Michael Connelly - El Poeta

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La vida de Jack McEvoy, un periodista especializadoen crímenes atroces, sufre un vuelco cuando muere su hermano, un policía del Departamento de Homicidios. McEvoy decide seguir el rastro de diferentes policías que, como su hermano, presuntamente se suicidaron y dejaron una nota de despedida con una cita de Edgar Allan Poe. En realidad todo apunta a que murieron a manos de un asesino en serie capaz de burlar a los mejores investigadores.

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– Lo siento, nene, no tengo cambio -le dijo ella con una voz que estaba pidiendo a gritos otro cigarrillo.

– ¡Mierda! -dijo Gladden enojado. Sacudió la cabeza. No había manera de que funcionasen los servicios en el país-. ¿Y en el bolso? No quisiera tener que salir a la jodida calle sólo por un diario.

– Deje que mire. Y vigile esa boca. No hay por qué estar tan malhumorado.

Se la quedó mirando mientras se levantaba. La minifalda de tubo negra dejaba al descubierto una vergonzosa red de venas varicosas que le bajaban por la parte trasera de los muslos. No podía hacerse una idea de su edad, entre la treintena y los cuarenta y cinco. Cuando ella se agachó para sacar el bolso de un archivador a Gladden le dio la

impresión de que lo hacía a propósito para que la mirase. La mujer volvió con el bolso y se puso a buscar cambio en su interior. Mientras el gran bolso negro se tragaba su mano como un animal, ella le miró a través del cristal como si lo estuviera tasando.

– ¿Ha visto algo que le guste? -le preguntó.

– No, realmente no -replicó Gladden-. ¿Tiene cambio? Ella sacó la mano del bolso y contó las monedas.

– No hace falta que sea tan brusco. Además, sólo tengo setenta y un centavos.

– Démelos -dijo Gladden empujando el dólar hacia dentro.

– ¿Está seguro? Seis de ellos son centavos.

– Sí, estoy seguro. Aquí está el dinero.

Ella dejó caer el cambio en la ranura y a él le costó recoger las monedas porque se había mordido las uñas hasta dejarlas en nada.

– Está usted en la habitación seis, ¿no? -dijo ella mirando la lista de huéspedes-. Se ha registrado solo. ¿Sigue solo todavía?

– ¿Qué? ¿A qué vienen tantas preguntas?

– Sólo lo comprobaba. ¿Qué hace usted ahí solo, de todos modos? Espero que no esté haciéndose pajas sobre la colcha.

Lo dijo con una sonrisa afectada y desafiante. Esa mujer le sacaba de sus casillas. Pero Gladden sabía que debía mantener la calma, no dar la impresión de que era incapaz de contenerse.

– Y ahora ¿quién está siendo brusco, eh? Si quiere saber mi opinión, es usted una zorra antipática y desagradable. Esas venas que le suben hasta el culo parecen el mapa de carreteras hacia el infierno, señora.

– ¡Eh! Vigile su…

– ¿O qué? ¿Me echará a patadas?

– Sólo que vigile lo que dice.

Gladden recogió la última moneda, una de diez centavos, y se volvió para salir sin replicar. Una vez en la calle, se acercó a la máquina expendedora de diarios y compró la edición de la mañana.

De nuevo a salvo en los confines de su habitación, Gladden hojeó el periódico en busca de la sección metropolitana. Sabía que la noticia debía estar allí. Recorrió rápidamente con la vista las ocho páginas de la sección y no encontró nada sobre el caso del asesinato en el motel.

Decepcionado, supuso que quizá la muerte de una sirvienta negra no era noticia en aquella ciudad.

Tiró el periódico sobre la cama. Pero en cuanto aterrizó le llamó la atención la fotografía que encabezaba la portada de la sección. Era la foto de un muchacho bajando por un tobogán. Volvió a coger el diario y leyó el pie de la foto. Decía que por fin habían repuesto en el parque MacArthur los columpios y demás atracciones infantiles, suprimidas durante el largo período en que gran parte del parque había estado cerrada a causa de la construcción de una estación de metro.

