Cuando llegamos por fin al sur de Georgetown, el tráfico se alivió un poco y ella pareció relajarse o, al menos, recordó que yo estaba en el coche con ella. Vi que metía la mano en el cenicero y sacaba una tarjeta blanca. Encendió la luz cenital y puso la tarjeta sobre la guía del volante para poder leerla mientras conducía.
– ¿Tiene usted una pluma? -¿Qué?
– Una pluma. Creía que todos los reporteros llevaban pluma.
– Sí. Tengo una pluma.
– Bien. Voy a leerle sus derechos constitucionales.
– ¿Qué derechos? Usted ya los ha violado, prácticamente todos.
Procedió a la lectura de la tarjeta y después me preguntó si los había entendido. Le murmuré que sí y me pasó la tarjeta.
– Muy bien. Quiero que coja su pluma y que firme y ponga la fecha al dorso de esta tarjeta.
Hice lo que me pedía y le devolví la tarjeta. Sopló la tinta para que se secara y se metió la tarjeta en el bolsillo.
– Aja -dijo ella-, ahora ya podemos hablar. A no ser que prefiera usted llamar a su abogado. ¿Cómo entró en la Fundación?
– No por la fuerza. Es todo lo que puedo decir hasta que hable con un abogado.
– Ya ha visto las pruebas. No irá a decir que no son suyas.
– Lo puedo explicar… Mire, lo único que le digo es que no hice nada ilegal para conseguir esas fotocopias. No puedo decirle nada más sin revelar… Dejé la frase sin terminar. Ya había dicho bastante.
– Ya. El viejo truco de que no puede revelar sus fuentes. ¿Y dónde ha pasado todo el día, señor McEvoy? Le he estado esperando desde el mediodía.
– Estaba en Baltimore.
– ¿Haciendo qué?
– Eso sólo me concierne a mí. Tiene los originales de estos expedientes, puede imaginárselo.
– El caso McCafferty ¿Sabe que inmiscuirse en una investigación federal puede acarrearle otra acusación? Le dediqué mi mejor risotada fingida.
– Sí, claro -le dije sarcástico-. ¿Qué investigación federal? Usted estaría aún en su despacho contando suicidios si yo no hubiera hablado ayer con Ford. Pero ésa es la forma de actuar del FBI, ¿no? Si es una buena idea, ¡ah!, es idea «nuestra». Si se trata de un buen caso, sí, «nosotros» lo llevamos. Mientras tanto, el mal pasa ante vuestros ojos y vuestros oídos y no os enteráis de que hay mucha mierda.
– ¡Por Dios! ¿Pero quién ha muerto para enseñarte todo eso?
– Mi hermano.
Esto la pilló desprevenida y la dejó en silencio durante unos minutos. También me dio la impresión de que le había resquebrajado la coraza con que se protegía.
– Lo siento -dijo por fin.
– Yo también.
Desde mi interior brotó toda la ira por lo que le había pasado a Sean, pero me la tragué. Era una extraña y no podía compartir con ella algo tan sumamente íntimo. Me lo guardé y pensé en algo que decir.
– ¿Sabe? Es posible que lo conociera. Usted firmó el informe del VICAP y el perfil que él pidió al FBI para su caso.
– Sí, lo sé. Pero no llegamos a hablar.
– ¿Y si fuera usted quien me contestase ahora a una pregunta?
– Pruebe. Adelante.
– ¿Cómo me ha encontrado?
Me preguntaba si Warren le habría hablado de mí. Si descubría que lo había hecho, entonces habría roto el trato y no estaba dispuesto a ir a la cárcel para proteger a una persona que me había traicionado.
– Eso fue lo más fácil-dijo-. El doctor Ford, de la Fundación, me dio su nombre y su filiación. Me llamó después de su breve reunión de ayer y he llegado esta mañana. Pensé que sería conveniente poner a salvo esos expedientes y ya ve que no era mala idea. Sólo que llegué un poco tarde. Trabaja usted deprisa. Una vez que encontré la página del cuaderno de reportero me resultó muy fácil llegar a la conclusión de que usted había estado allí.
