Michael Connelly - El Poeta

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La vida de Jack McEvoy, un periodista especializadoen crímenes atroces, sufre un vuelco cuando muere su hermano, un policía del Departamento de Homicidios. McEvoy decide seguir el rastro de diferentes policías que, como su hermano, presuntamente se suicidaron y dejaron una nota de despedida con una cita de Edgar Allan Poe. En realidad todo apunta a que murieron a manos de un asesino en serie capaz de burlar a los mejores investigadores.

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– No, ya lo conseguiré si lo necesito.

– ¿Quiere hacerme alguna pregunta?

– No. De momento, no. No hacía más que mirarme.

– Y ahora ¿qué?

– Voy a comprobado. ¿Dónde va a estar usted?

– En el Hyatt, río abajo.

– Vale, ya le llamaré.

– Detective Washington, eso no es suficiente.

– ¿Qué quiere decir?

– Quiero decir que he venido aquí a traer información, pero no sólo para dársela y volverme a mi hotel. Quiero que hablemos de Brooks.

– Mira, chico, nada de eso. Tú vienes aquí, me cuentas la historia y no hay…

– Oiga, no se haga el paternalista llamándome chico como si fuera un paleto. Le he dado una cosa y quiero algo a cambio. Para eso he venido.

– De momento no tengo nada que darle, Jack.

– Eso es una chorrada. Puede usted seguir sentado ahí y mintiendo, Larry el Piernas, pero yo sé que usted tiene algo. Y lo necesito.

– ¿Para qué? ¿Para hacer un gran reportaje que atraiga a otros chacales como usted? Esta vez fui yo el que me incliné sobre la mesa.

– Ya se lo he dicho, no se trata de un reportaje.

Me eché hacia atrás y nos quedamos mirándonos. Quería fumar, pero no tenía cigarrillos y no quería pedirle uno. El silencio se rompió cuando uno de los detectives que había visto en la sala de homicidios abrió la puerta y nos miró.

– ¿Todo en orden? -preguntó.

– Largo de aquí, Rezzo -dijo Washington. Y cuando se cerró la puerta comentó-: Pelmazo entrometido… Sabes lo que están pensando, ¿no? Creen que has venido a entregarte por lo del chico. Ahora hace un año, ya sabes. Pasan cosas raras. Y espérate a que oigan la historia.

Me acordé de la foto del chico que llevaba en el bolsillo.

– He pasado por allí cuando venía -le dije-. Hay flores.

– Siempre las hay -contestó Washington-. La familia va por allí con frecuencia.

Asentí y por primera vez me sentí culpable por haber cogido la foto. No dije nada. Sólo esperaba a que Washington hablase. Parecía aliviado. Su expresión era más amable y relajada.

– Mira, Jack, vaya hacer algunas comprobaciones y a pensar algunas cosas. Si digo que te voy a llamar es que te voy a llamar. Vete al hotel, a darte un masaje o lo que quieras. En cualquier caso, te llamo antes de un par de horas.

Asentí de mala gana y él se levantó. Adelantó el brazo derecho por encima de la mesa, con la mano abierta, y se la estreché.

– Buen trabajo. Para un periodista, quiero decir.

Cogí el ordenador y salí. La sala de la brigada estaba más llena de gente en aquel momento y muchos me miraron cuando salía. Supongo que había pasado allí dentro el tiempo suficiente para que se dieran cuenta de que no era un chiflado. Fuera hacía más frío y estaba empezando a nevar de verdad. Tardé un cuarto de hora en encontrar un taxi libre. En el camino de vuelta le pedí al taxista que se desviase hacia el cruce de Wisconsin con Clark, donde me apeé y corrí por la nieve hasta el árbol. Volví a poner la foto de Bobby Smathers en el sitio en que la había encontrado.

12

Larry el Piernas me tuvo todo el resto de la tarde en vilo. A las cinco intenté llamarle, pero no pude localizarlo en el Área Tres u Once-Veintiuno, como llamaban al cuartel general del Departamento. La secretaria del despacho de homicidios se negó a revelarme su paradero o a buscarlo. A las seis ya me había resignado a admitir que me había engañado, cuando oí que llamaban a la puerta. Era él.

– Eh, Jack -me dijo antes de entrar-. Vamos a dar una vuelta.

