Michael Connelly - El Poeta

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La vida de Jack McEvoy, un periodista especializadoen crímenes atroces, sufre un vuelco cuando muere su hermano, un policía del Departamento de Homicidios. McEvoy decide seguir el rastro de diferentes policías que, como su hermano, presuntamente se suicidaron y dejaron una nota de despedida con una cita de Edgar Allan Poe. En realidad todo apunta a que murieron a manos de un asesino en serie capaz de burlar a los mejores investigadores.

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Me acerqué al mercado de la calle Fleet, compré una Coca-Cola y volví a mi coche. Desde el asiento del conductor podía ver la puerta de la oficina de Bledsoe. Llevaba veinte minutos mirándola cuando vi a un hombre, con el cabello negro azabache y barriga de cuarentón sobresaliendo de la chaqueta, que llegaba cojeando ligeramente, la abría y entraba. Salí con la bolsa del portátil y me dirigí hacia él.

La oficina de Bledsoe parecía haber sido en otro tiempo la consulta de un médico, aunque me costaba imaginarme qué clase de doctor podía haber ocupado semejante choza en un barrio obrero como aquél. Había un pequeño recibidor con una ventanilla y un mostrador tras el cual imaginé que en otros tiempos se habría sentado una recepcionista. La ventanilla, de cristal glaseado como los de las duchas, estaba cerrada. Al abrir la puerta había oído un timbrazo, pero nadie respondía a él. Me quedé allí de pie, mirando a mi alrededor. Había un viejo sofá y una mesita baja. La habitación no daba para más. Desplegadas sobre la mesa había unas cuantas revistas, la más actual de las cuales no tenía menos de seis meses: Estaba a punto de gritar ¡hola! o de llamar a la puerta del despacho interior cuando escuché el sonido de la cadena del retrete procedente de alguna parte al otro lado de la ventanilla. Entonces vi una figura borrosa que se movía al otro lado del cristal y se abrió la puerta de la izquierda. Allí estaba el hombre del cabello negro. No me había dado cuenta de que, resiguiéndole el labio, llevaba un bigote tan fino como la carretera de un mapa.

– ¿En qué puedo servirle?

– ¿Daniel Bledsoe? -Yo mismo.

– Me llamo Jack McEvoy Quería preguntarle algo sobre John McCafferty Creo que podemos ayudarnos mutuamente.

– Lo de John McCafferty fue hace mucho tiempo. Se había quedado mirando la bolsa del ordenador.

– No es más que un ordenador -le dije-. ¿Podemos sentamos en algún sitio?

– Claro, ¿por qué no?

Le seguí a través de la puerta y después por un pasillo en el que había tres puertas más, alineadas a la derecha. Abrió la primera y entramos en un despacho revestido de paneles baratos que imitaban madera de arce. De la pared colgaba, enmarcada, su licencia estatal, así como varias fotos de sus tiempos de policía. Todo parecía tan de pacotilla como el bigote, pero yo estaba decidido a seguir adelante. Sabía que tratándose de policías (y suponía que también de ex policías) las apariencias engañan. Conocí algunos en Colorado que aún usarían trajes de poliéster azul claro si todavía los hicieran. No obstante, esos detectives tenían fama de ser los mejores, los más brillantes y los más duros de sus departamentos. Supuse que eso valdría también para Bledsoe. Se sentó tras una mesa con tablero de fórmica negra. No había tenido mucho donde escoger cuando la compró en un almacén de muebles de oficina usados. En la pulida superficie se podía ver claramente una espesa capa de polvo. Me senté frente a Bledsoe en la única silla disponible. El observaba detenidamente mis reacciones.

– Esto era antes una clínica abortista. El tipo se largó para dedicarse a trabajos temporales. Entonces vine yo y no me preocupé por el polvo ni por la decoración. Casi todo mi trabajo lo hago por teléfono, vendiéndoles pólizas a los polis. Y por lo general visito a los clientes que quieren encargarme una investigación. No son ellos los que vienen a verme. Las personas que acuden aquí, por lo general, se limitan a dejar flores en la puerta. En recuerdo de algo, supongo. Me imagino que sacan la dirección de viejas guías telefónicas o algo así. ¿Por qué no me dice qué es lo que viene buscando?

