Michael Connelly - El Poeta

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La vida de Jack McEvoy, un periodista especializadoen crímenes atroces, sufre un vuelco cuando muere su hermano, un policía del Departamento de Homicidios. McEvoy decide seguir el rastro de diferentes policías que, como su hermano, presuntamente se suicidaron y dejaron una nota de despedida con una cita de Edgar Allan Poe. En realidad todo apunta a que murieron a manos de un asesino en serie capaz de burlar a los mejores investigadores.

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– Sí, yo también empiezo a sentir algo así.

Le devolví la mentira, sólo para que se sintiera mejor, si eso era posible.

– ¿Y qué hay de los suicidios de policías? ¿Cuál es su enfoque? -preguntó mirando el reloj.

– Bueno, no era un tema caliente hasta hace un par de días. Ahora lo es. Ya sé que sólo tiene unos minutos, pero se lo puedo explicar rápidamente. Acabo de… No quiero que se moleste, pero le pido que me prometa que considerará lo que le voy a decir como algo confidencial. Es mi historia, y cuando esté preparado vaya entrar en ella.

Asintió.

– No se preocupe, le comprendo perfectamente. No pienso hablar de lo que usted me diga con ningún otro periodista, a no ser que otro periodista me pregunte específicamente sobre lo mismo. Además, quizá tenga que hablar de ello con otras personas de la Fundación. No puedo prometerle nada hasta que sepa de qué estamos hablando.

– Correcto.

Noté que confiaba en él. Quizá porque resulta fácil confiar en alguien que ha hecho lo que tú haces. También pensé que me gustaría contarle lo que sabía a alguien capaz de valorar el tema como reportaje. Era un modo de presumir y yo no estaba por encima de eso. De modo que me lancé.

– A principios de esta semana empecé a trabajar en un reportaje sobre suicidios de policías. Lo sé, ya se ha hecho antes. Pero tenía un enfoque nuevo. Mi hermano era agente y hace un mes que, supuestamente, se suicidó. Yo…

– ¡Oh, Dios mío! Lo siento.

– Gracias, pero no lo he sacado a colación por esa razón. Decidí escribir sobre ello porque quería comprender lo que había hecho, lo que la policía de Denver decía que había hecho. Empecé con el trabajo de rutina, reuní algunos recortes que busqué en la red Nexis y, naturalmente, di con un par de referencias al estudio de la Fundación.

Intentó mirar subrepticiamente el reloj y decidí hacer algo para reclamar su atención.

– Para resumir una larga historia, al tratar de descubrir por qué se había suicidado descubrí que no había sido un suicidio.

Le miré. Había captado su atención.

– ¿Cómo que no había sido suicidio?

– Mis investigaciones me llevan a establecer que el suicidio de mi hermano fue un asesinato cuidadosamente encubierto. Alguien lo mató. El caso se ha vuelto a abrir. También lo he relacionado con el presunto suicidio de otro policía, el año pasado, en Chicago. También ese caso se ha vuelto a abrir. Precisamente ahora vengo de allí. Los agentes de Chicago y Denver y yo creemos que alguien anda por el país matando polis y haciendo que parezcan suicidios. La clave para descubrir otros casos quizás esté en la información recopilada por el estudio de la Fundación. ¿Tienen ustedes registrados todos los suicidios de policías en todo el país durante los últimos cinco años? Hubo unos instantes de silencio. Warren no hacía más que mirarme.

– Creo que será mejor que me cuente toda la historia -dijo al fin-. No, espere.

Levantó la mano como un guardia de tráfico dando el alto, cogió el teléfono con la otra y pulsó una tecla de marcado rápido.

– ¿Drex? Soy Mike. Escucha, ya sé que es tarde, pero no voy a ir. Aquí ha ocurrido algo… No… Tendremos que quedar para otro día. Te llamo mañana. Gracias, adiós.

Colgó el teléfono y me miró.

– No era más que un almuerzo. Ahora cuénteme su historia.

Media hora más tarde, después de hacer unas llamadas para convocar una reunión, Warren me condujo a través del laberinto de pasillos de la Fundación hasta una puerta marcada con el número 383. Era una sala de reuniones y en ella estaban ya sentados el doctor Nathan Ford y Oline Fredrick. Las presentaciones fueron rápidas y Warren y yo nos sentamos.

