Michael Connelly - El Poeta

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La vida de Jack McEvoy, un periodista especializadoen crímenes atroces, sufre un vuelco cuando muere su hermano, un policía del Departamento de Homicidios. McEvoy decide seguir el rastro de diferentes policías que, como su hermano, presuntamente se suicidaron y dejaron una nota de despedida con una cita de Edgar Allan Poe. En realidad todo apunta a que murieron a manos de un asesino en serie capaz de burlar a los mejores investigadores.

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El domingo era el día de mayor difusión. Sabía que Glenn querría salir con algo fuerte el domingo.

– Bien, aunque tengamos que conformarnos con lo que tenemos, lo que has conseguido es mucho, demonios. Has logrado que se investigue a nivel nacional a un asesino de policías que ha estado actuando impunemente desde quién sabe cuándo. Esto…

– No es para tanto. No hay nada confirmado. Ahora mismo no es más que una investigación en dos estados sobre un posible asesino de policías.

– Ya es bastante, maldita sea. Y en cuanto intervenga el FBI será algo de alcance nacional. Vamos a tener al New York Times y al Post besándonos el culo.

Besándomelo a mí, tuve ganas de decirle, aunque no lo hice. Las palabras de Glenn ponían de manifiesto la verdad que se oculta tras el periodismo en la mayoría de los casos. Casi nada se hace ya con propósitos altruistas. No se trata de un servicio público ni del derecho de la gente a estar informada. Es una competición, a codazos y patadas, para dirimir qué periódico tiene la noticia y a cuál se le ha escapado. Y cuál conseguirá el premio Pulitzer a fin de año. Era una triste opinión, pero es que, con los años que llevaba en ello, mi parecer no podía ser más que cínico.

Aun así, mentiría si dijera que no acariciaba la idea de salir a la palestra con un reportaje de rango nacional y de contemplar cómo lo seguían todos. La única diferencia era que no pretendía gritarlo a los cuatro vientos, como Glenn. Y, sobre todo, estaba Sean. No lo estaba perdiendo de vista. Quería al hombre que le había hecho aquello. Más que nada en el mundo.

Le prometí a Glenn que le llamaría si había novedades y colgué. Deambulé un rato por la habitación y tuve que admitir que yo también estaba sopesando las posibilidades. Pensaba en lo que me iba a promocionar aquel reportaje. Podía representar mi salida definitiva de Denver, si quería. Quizás a una de las tres grandes: Los Angeles, Nueva York, Washington. O, por lo menos, a Chicago o Miami. Por otra parte, me puse a pensar en la posibilidad de publicar un libro. El crimen real era un mercado importante.

Deseché la idea, avergonzado. Tenemos suerte de que nadie conozca nuestros pensamientos más íntimos. Todos hemos comprobado las retorcidas argucias que empleamos para damos autobombo.

Necesitaba salir de la habitación, pero no podía porque esperaba aquella llamada. Encendí el televisor y no había más que una competición de programas de entrevistas que ofrecían la acostumbrada selección diaria de historias de blancos pobres. Hijos de cabareteras en un canal, estrellas del porno cuyos cónyuges estaban celosos y hombres que opinaban que a las mujeres había que meterlas en cintura con un palo de vez en cuando. Apagué la tele y se me ocurrió una idea. Decidí que no tenía más que abandonar la habitación. Seguro que Warren llamaría cuando no estuviera allí para atender la llamada. Eso me había funcionado siempre. Aunque era de esperar que me dejase un mensaje.

El hotel estaba en la avenida Connecticut, cerca de la plaza Dupont. Me encaminé a la plaza y me detuve en una librería de misterio para comprar un libro titulado Heridas múltiples, de Alan Russell. Había leído en alguna parte una crítica elogiosa de él y me figuré que su lectura me proporcionaría cierto descanso mental.

Antes de regresar al Hilton estuve paseando unos minutos por los alrededores del hotel, buscando el lugar donde Hinckley había estado esperando a Reagan con una pistola en la mano. Recordaba vividamente las fotos del caos que se armó, pero no encontré el lugar. Pensé que el hotel habría sufrido alguna remodelación, quizá para que aquel lugar no se convirtiese en objetivo turístico.

