Me llevó una hora repasar los cinco casos restantes. Tomé notas de tres de ellos y descarté los otros dos. Uno lo rechacé al enterarme de que la muerte había ocurrido el mismo día que John Brooks fue asesinado en Chicago. Parecía improbable, dada la planificación que debía de haber supuesto cada uno de los crímenes, que se hubieran llevado a cabo dos en el mismo día.
El otro caso lo descarté porque el suicidio de la víctima había sido atribuido, entre otras cosas, a su desesperación ante el horrendo rapto y asesinato de una joven de Long Island, en Nueva York. En principio y aparentemente, aunque la víctima no había dejado ninguna nota, el suicidio encajaría en líneas generales en mi pauta y requeriría un escrutinio posterior, pero cuando leí el informe hasta el final me percaté de que en realidad aquel detective había resuelto el caso de rapto y asesinato con el arresto de un sospechoso. Esto se salía de la pauta y, claro, no encajaba con la teoría que Larry Washington había lanzado en Chicago, y que yo compartía, de que una misma persona se dedicaba a matar a la
víctima y después al policía de homicidios.
Uno de los tres últimos casos que me llamaron la atención -además del caso Kotite- fue el de Garland Petry, un detective de Dallas que se pegó un tiro en el pecho y después otro en la cara. Dejó una nota que decía: «Por desgracia, sé que me han despojado de mi fuerza.» Por supuesto, yo no conocía a Petry. Pero nunca había oído que un policía utilizara el verbo «despojar». La frase que supuestamente se le atribuía tenía cierto tono literario. Me limité a considerar que no correspondía a la mano ya la mente de un policía suicida.
El segundo de los casos también era de una sola frase. Clifford Beltran, detective de la Oficina del Sheriff del Condado de Sarasota, en Florida, se había suicidado supuestamente tres años atrás -era el caso más antiguo- dejando una nota que decía, simplemente: «Señor, ten piedad de mi pobre alma.» De nuevo se trataba de un conjunto de palabras que me sonaban extrañas en boca de un poli, de cualquier poli. Era sólo una corazonada, pero incluí a Beltran en mi lista.
Finalmente, el tercer caso lo incluí en mi lista a pesar de que no se mencionaba ninguna nota en el suicidio de John P McCafferty detective de homicidios de la policía de Baltimore. Puse a McCafferty en la lista porque su muerte tenía un misterioso parecido con la de John Brooks. Se suponía que McCafferty había disparado al suelo de su apartamento antes del segundo disparo fatal en la garganta. Recordé la suposición de Lawrence Washington de que ésta era la forma de dejar residuos de pólvora en las manos de la víctima.
Cuatro nombres. Los revisé un momento, junto con el resto de las notas que había ido tomando y después saqué de la bolsa de viaje el libro de Poe que había comprado en Boulder.
Era un tomo grueso que contenía todos los escritos atribuidos a Poe. Miré en la página del índice y comprobé que había setenta y seis páginas de poemas. Supe entonces que aquella larga noche iba a ser más larga todavía. Pedí al servicio de habitaciones una cafetera de ocho tazas y les dije que me subieran también unas aspirinas para el dolor de cabeza que, seguramente, me iba a producir aquel exceso de cafeína. Entonces empecé a leer.
Nunca he sido una persona a la que asuste la oscuridad. Llevaba diez años viviendo solo, había andado a solas a menudo por parques nacionales y había penetrado en edificios desiertos, arrasados por las llamas, para conseguir un reportaje. Me había sentado en coches oscuros estacionados en calles aún más oscuras, esperando a candidatos y hampones, o reunirme con informadores timoratos. Aunque los gángsters, ciertamente, me daban miedo, nunca lo había sentido por el hecho de estar a solas en la oscuridad. Pero debo reconocer que aquella noche las palabras de Poe me hicieron tiritar. Quizá porque estaba solo en una habitación de hotel, en una ciudad que no conocía. Quizá porque me asediaban aquellos documentos sobre muertes y asesinatos, o porque de algún modo sentía la presencia cercana de mi hermano muerto. O quizás era el simple hecho de saber cómo se estaban utilizando algunas de las palabras que iba leyendo. Fuera lo que fuese, me metió en el cuerpo un miedo del que no me pude librar mientras leía, ni siquiera cuando encendí el televisor para conseguir el reconfortante murmullo de un ruido de fondo.