Fredrick aparentaba veintitantos años, tenía el cabello rubio y rizado y un aire despreocupado. Inmediatamente centré mi atención en Ford. Warren ya me había aleccionado. Me había dicho que Ford era quien tomaba todas las decisiones. El director de la Fundación era un hombre menudo, vestido de oscuro, pero que imponía su presencia en la sala.

Llevaba unas gafas con una montura de gruesas franjas negras y lentes rosadas. Su barba abundante de un gris uniforme encajaba perfectamente con su cabello. Sin mover la cabeza, siguió todos nuestros movimientos desde que entramos hasta que nos sentamos en torno a la mesa ovalada. Tenía los codos sobre la mesa y las manos cruzadas ante sí.

– ¿Por qué no empezamos? -dijo nada más acabar las presentaciones.

– Me gustaría que Jack les contase a ustedes lo que me acaba de contar hace un momento -dijo Warren-. Será nuestro punto de partida. Jack; ¿le importa volver sobre ello?

– En absoluto.

– Esta vez voy a tomar unas notas.

Conté la historia con casi los mismos detalles con que se la había contado a Warren. De vez en cuando recordaba algo nuevo, aunque no necesariamente significativo, pero que de ningún modo quería despreciar. Sabía que tenía que impresionar a Ford, porque él era el único capaz de decidir que Oline Fredrick me prestase ayuda.

La única interrupción durante el relato provino de Fredrick. Cuando hablaba de la muerte de mi hermano, ella dijo que el informe del Departamento de Policía de Denver sobre el caso se había recibido la semana anterior. Le dije que ya podía tirado a la papelera. Cuando acabé de contar mi historia miré a Warren y levanté las manos.

– ¿Me he dejado algo?

– Creo que no.

Ambos nos quedamos mirando a Ford, esperando. Durante el relato apenas se había movido. Entonces soltó las manos que tenía entrelazadas y se mesó con ellas repetida y suavemente la barba mientras pensaba. Yo me preguntaba qué clase de doctor sería. ¿Qué habría que ser para dirigir una fundación? Más político que doctor, pensé.

– Es una historia muy interesante -dijo tranquilamente-. Ya veo por qué está usted entusiasmado. Comprendo que el señor Warren lo esté también. Ha sido periodista durante la mayor parte de su vida adulta y creo que, a veces, los temas emocionantes todavía le hacen hervir la sangre, posiblemente en detrimento de su profesión actual.

No miró a Warren mientras le atizaba de esa manera. Sus ojos estaban fijos en mí.

– Lo que no alcanzo a comprender, y ésa es la razón por la que parece que no comparto la emoción de ustedes dos, es qué tiene que ver esto con la Fundación. Se me escapa la relación que pueda haber, señor McEvoy

– Bueno, doctor Ford -empezó a decir Warren-, Jack tiene que…

– No -le cortó Ford-. Deje que me lo diga el señor McEvoy.

Intenté pensar en términos precisos. A Ford no le gustaban los rollos. Sólo quería saber qué beneficio sacaría de aquello.

– Supongo que el proyecto sobre suicidios está en un ordenador.

– Eso es cierto -dijo Ford-. La mayoría de nuestros estudios están cotejados en ordenadores. Para nuestra investigación recibimos información de numerosos departamentos de policía. Nos llegan los informes, como el que ha mencionado antes la señorita Fredrick. Se introducen en el ordenador. Pero eso no significa nada. Es el investigador experto quien debe digerir esos hechos y decimos lo que significan. En este estudio, la investigación está asistida por personal del FBI, expertos en la revisión de datos en bruto.

– Todo eso lo entiendo -dije-. Lo que estoy diciendo es que ustedes disponen de una inmensa base de datos sobre casos de suicidios de policías.

– Se remonta a cinco o seis años, creo. El trabajo se inició antes de la incorporación de alineo.

– Necesito acceder a su ordenador.

– ¿Por qué?

– Si estamos en lo cierto -y no hablo sólo por mí, los detectives de Denver y Chicago piensan lo mismo-, tenemos dos casos que están conectados. El…

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