Le conté lo de mi hermano y después lo de John Brooks, el de Chicago. Mientras hablaba me fijé en la expresión escéptica de su cara. Adiviné que me quedaban quizá diez segundos antes de que me echase de allí.

– ¿Qué es esto? -dijo-. ¿Quién le ha enviado aquí?

– Nadie. Aunque creo que le llevo un día de ventaja, más o menos, al FBI. Ya verá como vienen. Se me ocurrió que quizá querría hablar conmigo primero. Ya sé lo que se siente. Verá, mi hermano y yo éramos gemelos. Siempre se ha dicho que los que son compañeros durante mucho tiempo, sobre todo en homicidios, acaban siendo como hermanos. Como gemelos.

Me quedé callado. Me lo había jugado todo, aunque me guardaba el as para el momento en que hiciera falta. Bledsoe daba la impresión de haberse serenado un poco. Quizá su enfado se estaba convirtiendo en confusión.

– Entonces, ¿qué es lo que quiere de mí?

– La nota. Quiero saber lo que McCafferty decía en su nota.

– No existe ninguna nota. Yo no he dicho nunca que hubiera una nota.

– Pero la esposa dijo que la había.

– Pues hable con ella…

– No, creo que es mejor que hable con usted. Le diré una cosa. El autor de estos casos, de algún modo, hace que las víctimas escriban una o dos frases a modo de despedida del que va a suicidarse. No sé cómo lo consigue ni por qué les obliga a hacerla, pero lo hacen. Y siempre se trata de una frase extraída de un poema. Un poema del mismo autor: Edgar Alian Poe.

Alcancé la bolsa del ordenador y abrí la cremallera. Saqué el libro de Poco Lo puse sobre la mesa para que pudiera verlo.

– Creo que su compañero fue asesinado. Usted llegó allí y le pareció un suicidio porque se suponía que era lo que tenía que aparentar. Me apuesto la pensión de su compañero a que la nota que usted destruyó contenía una frase que está en este libro.

Bledsoe iba mirando alternativamente al libro y a mí.

– Al parecer, usted creyó que le debía tanto como para poner enjuego su empleo para que la viuda lo tuviera un poco más fácil.

– Ya, y mire lo que he conseguido. Una mierda de oficina con una mierda de licencia colgada en la pared. Y sentarme en una habitación que se ha usado para separar a los bebés de sus madres. No es muy noble.

– Mire, todos los de su cuerda saben que había algo de nobleza en lo que usted hizo. Si no, no estaría usted vendiéndoles seguros. Usted hizo lo que había que hacer por un compañero. Y ahora debería seguir haciéndolo.

Bledsoe volvió la cabeza y se quedó mirando una de las fotos que había en la pared. Estaba él con otro hombre, rodeando cada uno el cuello del otro, sonriendo despreocupadamente. Parecía haber sido sacada en un bar en los buenos tiempos.

– «Por fin se ha sojuzgado esa fiebre llamada vida» -dijo sin apartar la mirada de la foto. Dejé caer una mano sobre el libro. El ruido nos alarmó a los dos.

– Veamos -dije cogiendo el libro. Había señalado las páginas de los poemas de los que el asesino había extraído sus citas. Encontré la página del poema titulado «AAnnie», lo leí para comprobado; después puse el libro sobre la mesa y le di la vuelta para que pudiera leerlo él.

– Primera estrofa -le dije.

Bledsoe se inclinó para leer el poema:

¡Gracias a Dios! La crisis… el peligro ha pasado, y por fin ha concluido la persistente enfermedad… y por fin se ha sojuzgado esafiebre llamada «Vida».

19

Mientras atravesaba corriendo e! vestíbulo del Hilton a las cuatro me imaginé a Greg Glenn saliendo tranquilamente de detrás de su escritorio para dirigirse a la reunión diaria de la redacción en la sala de juntas. Tenía que hablar con él y sabía que si no lo pillaba antes de que se metiera en aquella reunión, tendría que esperar a que acabase ésta y otra de previsiones para el fin de semana, que duraba dos horas más.

Mientras me acercaba a los ascensores vi que una mujer se dirigía a la puerta abierta de! único disponible y me apresuré a entrar con ella. Ya había pulsado el botón número doce. Me metí al fondo del ascensor y volvía mirar el reloj. Confiaba en llegar a tiempo. Las reuniones de redacción nunca empezaban puntualmente.

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