Michael Connelly - El Poeta

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La vida de Jack McEvoy, un periodista especializadoen crímenes atroces, sufre un vuelco cuando muere su hermano, un policía del Departamento de Homicidios. McEvoy decide seguir el rastro de diferentes policías que, como su hermano, presuntamente se suicidaron y dejaron una nota de despedida con una cita de Edgar Allan Poe. En realidad todo apunta a que murieron a manos de un asesino en serie capaz de burlar a los mejores investigadores.

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Conducid con precaución, queridos amigos. 165

Volvió a leerlo y le conmovió. Hizo mella en lo más profundo de su corazón.

Retornó al menú principal y conectó con el «Cuadro de trueques» para ver si había clientes nuevos. No los había. Tecleó la G de Goodbye para despedirse. Después apagó el ordenador y lo cerró.

Gladden se lamentó de que los polis se hubieran quedado con su cámara. No podía arriesgarse a reclamarla y apenas se podía permitir el lujo de comprar otra con el dinero que le quedaba. Pero sabía que sin cámara no podría cumplir con los pedidos y no habría más dinero. La ira que crecía en su interior le hacía sentir como si tuviera cuchillas en la sangre, cortándolo por dentro. Decidió sacar más dinero de Florida para comprarse otra cámara.

Se acercó a la ventana y miró los coches que circulaban lentamente por Sunset. Aquello era un interminable aparcamiento móvil. «Todo ese hierro humeante», pensó. Toda aquella carne. ¿Adonde se dirigía? Se preguntaba cuántos de los de aquellos coches serían como él. ¿Cuántos tendrían sus impulsos y cuántos sentirían las cuchillas? ¿Cuántos tendrían el valor de seguir? De nuevo la ira inundó sus pensamientos. Ahora se trataba de algo palpable en su interior, una flor negra que abría los pétalos en su garganta, ahogándolo.

Cogió el teléfono y marcó el número que le había dado Krasner. Al cabo de cuatro timbrazos se puso al habla Sweetzer.

– ¿Muy ocupado, Sweetzer?

– ¿Quién es?

– Soy yo. ¿Cómo están los chicos?

– ¿Qué…? ¿Quién es?

Su instinto le pedía a Gladden que colgara en aquel momento. No quería tratos con los de su especie. Pero era tan curioso…

– Tienen ustedes mi cámara -le dijo. Hubo un instante de silencio.

– Señor Brisbane, ¿cómo está?

– Bien, detective, gracias.

– Sí, tenemos su cámara y tiene derecho a recuperarla puesto que la necesita para ganarse la vida. ¿Quiere usted que quedemos para que pase a recogerla?

Gladden cerró los ojos y estrujó el auricular hasta que pensó que lo rompería. Lo sabían. Si no lo supieran, le habrían dicho que se olvidase de la cámara. Pero sabían algo. Y querían atraerlo allí. La cuestión era cuánto sabían. Gladden hubiera querido gritar, pero pudo más la opción de actuar con frialdad ante Sweetzer. «No des un paso en falso», se dijo.

– Tengo que pensarlo.

– Bueno, parece una bonita cámara. No estoy seguro de cómo funciona, pero no me importaría quedármela. Aquí está, a su disposición…

– Jó déte, Sweetzer.

La ira le había superado.

Lo había mascullado entre dientes.

– Mire, Brisbane, yo cumplía con mi deber. Si tiene problemas con esto venga a verme y algo haremos. Si quiere su jodida cámara, tendrá que venir a por ella. Pero no voy a aguantarle…

– ¿Usted tiene hijos, Sweetzer?

La línea permaneció en silencio durante un rato, aunque Gladden sabía que el detective seguía allí.

– ¿Qué ha dicho? -Ya me ha oído.

– ¿Está amenazando a mi familia, grandísimo hijo de puta?

Entonces fue Gladden el que guardó silencio un instante. Después surgió de lo más hondo de su garganta un sonido grave que fue subiendo de tono hasta convertirse en una risa de maníaco. Siguió riendo descontroladamente hasta que no pudo oír otra cosa ni pensar. Entonces, de repente, colgó bruscamente el auricular y atajó la carcajada en seco, como si se hubiera cortado el cuello.

Una mueca repugnante deformó su rostro y gritó hacia la vacía habitación a través de sus dientes apretados.

– Jó déte!