– No entré por la fuerza.
– Bueno, todas las personas relacionadas con el proyecto niegan haber hablado con usted. De hecho, el doctor Ford recuerda haberle dicho explícitamente que usted no podía tener acceso a los expedientes hasta que interviniera el FBI. Y, mira por dónde, aquí está usted con los expedientes.
– ¿Y cómo sabía usted que yo estaba en el Hilton? ¿También lo encontró escrito en una hoja de papel?
– Engañé a su redactor jefe como al chico de los recados. Le dije que tenía una información importante para usted y él me dijo dónde se alojaba.
Se me escapó una sonrisa, pero me volví hacia la ventana para que no se diera cuenta. Acababa de cometer un error que equivalía a decirme directamente que Warren había revelado mi paradero.
– Ya no se les llama chico de los recados -le dije-. Es políticamente incorrecto.
– ¿Mensajero?
– Eso está mejor.
La miré directamente a los ojos por primera vez desde que entramos en el coche. Tuve la sensación de que estaba recuperando terreno. La destreza que había demostrado al hacerme bailar sobre la cama de mi habitación empezaba a dar paso a una segunda personalidad. Ahora era yo quien llevaba la batuta.
– Tenía entendido que ustedes siempre trabajan en parejas -le dije.
Nos habíamos detenido en otro semáforo. Podía ver la entrada de la autopista un poco más allá. Tenía que apresurarme.
– Así suele ser -contestó ella-. Pero hoy ha sido un día muy liado, había mucha gente fuera y, a decir verdad, cuando salí de Quantico creía que sólo tendría que ir a la Fundación para hablar con Oline y el doctor Ford y recoger los expedientes. No contaba con un arresto y la consiguiente custodia.
Su espectáculo se estaba derrumbando por momentos. Ahora lo veía claro. Ni esposas, ni compañero, y yo sentado en el asiento delantero. Además, sabía que Greg Glenn no tenía ni idea de dónde me alojaba en Washington. Yo no se lo había dicho y no había hecho la reserva a través de la agencia de viajes del Rocky porque no había tenido tiempo.
La bolsa con mi ordenador estaba en el asiento, entre los dos. Sobre ella había apilado las fotocopias de los expedientes, el libro de Poe y mi bloc de notas. Lo cogí todo y me lo puse en el regazo.
– ¿Qué hace? -me preguntó.
– Voy a salir de aquí -tiré los expedientes sobre su regazo-. Puede quedarse con esto. Ya he sacado toda la información que necesitaba. Tiré de la manija y abrí la portezuela.
– ¡No se mueva, joder! La miré sonriendo.
– ¿Se da usted cuenta de que ese lenguaje vulgar no es más que un pobre intento de recuperar su superioridad? Mire, el juego ha estado bien, pero usted rehuye las respuestas correctas. Voy a coger un taxi para que me lleve de vuelta al hotel. Tengo que escribir un reportaje.
Salí del coche con mis cosas y eché a andar por la acera. Miré por allí, descubrí un drugstore que tenía un teléfono en la fachada y me dirigí hacia él. Ella metió el coche en el aparcamiento para cortarme el paso. Lo detuvo con una sacudida y salió de un salto.
– Está cometiendo un error -me dijo acercándose rápidamente.
– ¿Qué error? El error ha sido suyo. ¿A qué venía todo ese montaje? Se quedó mirándome, estupefacta.
– Vale, le diré de qué iba -le dije-. Era una trampa.
– ¿Una trampa? ¿Para qué?
– Para sacarme información. Usted quería saber qué es lo que tengo. Supongo que una vez conseguido lo que quería, vendría y me diría: «Vaya por Dios, lo siento, acabamos de pillar a su fuente. No importa, ya puede irse y lamento este pequeño malentendido.» Bueno, será mejor que vuelva a Quantico y ensaye mejor su actuación.
La esquivé y me dirigí hacia la cabina telefónica. Levanté el auricular pero no había línea. Sin embargo, no lo solté. Ella me estaba mirando. Marqué el número de información.
– Necesito el teléfono de los taxis -le dije al inexistente telefonista.
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