Gladden volvió a la habitación mirando a su alrededor. El motel tenía un patio central y a su alrededor se alzaban dos pisos de unas veinticuatro habitaciones cada uno. Vio otro carro de limpieza cruzado en el pasillo del piso de arriba. Estaba ante la puerta abierta de una habitación, pero no se veía a la sirvienta. En el centro del patio, la piscina estaba desierta. Demasiado frío. No vio a nadie más.
Entró en la habitación y cerró la puerta mientras Evangeline salía del cuarto de baño con la bolsa del cubo de basura.
– Perdone, señor, tenemos que dejar la puerta abierta mientras trabajamos en las habitaciones. Son las normas de la casa.
Gladden le cortó el paso hacia la puerta.
– ¿Ha visto la fotografía?
– ¿Qué? Perdone, señor, tengo que abrir la…
– ¿Ha visto usted la foto en el ordenador?, ¿encima de la cama?
Señaló el ordenador y la miró a los ojos. Ella parecía desconcertada, pero no se giró.
– ¿Qué foto?
Volvió los ojos hacia la cama combada y luego hacia él con una mirada confusa y una expresión de creciente incomodidad.
– Yo no he tocado nada. Puede llamar ahora mismo al señor Barrs si cree que he tocado algo. Soy una mujer honrada. Puede que haya mandado a una de las chicas a buscarme. No he cogido su foto. Ni siquiera sé de qué foto me habla.
Gladden se la quedó mirando un momento y después sonrió.
– Evangeline, creo que quizá sea usted una mujer honrada. Pero tengo que asegurarme. Usted ya me entiende.
La Fundación para el Cumplimiento de la Ley (LEF) estaba en la calle Nueve de Washington D.C., a pocas manzanas del Departamento de Justicia y del cuartel general del FBI. Era un edificio grande y supuse que albergaría también los despachos de otras agencias y organizaciones públicas. Una vez franqueadas las pesadas puertas, miré el panel y subí en el ascensor hasta el tercer piso.
Daba la impresión de que la LEF ocupaba todo el tercer piso. Al salir del ascensor me encontré ante un gran mostrador de recepción tras el cual se sentaba una voluminosa mujer. Entre los periodistas los llamábamos «mostradores de decepción» porque las mujeres contratadas para sentarse tras ellos raramente te encaminaban adonde querías ir o te enviaban a quien querías ver. Le dije que quería hablar con el doctor Ford, el director de la Fundación al que habían entrevistado para un artículo del New York Times sobre suicidios de policías. Ford era el encargado de la base de datos a la que yo tenía que acceder.
– Ha salido a almorzar. ¿Tiene usted cita con él?
Le dije que no y le puse delante una tarjeta de visita. Miré el reloj. La una menos cuarto.
– Ah, ya, periodista -dijo ella como si esa profesión fuera sinónimo de culpable-. Eso cambia las cosas. Tiene usted que pasar por la oficina de asuntos públicos antes de que se decida si puede usted hablar con el doctor Ford.
– Ya veo. ¿Cree usted que habrá alguien en asuntos públicos o habrán salido a almorzar también? Cogió el teléfono e hizo una llamada.
– ¿Michael? ¿Estáis ahí o habéis salido a almorzar?
Tengo aquí a un hombre que dice ser del Rocky Mountains News… No, ha preguntado primero por el doctor Ford. Escuchó durante unos instantes y después dijo «vale» y colgó.
– Michael Warren le recibirá. Dice que tiene una cita a la una y media, así que será mejor que se apresure.
– ¿Que me apresure hacia dónde?
– Despacho tres-cera-tres. Coja el pasillo que está detrás de mí, gire por la primera esquina a la derecha y allí es, primera puerta a la derecha.
Mientras hacía el recorrido pensé que el nombre de Michael Warren me resultaba familiar, aunque no sabía de qué. La puerta del 303 se abrió en cuanto llegué ante ella. Un hombre de unos cuarenta años estaba a punto de salir cuando me vio y se detuvo.
