– Trabaja para Backus. Es una especie de enlace entre el centro y la Fundación para el proyecto sobre suicidios. De todos modos, según Oline, ella le dijo a Ford que le echaría un vistazo a todo esto. Hasta puede que quiera hablar contigo.
– Si es que no hablo yo con ella antes -me levanté-. Vamos.
– Escucha, una cosa -se levantó también-. Yo no sé nada de esto, ¿vale? Utiliza esos archivos sólo como herramienta de investigación. Ni se te ocurra publicar un reportaje donde se diga que has tenido acceso a los archivos de la Fundación. Ni siquiera admitas que has visto un solo archivo. Puede costarme el empleo. ¿De acuerdo?
– Totalmente.
– Pues dilo.
– Estoy de acuerdo. En todo. Nos dirigimos a la puerta.
– Es curioso -dijo-. Tantos años tratando de conseguir fuentes… La verdad es que nunca me había parado a pensar que se jugaban el tipo por mí. Y yo lo hago ahora. Tiene algo de espeluznante.
Me limité a mirarle y asentí. Temía decir algo que le hiciera cambiar de opinión y marcharse. En su coche, camino de la Fundación, añadió unas cuantas condiciones más.
– No quiero que mi nombre aparezca como fuente en tu reportaje, ¿vale?
– Vale.
– Y ninguna información que yo te proporcione puede ser atribuida a «fuentes de la Fundación». Tan sólo a «fuentes próximas a la investigación», ¿vale? Eso me procurará cierta cobertura.
– De acuerdo.
– Lo que tú buscas aquí son nombres que puedan tener alguna conexión con tu hombre. Si los encuentras, perfecto, pero después no se te ocurra informar de cómo los conseguiste. ¿Lo entiendes?
– Claro, ya hemos hablado de eso. Estás a salvo, Mike. Yo no revelo mis fuentes confidenciales. Nunca. Sólo quiero utilizar lo que consiga aquí para confirmar otra cosa. No hay problema.
Se quedó callado un momento, antes de que volvieran a asaltarle las dudas.
– De todos modos, se sabrá que soy yo.
– Entonces, ¿por qué no lo dejamos? No quiero que te juegues el empleo. Me basta con esperar al FBI.
No era eso lo que yo quería, pero tenía que darle una alternativa. Mi cinismo aún no había llegado hasta el punto de permitir que un tipo perdiera su empleo sólo por sacarle información para un reportaje. No quería cargar con eso. Ya tenía bastante.
– Puedes olvidarte del FBI mientras el caso esté en manos de Walling.
– ¿La conoces? ¿Es dura?
– Sí, tan dura como las uñas lacadas. Una vez intenté ligármela. Me dio con la puerta en las narices. Por lo que me ha contado Oline, se divorció o algo así hace poco. Supongo que aún está con aquello de que «todos los hombres son unos cerdos», y no deja de incluirme.
No dije nada. Warren tenía que tomar una decisión y no podía ayudarle.
– No te preocupes por Ford -dijo al fin-. Quizá piense que he sido yo, pero nunca podrá hacer nada. Yo lo negaré. Así que, a no ser que tú rompas el trato, no tendrá otra cosa que sospechas.
– No tienes nada de qué preocuparte por lo que a mí respecta.
Encontró aparcamiento en Constitution, a media manzana de la Fundación. Al salir del coche, el aliento se nos condensaba en espesas nubes. Yo estaba nervioso, al margen de que él pensara que su puesto estaba en peligro. Creo que lo estábamos los dos.
No había guardia al que sortear. Ni jefes haciendo horas extra, para sorpresa nuestra. Entramos por la puerta principal con la llave de Warren y él sabía perfectamente adonde teníamos que dirigimos.
La sala de archivo tenía el tamaño de un garaje para dos coches y estaba ocupada por filas de estanterías metálicas de dos metros y medio de altura repletas de carpetas apiladas con etiquetas de diferentes colores.
– ¿Cómo lo vamos a hacer? -le susurré. Se sacó del bolsillo la fotocopia doblada.