Recostado en las almohadas de la cama, estuve leyendo con las luces de ambas mesillas encendidas y a la máxima intensidad. Pero aún así, me sobresalté cuando el áspero sonido de una carcajada llegó a mi habitación desde el pasillo.
Acababa de acomodarme en el hueco que mi cuerpo había formado en las almohadas y estaba leyendo un poema titulado «Un enigma» cuando sonó el teléfono, sorprendiéndome de nuevo con su doble timbrazo, tan distinto al sonido del teléfono de mi casa. Pasaba media hora de las doce y supuse que sería Greg Glenn desde Denver, donde aún debían de ser las diez y media. Pero en cuanto alcancé el aparato supe que me equivocaba. No le había dicho a Glenn en qué hotel estaba. El que llamaba era Michael Warren.
– Me figuré que estarías despierto y sólo quería comprobar… saber cómo te va.
Volví a sentirme incómodo por la facilidad con que se involucraba, por sus muchas preguntas. No se parecía en nada a cualquier otra fuente que me hubiera proporcionado información furtiva, pero no podía quitármelo de encima por las buenas, dado el riesgo que había corrido.
– Aún estoy en ello -le dije-. Aquí sentado, leyendo los poemas de Edgar Alian Poe. Estoy cagado de miedo. Se rió por pura cortesía.
– Pero ¿no hay nada bueno… referente a los suicidios? Entonces caí en la cuenta de algo.
– Oye, ¿desde dónde me llamas?
– Desde casa. ¿Por qué?
– ¿No me has dicho que vivías en Maryland?
– Sí. ¿Por qué?
– Entonces, es una llamada interurbana, ¿no? En tu factura quedará registrado que me has llamado aquí, hombre. ¿No has pensado en eso?
Me parecía increíble su descuido, sobre todo a la luz de sus propias advertencias sobre el FBI y la agente Walling.
– ¡Oh, mierda! Yo… Bueno, en realidad no creo que haya que preocuparse. Nadie va a mirar mis facturas. No estoy pasando secretos de Estado, a decir verdad.
– No lo sé. Tú les conoces mejor que yo.
– Bueno, dejemos eso, ¿qué has conseguido?
– Te he dicho que todavía estoy buscando. Tengo algunos nombres que pueden encajar. Escasos.
– Bueno, entonces va bien. Me alegro de que haya servido de algo arriesgarse. Asentí con la cabeza, pero recordé que no podía verme.
– Sí, muy bien, te reitero las gracias. Ahora tengo que seguir con esto. Estoy hecho polvo y quisiera terminarlo.
– Entonces, te dejo. Quizá mañana, cuando tengas un momento… Llámame para contarme lo que haya salido.
– No sé si es una buena idea, Michael. Creo que será mejor dejarlo.
– Bueno, como quieras. Supongo que, de todos modos, acabaré enterándome de todo. ¿Tienes ya el titular?
– No. Ni siquiera hemos hablado de eso.
– Un buen jefe de redacción. De todos modos, vuelve a lo tuyo. Buena caza.
Enseguida volví al abrazo de las palabras del poeta. Muerto ciento cincuenta años atrás, pero resurgido de la tumba para atraparme. Poe fue un maestro de la musicalidad y del ritmo. Su talante era adusto y su ritmo, a veces, frenético. Me descubrí a mí mismo identificando sus palabras y sus frases con mi propia vida. «Vivía solitario en un mundo de quejidos -escribió Poe- y mi alma era una marea estancada.» Palabras cortantes que parecían venirme como anillo al dedo, por lo menos en aquel momento.
Seguí leyendo y pronto me sentí atrapado por el empático zarpazo de la melancolía del poeta al leer las estrofas de «El lago»:
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