Gladden volvió a mirar la foto. Al chico del tobogán lo identificaban como Miguel Arax, de siete años. Gladden no conocía la zona en que estaba ubicado el nuevo parque, pero supuso que la construcción de una estación de metro nueva sólo se aprobaría en un sector deprimido de la ciudad. Eso significaba que la mayoría de los niños serían pobres y de piel morena, como el de la foto. Decidió que iría a ese parque más tarde, después de hacer sus tareas y una vez instalado. Siempre resultaba más fácil con los pobres. Tenían muchas necesidades.

«Instalado», repitió Gladden para sus adentros. Pensó que su prioridad real era instalarse. Por mucho que hubiera borrado sus huellas, no podía seguir en aquel motel ni en ningún otro. No era seguro. Los polis iban estrechando la vigilancia y pronto le echarían la vista encima. Era una sensación que no se basaba en otra cosa que en su instinto de supervivencia. Pronto le echarían la vista encima y tenía que ponerse a salvo.

Tiró el periódico y cogió el teléfono. La voz curada por el tabaco que respondió después de que él marcase el cero era inconfundible.

– Soy, bueno, Richard… el de la seis. Sólo quería decirle que siento lo que ha pasado antes. He estado un poco brusco y le pido disculpas.

Como ella no decía nada, insistió.

– De todos modos, tenía usted razón, se siente uno muy solo aquí y me preguntaba si seguiría en pie la oferta que me hizo antes.

– ¿Qué oferta?

Se lo estaba poniendo difícil.

– Ya sabe, me preguntó si había visto algo que me gustara. Bueno, pues, en realidad, sí.

– No sé. Estaba usted bastante irritable. No me gusta la gente irritable. ¿En qué está pensando?

– No sé. Pero dispongo de un centenar de pavos para asegurarme de que pasemos un buen rato. Se quedó callada un instante.

– Bueno, yo salgo de este tugurio a las cuatro. Después dispongo de todo el fin de semana. Podríamos salir. Gladden sonrió para sus adentros.

– No puedo esperar.

– Entonces, discúlpeme también. Por haber estado brusca y por las cosas que le he dicho.

– Eso me complace. La veré pronto… ¡Eh!, oiga, ¿me escucha?

– Seguro, chato.

– ¿Cómo se llama?

– Darlene.

– Bueno, Darlene, no puedo esperar hasta las cuatro. Ella rió y colgó. Gladden no se reía.

18

A la mañana siguiente tuve que esperar hasta las diez para encontrar a Laurie Prine en su puesto, en Denver. Para entonces ya estaba ansioso por acelerar la marcha del día, aunque ella acababa de iniciarlo y tuve que aguantar sus cumplidos y sus preguntas sobre dónde estaba y qué hacía antes de entrar por fin en el tema.

– Cuando me hiciste aquella búsqueda de suicidios policial es, ¿estaba incluido el Boltimore Sun? -Sí.

Lo suponía, pero tenía que comprobado. También sabía que las búsquedas por ordenador a veces pasan cosas por alto.

– Vale, entonces vuelve a buscar en el Sun utilizando sólo el nombre de John McCafferty. Se lo deletreé.

– Bueno. ¿Hasta cuándo me remonto?

– No sé, bastará con cinco años.

– ¿Para cuándo necesitas la información?

– Para ayer.

– Supongo que eso significa que no piensas colgar.

– Así es.

Oí cómo tecleaba las órdenes de búsqueda. Me puse el libro de Poe en el regazo y releí algunos poemas mientras esperaba. Con la luz del día entrando a través de las cortinas, las palabras no me producían el mismo efecto que la noche anterior.

– Vale… ¡Guau! Aquí hay muchas entradas, Jack. Veintiocho. ¿Estás buscando algo en particular?

– Bueno, no. ¿Cuál es la más reciente?

Sabía que ella podía reseguir las entradas mediante los titulares que aparecían en pantalla.

– Vale, la última: «Detective despedido por entrometerse en la muerte de un excompañero.»

– Fantástico -dije-. Tendría que haber aparecido en la primera búsqueda que me hiciste. ¿Puedes leerme algo? La oí teclear de nuevo y esperar a que la noticia completa apareciese en su pantalla.

– Vale, ahí va:

Un detective de la policía de Baltimore fue despedido el lunes por alterar la escena de un crimen y por pretender simular que el que fue su compañero durante mucho tiempo no se había suicidado la pasada primavera.

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