Michael Connelly - El Poeta

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La vida de Jack McEvoy, un periodista especializadoen crímenes atroces, sufre un vuelco cuando muere su hermano, un policía del Departamento de Homicidios. McEvoy decide seguir el rastro de diferentes policías que, como su hermano, presuntamente se suicidaron y dejaron una nota de despedida con una cita de Edgar Allan Poe. En realidad todo apunta a que murieron a manos de un asesino en serie capaz de burlar a los mejores investigadores.

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Pero cuando la noche había tendido su manto sobre aquel lugar, como encima de todo, y el místico viento pasaba murmurando una melodía… entonces… ¡ahí, entonces despertaba al horror del lago solitario.

Poe había captado mi miedo y mi vacilante memoria. Mi pesadilla. Había llegado hasta mí a través de un siglo y medio y me estaba poniendo su dedo helado en el pecho.

La muerte yacía en esa ola emponzoñada

que en su sima encerraba una tumba apropiada.

Acabé de leer el último poema a las tres de la madrugada. Sólo había encontrado una correlación entre las obras del poeta y las notas de los suicidas. La frase que los informes atribuían como despedida al detective Garland Petry -«Por desgracia, sé que me han despojado de mi fuerza»- había sido extraída del poema titulado «AAnnie».

Pero no hallé ninguna correspondencia con las últimas palabras atribuidas a Beltran, el detective de Sarasota, en los poemas escritos por Edgar Alian Poe. Empezaba a preguntarme si se me habría pasado por alto debido a la fatiga, aunque sabía que lo había leído todo cuidadosamente, a pesar de lo tardío de la hora. «Señor, ten piedad de mi pobre alma.» Ésa era la frase. Entonces se me ocurrió que ésa había podido ser perfectamente la última plegaria de un suicida. Descarté a Beltran de la lista, convencido de que esas tristes palabras eran realmente suyas.

Mientras luchaba contra el sueño analicé mis notas y comprobé que, decididamente, el caso McCafferty de Baltimore, y el caso Brooks, de Chicago, se parecían demasiado y no podía pasar por alto esa semejanza. Entonces decidí lo que haría por la mañana. Me iría a Baltimore a investigar más a fondo.

Esa noche volví a soñar. La única pesadilla recurrente de toda mi vida. Como siempre, soñé que iba cruzando un enorme lago helado, con el hielo azul negruzco bajo mis pies. En todas direcciones me hallaba a la misma distancia de la nada, todos los horizontes eran invisibles, de un blanco ardiente. Bajaba la cabeza y seguía caminando. Un paso. Dos. Entonces surgía del hielo una mano que me agarraba. Tiraba de mí hacia un agujero cada vez más grande. ¿Intentaba atraerme o asirse a mí para salir? Nunca lo sabía. No llegué a saberlo en ninguna de las ocasiones en que tuve ese sueño.

Todo lo que veía era la mano y el escuálido brazo que surgían de las negras aguas. Sabía que aquella mano era la muerte. Entonces me desperté.

Las luces y el televisor seguían encendidos. Me senté y miré a mi alrededor, al principio sin entender nada, pero enseguida recordé dónde estaba y lo que hacía. Esperé a que se me pasara el escalofrío y después me levanté. Apagué el televisor y me acerqué al minibar; rompí el precinto y abrí la puerta. Escogí un botellín de Amaretto y me lo bebí directamente, sin vaso. Miré el precio en la lista que te dan. Seis dólares. Analicé la lista y los exorbitantes precios sólo por hacer algo.

Por fin, noté que el licor empezaba a calentarme. Me senté en la cama y miré el reloj. Las cinco menos cuarto. Tenía que volver a la cama. Tenía que dormir. Me metí entre las sábanas y cogí el libro de la mesilla. Volví a leer aquel poema. Mis ojos volvieron a detenerse en aquellas dos líneas:

La muerte yacía en esa ola emponzoñada

que en su sima encerraba una tumba apropiada.

Por fin, aquellos pensamientos enrevesados dieron paso al cansancio. Dejé el libro y me acomodé en el hueco de la cama. Dormí como un tronco.

17

Repugnaba a los instintos de Gladden permanecer en la ciudad, pero no le quedaba más remedio, de momento. Tenía algunas cosas que hacer. Los fondos transferidos por cable estarían en la sucursal de la Wells Fargo al cabo de unas horas y tenía que reemplazar la cámara. Era una prioridad absoluta y no podía hacerlo si estaba en la carretera, camino de Fresno o de cualquier otro lugar. Así que tenía que quedarse en Los Angeles.

