Michael Connelly - El Poeta

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La vida de Jack McEvoy, un periodista especializadoen crímenes atroces, sufre un vuelco cuando muere su hermano, un policía del Departamento de Homicidios. McEvoy decide seguir el rastro de diferentes policías que, como su hermano, presuntamente se suicidaron y dejaron una nota de despedida con una cita de Edgar Allan Poe. En realidad todo apunta a que murieron a manos de un asesino en serie capaz de burlar a los mejores investigadores.

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– Sí, señor Krasner, ya lo ha dicho antes. ¿Qué tipo de fianza espera usted?

– Bien, señor, un cuarto de millón de dólares por la acusación de tirar un cubo de basura al mar es absolutamente incomprensible. Creo que una modesta fianza de cinco a diez mil dólares estaría más de acuerdo con los cargos. Los fondos de mi cliente son limitados. Si los utiliza todos para pagar la fianza, no le quedará dinero para vivir o para pagar al abogado.

– Olvida usted los cargos de evasión y vandalismo.

– Señoría, como ya he dicho, huyó de ellos, pero no tenía ni idea de que fuesen oficiales de policía. Él creía…

– Se lo repito, señor Krasner, guarde sus argumentos para la próxima ocasión.

– Lo siento, pero considere su señoría los cargos. Está claro que éste va a ser un caso de faltas y la fianza debería fijarse en consonancia.

– ¿Algo más?

– Conforme.

– Señorita Feinstock.

– Sí, señoría. De nuevo el pueblo insta al tribunal a que considere una desviación sobre la fianza habitual. Las dos acusaciones principales contra el señor Brisbane son delitos y seguirán siéndolo. A pesar de las seguridades ofrecidas por el señor Krasner, el pueblo aún no está convencido de que el acusado no tenga intención de huir, ni siquiera de que su nombre sea el de Harold Brisbane. Mis detectives me han informado de que el acusado lleva el pelo teñido y de que se lo tiñó en el momento de hacerse la foto para ese carnet de conducir. Esto es coherente con un intento de ocultar su identidad. Esperamos que nos dejen el ordenador de identificación de huellas digitales del Departamento de Policía de Los Angeles para comprobar si…

– Señoría -interrumpió Krasner-, me veo obligado a protestar sobre la base de que…

– Señor Krasner -rogó el juez-, usted ya tuvo su turno.

– Además -prosiguió Feinstock-, la detención del señor Brisbane fue resultado de otras actividades sospechosas en las que estaba implicado. Por ejemplo…

– ¡Protesto!

– … la de fotografiar a niños pequeños, algunos de ellos desnudos, sin que lo supieran y sin el conocimiento o el consentimiento de sus padres. El incidente por el cual…

– ¡Señoría!

– … surgieron los cargos ya citados tuvo lugar cuando el señor Brisbane trató de evitar que los agentes investigasen una denuncia contra él.

– Señoría -dijo Krasner en voz muy alta-. No existen cargos pendientes contra mi cliente. Todo lo que está tratando de hacer la fiscal del distrito es perjudicar a este hombre ante el tribunal. Esto es algo sumamente deshonesto y falto de ética. Si el señor Brisbane ha hecho esas cosas, ¿dónde están las acusaciones?

El silencio se adueñó de la sombría sala de vistas. El arranque de Krasner había servido incluso para que los otros abogados susurrasen a sus clientes que mantuvieran silencio.

La mirada del juez se deslizó muy lentamente desde Feinstock hasta Krasner y Gladden, para fijarse de nuevo en la fiscal.

Y prosiguió:

– Señorita Feinstock, ¿existen otros cargos contra este hombre que la fiscalía esté considerando en este momento? Y quiero decir exactamente en este momento.

Feinstock dudó un instante y dijo de mala gana:

– No se ha formulado ningún otro cargo, aunque la policía, como ya he dicho, continúa, su investigación sobre la verdadera identidad y las actividades del acusado.

El juez bajó la mirada a los papeles que tenía delante y empezó a escribir. Krasner abrió la boca con intención de añadir algo, pero renunció a hacerlo. La actitud del juez dejaba claro que ya había tomado una decisión.