Como reportero de sucesos, yo era un turista de lo macabro. Pasaba de un asesinato a otro, de un horror a otro, sin pestañear. Se suponía. Mientras cruzaba el vestíbulo en dirección a los ascensores iba pensando en lo que eso decía de mí. Quizás había algo en mí que fallaba. ¿Por qué había de importarme el lugar donde Hinckley había esperado a Reagan?

– Jack?

Me di la vuelta. Era Michael Warren.

– Hola.

– Te he llamado a tu habitación… Pensé que estarías por aquí.

– Sólo he salido a dar un paseo. Empezaba adarme por vencido.

Se lo dije sonriendo y muy esperanzado. Aquel momento podía ser decisivo para mí. Ya no llevaba el traje que vestía en la oficina. Iba con téjanos y un jersey. En el brazo sostenía un abrigo de mezclilla. Al presentarse en persona, en vez de dejar un mensaje telefónico, seguía el modelo de comportamiento típico de una fuente confidencial.

– ¿Quieres que subamos a la habitación o hablamos aquí mismo? -pregunté. Se dirigió hacia el ascensor diciendo:

– Vamos a tu habitación.

En el ascensor no hablamos de nada importante. Miré su vestimenta y le dije:

– Ya has pasado por casa.

– Vivo fuera de Connecticut, al otro lado de la carretera de circunvalación. En Maryland. No está tan lejos.

Sabía que no me había telefoneado por eso: era una llamada interurbana. También me imaginé que el hotel le caía de camino entre su casa y la Fundación. Me empezaba a subir por el pecho una leve sensación excitante. Warren había cedido.

Sentí un fuerte olor a humedad en el pasillo del hotel, igual al de los otros hoteles en los que había estado. Saqué la tarjeta magnética que servía de llave y entramos en la habitación. Sobre el pequeño escritorio seguía abierto mi ordenador; el abrigo y la única corbata que me había traído estaban tirados sobre la cama. Aparte de eso, la habitación estaba ordenada. Él echó su abrigo sobre la cama y nos sentamos en las únicas sillas de la habitación.

– ¿Ybien?

– He investigado.

Empezó a sacarse un papel doblado del bolsillo trasero del pantalón.

– Tengo acceso a los archivos del ordenador principal antes de dar por terminada mi jornada -afirmó-. He entrado en él y he buscado los informes cuyas víctimas eran detectives de homicidios. Sólo había trece. Tengo los nombres, departamentos y fechas de fallecimiento aquí, lo imprimí todo.

Me entregó el papel desdoblado y lo tomé con el mismo cuidado con que habría cogido una lámina de oro.

– Gracias -le dije-. ¿Puede haber quedado registrada tu búsqueda?

– En realidad, no lo sé. Pero creo que no. Es un sistema bastante abierto. No sé si tiene o no la opción de un rastreador de seguridad.

– Gracias -repetí. No se me ocurría nada más.

– De todos modos, ésta ha sido la parte fácil -me dijo-. Conseguir los expedientes de los archivos va a llevar algún tiempo… Quiero saber si puedes ayudarme. Es probable que sepas mejor que yo cuáles son los importantes.

– ¿Cuándo?

– Esta noche. Es la única oportunidad. Estará cerrado, pero tengo una llave del archivo porque a veces tengo que buscar cosas antiguas que me piden los medios de comunicación. Si no lo hacemos esta noche, puede que mañana los expedientes hayan desaparecido. Tengo la sensación de que los del FBI no se van a quedar sentados, sobre todo sabiendo que tú has preguntado por ellos. Vendrán mañana y lo primero que harán será cogerlos.

– ¿Te lo ha dicho Ford?

– No exactamente. Me lo ha contado Oline. Él llamó a Rachel Walling, no a Backus. Dice que ella…

– Un momento. ¿Rachel Walling? Me sonaba aquel nombre.

Me costó un poco pero recordé que era la encargada de los perfiles o retratos-robot en el Servicio de Ciencias del Comportamiento, la que había firmado el informe del VICAP que Sean les pidió sobre Theresa Lofton.

– Sí, Rachel Walling. Es una de las encargadas de trazar perfiles de criminales. ¿Por qué?

– Por nada. Ese nombre me suena.

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