Se miró en el espejo que había sobre la cama y analizó su propia imagen. Ahora su cabello era negro. No se había afeitado desde el viernes y la barba ya era espesa. Alcanzó las gafas de la mesilla y se las puso. Se había deshecho de las lentes de contacto coloreadas en el In N Out, donde había cenado la noche anterior. Volvió a mirarse al espejo y le sonrió a su nueva imagen. Era un hombre nuevo.

Echó un vistazo a la televisión. Una mujer practicaba una felación a un hombre mientras otro le hacía el amor en la postura que de forma instintiva usan los perros. El sonido estaba bajo, pero él ya sabía cómo sonaba aquello. Había tenido la tele encendida toda la noche. Las películas porno que venían incluidas en el precio de la habitación no llegaban a producirle ninguna excitación porque todos los actores eran demasiado viejos y parecían aburridos. Eran desagradables. Pero mantenía la tele encendida. Le ayudaba a recordar que todo el mundo siente deseos malévolos.

Volvió a mirar su libro y empezó a leer de nuevo el poema de Poe. Lo sabía de memoria, después de tantos años y tantas lecturas. Pero, aun así, le complacía mirar las palabras escritas en sus páginas y sostener el libro en las manos.

De algún modo, le hacía sentirse cómodo.

En visiones de la oscura noche he soñado con el gozo ya ido; pero un sueño de luz y de vida ha dejado mi pecho transido.

Gladden se sentó y dejó el libro. En ese momento oyó que un coche se detenía delante de su habitación. Se acercó a las cortinas y escudriñó el aparcamiento. El sol le hizo daño en los ojos. Era sólo el coche de alguien que llegaba al motel. Un hombre y una mujer, ambos al parecer borrachos ya, aunque aún no era mediodía.

Gladden sabía que había llegado el momento de salir. Antes necesitaba conseguir un periódico para ver si publicaba alguna noticia sobre Evangeline. Sobre él. Después, tenía que ir al banco. Y luego a por la cámara. Quizá más tarde, si tenía tiempo, saldría en busca de algo más. Sabía que cuanto más tiempo pasara allí dentro, más posibilidades tenía de que no detectasen su paradero. Pero también confiaba en que había borrado cuidadosamente sus huellas. Había cambiado dos veces de motel desde que abandonó el Hollywood Star. La primera habitación, en Culver City, sólo la utilizó para teñirse el cabello. Después se lavó, lo dejó todo limpio y se marchó. Entonces cogió el coche, se dirigió hacia el valle y se registró en la pocilga en que estaba sentado ahora, el Bon Soir Motel de Ventura Boulevard, en Studio Cirro Cuarenta pavos por noche, incluidos tres canales de películas sólo para adultos.

Se había registrado con el nombre de Richard Kidwell. Era el que figuraba en su último carnet de identidad. Había tenido que entrar en la red y hacerse con unos cuantos más. Recordó que le habían pedido un apartado de correos para enviárselos; otro motivo para quedarse en Los Angeles. Al menos de momento. Añadió el apartado de correos a la lista de cosas que tenía que hacer.

Echó un vistazo al televisor mientras se ponía los pantalones. Una mujer con un pene de goma sujeto al abdomen con unas tiras que le rodeaban la pelvis mantenía relaciones sexuales con otra mujer. Gladden se ató los cordones de los zapatos, apagó el televisor y salió de la habitación.

El brillo del sol le hizo encogerse. Cruzó a grandes zancadas el aparcamiento en dirección a la recepción del motel. Llevaba una camiseta blanca con un dibujo de Pluto. Ese perro era su animal favorito de los dibujos animados. En otros tiempos, aquella camiseta le había ayudado a aliviar el miedo de los niños. Siempre le había funcionado.

Tras la ventanilla de recepción se sentaba una mujer de aspecto desaliñado con un tatuaje en lo que en tiempos había sido la curva superior de su pecho izquierdo. Ahora se le había aflojado la piel y el tatuaje estaba tan viejo y deforme que a duras penas se podía decir que no era un cardenal. Llevaba una peluca rubia y larga, los labios pintados de rosa brillante y, en las mejillas, maquillaje suficiente para recubrir un pastelillo o pasar por una evangelista televisiva. Era la misma que había registrado su entrada el día anterior. Gladden puso un billete de un dólar bajo la ventanilla y le pidió cambio en monedas. No sabía lo que costaban los periódicos en Los Angeles. En otras ciudades le habían costado entre veinticinco y cincuenta centavos.

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