Washington había aparcado el coche en el vado reservado a la entrada del hotel. En el salpicadero había puesto un distintivo policial para que no le multaran. Entramos en el coche y arrancó. Cruzó el río y se dirigió al norte por la avenida Michigan. La nieve no dejaba de caer y se amontonaba a ambos lados de la calle. Muchos de los coches estacionados tenían una capa de varios centímetros en las superficies horizontales. Dentro del coche de Washington podía verse mi aliento, aunque la calefacción estaba al máximo.

– Creías que nevaba mucho en tu ciudad, ¿eh, Jack? -Sí.

Sólo me estaba dando conversación. Yo estaba ansioso por saber lo que tenía que decirme, pero pensé que sería mejor esperar, acomodarme a su ritmo. Siempre podía volver a mi papel de periodista y hacerle preguntas, pero más tarde.

Giró al oeste por División y se alejó del lago. Pronto desaparecieron los destellos de los barrios de Gold Coast y Miracle Mile y empezaron a aparecer edificios algo más sórdidos y en mal estado. Pensé que quizá nos dirigíamos hacia la escuela de donde había desaparecido Bobby Smathers, aunque Washington no me lo dijo. Ya era noche cerrada. Pasamos bajo la El y enseguida avistamos una escuela. Washington la señaló con el dedo.

– De ahí salió el chico. Hay un patio. Así desapareció -chasqueó los dedos-. Ayer lo puse todo el día bajo vigilancia. Era el aniversario, ya sabes. Sólo por si pasaba algo o el tipo, el autor, volvía al lugar del crimen.

– ¿Y nada?

Washington negó con la cabeza y se sumió en un denso silencio.

Pero no nos detuvimos. Si lo que Washington quería era enseñarme la escuela, había sido sólo un vistazo. Seguimos hacia el oeste y finalmente llegamos a una serie de torres de ladrillo que parecían algo destartaladas. Ya sabía lo que era. Proyectos. Unos monolitos débilmente iluminados que destacaban sobre el cielo azul oscuro. Seguramente habían adquirido la apariencia de la gente que los habitaba. Eran fríos y desesperanzadores, los desposeídos de las afueras de la ciudad.

– ¿Qué estamos haciendo? -pregunté.

– ¿Sabes qué lugar es éste?

– Sí. Vine a estudiar aquí… quiero decir a Chicago. Todo el mundo conocía Cabrini-Green. ¿Qué tiene de particular?

– Yo me crié aquí. Con John Brooks el Lanzado.

Enseguida se me ocurrió pensar en las pocas probabilidades que había tenido: primero, de sobrevivir en un sitio como aquél; después, de sobrevivir en general; y más tarde, de hacerse policía.

– No son más que guetos verticales. John y yo solíamos comentar que sus ascensores eran los únicos que servían para subir al infierno.

Me limité a asentir. Aquello me resultaba muy lejano.

– Y eso sólo cuándo los ascensores funcionaban -añadió.

Caí en la cuenta de que nunca me había parado a pensar que Brooks podía ser negro. No había ninguna foto en el expediente informático ni motivo alguno para que las noticias mencionasen su color. Simplemente había supuesto que sería blanco, y esa presunción tendría que analizarla más tarde. De momento, intentaba imaginarme lo que Washington trataba de decirme al llevarme allí.

Washington entró en el aparcamiento que había junto a uno de los edificios. Había un par de contenedores de basura con pintadas de varias décadas y un tablero de baloncesto oxidado, pero el aro había desaparecido. Aparcó el coche, pero dejó el motor en marcha. No sabía si era para que la calefacción siguiera encendida o para permitirnos una rápida fuga si era necesario. Del edificio que teníamos más cerca salió un grupo de adolescentes con abrigos, con las caras tan negras como el cielo, que cruzaron el patio helado y se escabulleron en otro de los edificios.

– En este momento debes de estar preguntándote qué demonios haces aquí -me dijo Washington entonces-. De acuerdo, lo comprendo. Un muchacho blanco como tú…

De nuevo guardé silencio. Le estaba dejando que llegara hasta el final.

– Fíjate en ése, el tercero a la derecha. Era nuestro edificio. Yo vivía con mi tía abuela en el número catorce y John con su madre en el doce, justo debajo. El trece no existía… bastante mala suerte era ya el hecho de vivir aquí. No teníamos padres. O, por lo menos, no los conocíamos.

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