Gladden abrió de nuevo el portátil y accedió al directorio de fotos. La pantalla era una obra de arte para ser un portátil, aunque el chip de gráficos no se aproximaba al nivel de calidad que habría obtenido en un ordenador personal de sobremesa. Aún así, las imágenes eran lo bastante nítidas y estaban a su alcance. Repasó el archivo foto por foto. Era una macabra colección de vivos y muertos. De algún modo halló alivio en las fotos, una sensación de que seguía controlando su vida.

Aún así, le acongojaba lo que acababa de ver y lo que había hecho. Aquellos pequeños sacrificios. Los ofrendó para obtener un bálsamo para sus heridas. Sabía lo egoísta que era, lo grotescamente retorcido. Y el hecho de convertir esos sacrificios en dinero le desazonaba, siempre hacía que se detestase, que sintiese repugnancia de sí mismo. Sweetzer y los demás tenían razón. Merecía que lo acosaran.

Echó la cabeza hacia atrás para mirar las aguas que hacía el techo. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Los cerró y trató de dormir, de olvidar. Pero su amigo del alma estaba allí, en la oscuridad bajo sus párpados. Estaba allí como siempre. Con la cara tiesa y una horrible cuchillada en vez de labios.

Gladden abrió los ojos y miró hacia la puerta. Alguien había llamado. Se sentó de un salto al oír el ruido metálico de una llave que se introducía en la cerradura exterior. Reparó en su error. Sweetzer había localizado la llamada. ¡Sabían que llamaría!

Se abrió la puerta de la habitación. Una mujer menuda, negra y con uniforme blanco apareció en el umbral con dos toallas dobladas sobre el brazo.

– Servicio de limpieza -dijo-. Siento venir tan tarde, pero hoy ha sido un día muy liado. Mañana haré su habitación la primera.

Gladden suspiró y recordó que había olvidado colgar el letrero de «No molesten» en el picaporte exterior.

– Está bien -dijo levantándose rápidamente para impedir que entrase en la habitación-. Déme sólo las toallas, de todos modos.

Al coger las toallas vio que la chica llevaba bordado en el uniforme el nombre de Evangeline. Tenía una cara agradable y enseguida sintió pena de verla hacer aquel trabajo, limpiando lo que otros ensuciaban.

– Gracias, Evangeline.

Advirtió que los ojos de ella pasaban de él al interior de la habitación y se detenían en la cama. Estaba sin deshacer. La noche anterior no había quitado la colcha. Entonces ella volvió a mirarle y asintió con lo que quiso ser una sonrisa.

– ¿No necesita nada más? -No, Evangeline.

– Que tenga un buen día.

Gladden cerró la puerta y se volvió. Allí, sobre la cama, estaba el ordenador portátil abierto. En la pantalla había una de las fotografías. Se acercó a la cama y la estudió sin mover el ordenador. Entonces volvió a la puerta, la abrió y se colocó bajo el umbral, donde había estado ella. Miró hacia el ordenador. Se veía perfectamente. El chico en el suelo y algo que no podía ser otra cosa que sangre sobre el lienzo perfectamente blanco de la nieve.

Corrió hacia el ordenador y pulsó el botón de borrado de emergencia que él mismo había programado. La puerta seguía abierta. Gladden trató de concentrarse. «Dios mío -pensó-, qué gran error.»

Fue hasta la puerta y salió. Evangeline estaba al fondo del pasillo, de pie junto al carretón de la limpieza. Se volvió para mirarlo, sin que su cara denotase nada especial. Pero Gladden sabía que tenía que asegurarse. No podía arriesgarlo todo a la simple lectura de la cara de la mujer.

– Evangeline -le dijo-. He cambiado de idea. Es probable que la habitación necesite un repaso. De todos modos, me hace falta papel higiénico y jabón.

Ella dejó la carpeta en la que estaba escribiendo y se agachó para sacar del carro el papel higiénico y el jabón. Mientras la miraba, Gladden se metió las manos en los bolsillos. Observó que la muchacha mascaba chicle ruidosamente. Era una conducta insultante ante cualquiera. Como si él fuera invisible. Como si no fuera nadie.

Cuando Evangeline se acercó con las cosas que había cogido del carro, él no hizo el menor gesto para sacarse las manos de los bolsillos. Dio un paso atrás para cederle el paso. Cuando ella hubo entrado, Gladden se acercó al carro y miró la carpeta que la chica había dejado encima. Detrás del número 112 había puesto: «Sólo toallas.»

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