro de qué era lo importante.

– Pero esa promesa la hizo él, no tú -dijo Riley.

– Sí, ya lo sé -me quedé callado unos instantes mientras ella me miraba-. Es sólo que… No sé, sólo que no puedo quedarme sentado a esperar. Tengo que salir. Tengo que…

No tenía palabras para explicárselo.

– ¿Hacer algo?

– Supongo. No lo sé. En realidad, no puedo hablar de ello, Riley. Simplemente tengo que hacerlo. Me voy a Chicago.

10

Gladden y otros cinco hombres fueron introducidos en una cabina acristalada en una esquina de la enorme sala de vistas. Una ranura de unos treinta centímetros abierta a lo largo del vidrio y a la altura de las caras permitía que los detenidos escucharan las acusaciones del proceso y contestaran a las preguntas de sus abogados o del juez.

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