– Hay una sección dedicada al estudio sobre suicidios. Buscamos estos nombres, nos llevamos los expedientes a mi despacho y fotocopiamos las páginas que necesitemos. He dejado la fotocopiadora encendida al salir. Ni siquiera tendremos que esperar a que se caliente. Y no es necesario que hables en voz baja. Aquí no hay nadie.
Noté que todo el rato hablaba en plural, pero no le dije nada. Me condujo por uno de los pasillos, señalando con el dedo mientras iba leyendo los nombres de los diferentes estudios que estaban pegados en los estantes. Por fin, encontró el que señalaba el estudio sobre suicidios. Las carpetas estaban etiquetadas en rojo.
– Aquí está -dijo Warren, alzando la mano para señalado.
Las carpetas eran delgadas, pero aun así ocupaban tres estanterías enteras. Oline Fredrick tenía razón: había centenares. Cada una de las etiquetas rojas que sobresalían de las carpetas correspondía a un muerto. Había mucho sufrimiento en aquellos estantes. Yo abrigaba la esperanza de que algunos de ellos no tuvieran que estar allí. Warren me pasó la fotocopia y examiné los trece nombres.
– ¿Entre todos estos expedientes sólo hay trece polis de homicidios?
– Sí. El proyecto ha recopilado los datos de mil seiscientos suicidios. Unos trescientos por año. Pero la mayoría son guardias de uniforme. Los detectives de homicidios ven cadáveres, pero supongo que lo más desagradable ya ha desaparecido cuando ellos llegan allí. Por lo general son los mejores, los más brillantes y los más duros. Parece que entre ellos hay menos suicidios que entre los polis de uniforme que están cada día ahí fuera. Sólo he encontrado trece. Tu hermano y ese Brooks de Chicago también están, pero me figuro que ese material ya lo tienes.
Dije que sí con la cabeza.
– Deben de estar por orden alfabético -añadió-. Léeme los nombres de la lista y yo sacaré los expedientes. Y pásame tu libreta.
En menos de cinco minutos habíamos sacado las carpetas. Warren arrancó varias páginas de mi libreta y las colocó en la pila, señalando los lugares, para que resultase más rápido volver a ponerlas en su sitio cuando hubiéramos terminado. Fue un trabajo intenso. No era el encuentro con una fuente como Garganta Profunda en un aparcamiento para ayudarme a derribar a un presidente, pero me subía la adrenalina.
Aunque había que aplicar las mismas reglas. Una fuente, cualquiera que sea su información, tiene un móvil, un
motivo para arriesgarse por ti. Miré a Warren y no se me ocurrió cuál podía ser el suyo. El reportaje era bueno, pero no era suyo. Su única compensación sería saber que había puesto su granito de arena. ¿Le bastaba con eso? No lo sabía, pero decidí que, a pesar de que nos estaba uniendo ese lazo que se crea entre el reportero y la fuente confidencial, debía mantener las distancias. Hasta que conociera el motivo real.
Carpetas en mano, recorrimos rápidamente dos pasillos hasta que llegamos al despacho 303. Warren se detuvo de pronto y casi choqué con él por detrás. La puerta de su despacho estaba entreabierta. La señaló y sacudió la cabeza negativamente, dándome a entender que él no la había dejado así. Yo alcé los hombros, dándole a entender a mi vez que era cosa suya. Arrimó la oreja a la rendija y se puso a escuchar. Yo también oí algo. Me pareció un crujir de papeles y después una especie de latigazo. Sentí como si un dedo helado me recorriera el cuero cabelludo. Warren se volvió hacia mí con una mirada interrogante y en ese momento la puerta se abrió hacia dentro.
Hicimos como las fichas de dominó. Warren se sobresaltó, después yo, y también el hombrecillo asiático que apareció en el umbral de la puerta con un plumero en una mano y una bolsa de basura en la otra. A todos nos costó un poco recobrar el aliento.
– Perdone, señor -dijo el oriental-. Limpio su despacho.
– Ah, sí -le sonrió Warren-. Está bien. Muy bien.
– Usted había dejado la máquina de copiar encendida.
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