– El cuadro de fianzas fija para este caso la cantidad de diez mil dólares -dijo el juez Nyberg-. Voy a marcar cierta diferencia para fijar la fianza en cincuenta mil dólares. Señor Krasner, tendré mucho gusto en reconsiderarla más adelante, cuando su cliente haya satisfecho las preocupaciones de la fiscalía sobre su identidad, domicilio, etcétera.

– Sí, señoría. Gracias.

El juez llamó al caso siguiente. Feinstock cerró la carpeta que tenía delante, la puso en el montón que tenía a su derecha, cogió otra de la pila de su izquierda y la abrió. Krasner se volvió hacia Gladden luciendo una leve sonrisa.

– Lo siento, pensé que la fijaría en veinticinco. Lo mejor de todo es que ella probablemente está satisfecha. Puede que pidiera un cuarto de millón esperando obtener diez centavos o un cuarto de dólar. Ha conseguido el cuarto de dólar.

– Deje eso. Dígame sólo cuándo saldré de aquí.

– No se preocupe. Lo sacaré dentro de una hora.

11

La orilla del lago Michigan estaba helada y el hielo aparecía cuarteado y traicionero, aunque hermoso, después de una tormenta. Los pisos más altos de la torre Sears habían desaparecido, devorados por el velo blanquecino que flotaba sobre la ciudad. Observé todo esto mientras llegaba por la autopista Stevenson. Eran las últimas horas de la mañana y supuse que volvería a nevar antes de que acabase el día. Pensaba que hacía frío en Denver hasta que aterricé en Midway

Habían pasado tres años desde la última vez que estuve en Chicago. Y, a pesar del frío, había echado de menos aquella ciudad. A mediados de los ochenta estuve en la escuela universitaria de Medill y allí aprendí a apreciar de verdad la ciudad. Después acaricié la posibilidad de quedarme trabajando en uno de los periódicos locales, pero, tanto en el Tribune como en el Sun-Times, me despacharon con la recomendación de que saliese por ahí a acumular experiencia y volviese después con los recortes de lo que había escrito. Fue una amarga decepción. No tanto por el rechazo como por el hecho de tener que dejar la ciudad. Por supuesto, podía haberme quedado en el Servicio Local de Noticias, donde había trabajado mientras estudiaba, pero no era ése el tipo de experiencia que buscaban aquellos diarios y a mí no me seducía la idea de trabajar en un servicio telegráfico en el que te pagaban como si fueras un estudiante más necesitado de juntar recortes que de dinero. Así que volví a casa y conseguí el puesto en el Rocky. Habían pasado muchos años. Al principio volvía a Chicago al menos dos veces al año para ver a los amigos y visitar algunos de mis bares favoritos, pero con los años fui espaciando mis visitas. Habían pasado tres desde la última. Mi amigo Larry Bernard acababa de aterrizar en el Tribune después de haber andado por ahí acumulando la misma experiencia que me habían exigido a mí. Fui a verle y no había vuelto desde entonces. Supongo que yo también había reunido los recortes suficientes para aspirar a un puesto en el Tribune, pero no había encontrado el momento de enviarlos a Chicago.

El taxi me llevó hasta el Hyatt siguiendo el río desde el Tribune. No podía registrarme en el hotel hasta las tres, de modo que le dejé mi maleta al botones y me dirigí a los teléfonos públicos. Después de trastear con la guía telefónica, llamé al Área Tres de Crímenes Violentos del Departamento de Policía de Chicago y pregunté por el detective Lawrence Washington. Cuando se puso al teléfono, colgué. Sólo quería localizarlo, asegurarme de que estaba allí. Mi experiencia como reportero me había enseñado que nunca hay que fijar citas con los polis. Si lo haces, todo lo que consigues es proporcionarles el lugar y la hora exactos para que no acudan. A muchos no les gusta hablar con periodistas, y a la mayoría ni siquiera les gusta que les vean en su compañía. Y hay que ser prudente con los pocos que hablan contigo. Hay que entrar de puntillas. Es como un juego.

Miré el reloj después de colgar. Casi mediodía. Me quedaban veinte horas. Mi vuelo a Dulles salía a las ocho de la mañana siguiente.

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