– ¿Es usted el del Rocky? -Sí.
– Empezaba a preguntarme si se habría equivocado de camino. Pase. Sólo dispongo de unos minutos. Soy Mike Warren. Michael, si tiene que usar mi nombre en la prensa, aunque prefiero que no lo haga y que hable primero con mis superiores. Espero poder ayudarle en eso.
Una vez que se hubo colocado detrás de su desordenado escritorio, me presenté y nos estrechamos la mano. Me invitó a sentarme. Había un montón de periódicos en un extremo de la mesa. En el otro había fotos de la esposa y dos hijos, colocadas de modo que pudieran verlas tanto Warren como sus visitantes. En una mesa baja, a su izquierda, había un ordenador y detrás de él, en la pared, una foto de Warren estrechando la mano del presidente. Warren iba bien afeitado y llevaba una camisa blanca y una corbata granate. El cuello estaba un poco raído por el roce. Su chaqueta estaba colgada en el respaldo de la silla. Tenía la piel muy clara y en ella resaltaban unos penetrantes ojos oscuros y el cabello totalmente negro.
– Bueno, ¿qué hay? ¿Se encuentra usted en la oficina de Scripps D. C?
Se refería a la empresa matriz, que mantenía una delegación con reporteros que servían temas de Washington a todos los periódicos de la cadena. Greg Glenn me había sugerido a principios de semana que acudiese a esa oficina.
– No, yo vengo de Denver.
– Bueno, ¿y qué puedo hacer por usted?
– Tengo que hablar conNathan Ford o con quien esté llevando directamente el estudio sobre suicidios de policías.
– Suicidios de policías. Es un proyecto del FBI. Oline Fredrick es quien lo está investigando con ellos.
– Sí, ya sé que está implicado el FBI.
– Veamos -levantó el teléfono pero lo volvió a colgar-. Usted no había llamado antes, ¿no? No recuerdo su nombre.
– No, acabo de llegar a la ciudad. Podríamos decir que se trata de un tema caliente.
– ¿Un tema caliente, el suicidio de policías? No me parece un tema para la hora de cierre. ¿Por qué tanta prisa? Entonces caí en la cuenta de quién era.
– ¿Trabajaba usted en el Times de Los Angeles? ¿En la redacción de Washington? ¿Es usted aquel Michael Warren? Le hizo sonreír el hecho de que lo hubiera reconocido, a él o su nombre.
– Sí, ¿cómo lo sabe?
– La línea Post-Time. La he estado siguiendo durante años. Y me he acordado del nombre. Usted cubría Tribunales, ¿no? Hizo un buen trabajo.
– Hasta hace un año. Lo dejé para venir aquí.
Asentí. Siempre había un instante de silencio difícil cuando me topaba de pronto con alguien que había dejado el
oficio y se encontraba ahora al otro lado de la raya. Por lo general estaban quemados, eran reporteros que se habían cansado de vivir siempre al filo del cierre y siempre obligados a sacar temas. Una vez leí un libro sobre un reportero escrito por otro reportero que describía el oficio como una carrera permanente delante de una trilladora. Pensé que era la descripción más acertada que había leído. Aveces la gente se cansaba de correr delante de la máquina, otras eran arrollados y quedaban hechos polvo. Aveces se las apañaban para escapar de allí. Entonces utilizaban su experiencia en el negocio para buscarse la estabilidad de un trabajo como personas que manejan los medios de comunicación, pero que ya no forman parte de ellos. Es lo que había hecho Warren y, en cierto modo, me daba pena por ello. Había sido muy bueno. Esperaba que él no sintiese el mismo pesar.
– ¿Lo echa de menos?
Tenía que preguntárselo por mera cortesía.
– De momento, no. De vez en cuando aparece un buen tema y me gustaría tratarlo como periodista, buscándole el enfoque original. Pero eso te puede destrozar, no se puede andar con bromas.
Estaba mintiendo y creo que era consciente de que yo lo sabía. Él hubiera querido dar marcha atrás.
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