– No, deja que intente caminar un poco. Si está muy afilada, montaré.
Él aceptó de mala gana, y entramos en el mar de hierba.
Como de costumbre, Victoria tenía razón: la hierba cortaba. Y pensándolo bien, recordé que había visto rasguños rojos en su piel, pero estaba tan manchada de barro y tenía tantas picaduras de mosquito que yo no había pensado en ello.
Sin embargo, ahora que tenía que atravesar aquel campo, lo pensaba minuciosamente. Me puse los brazos ante la cara para protegerme de lo peor de la hierba. Pronto noté que algunas gotas de sangre me recorrían los antebrazos.
– Rhea, ya basta. Quiero que montes ahora mismo.
– Sólo un poco más, y montaré.
Di un paso y posé el pie delante de mí, y la pierna continuó hundiéndose, hundiéndose sin parar. Grité e intenté sacarla, pero perdí el equilibrio y me precipité hacia delante, y me encontré de repente hundida hasta la cintura en una mezcla blanda y arenosa. Cuanto más luchaba por salir, más me hundía.
– ¡Rhea! -gritó ClanFintan, y con su fuerza feroz, me tomó del brazo y me sacó de allí, casi sacándome el hueso del hombro de su hueco.
ClanFintan se agachó y me abrazó, y nos quedamos así durante un momento. Mi marido me estaba recorriendo el cuerpo con las manos para asegurarse de que todo seguía allí.
– ¿Te ha agarrado algo? ¿Estás herida? -le temblaba la voz.
– No, estoy bien -dije. Me apoyé en él, inhalando profundamente-. No tiene fondo. Era como si me estuviera succionando. Deben de ser arenas movedizas.
– Sí -dijo él con más calma, después de saber que yo seguía de una pieza-. Había oído hablar de estos pozos. Es una de las razones por las que los centauros evitamos el terreno pantanoso.
– Pues es una excelente razón.
Él se puso en pie, levantándome consigo.
– Debemos rodearlo -me dijo-. Y ahora no puedes montar en mi espalda.
No tuvo que decirme por qué. Los dos lo sabíamos. ClanFintan podía sacarme de las arenas movedizas, pero yo no podría hacer lo mismo por él. Seguimos avanzando, y yo recé en silencio a Epona, pidiéndole ayuda.
Al final, viajamos hacia el sur, para evitar los pozos de arenas movedizas. Después pudimos dirigirnos nuevamente hacia el este. La hierba me cortaba la piel de los brazos, y mis pasos se hicieron más y más lentos.
– Rhea, deja que yo camine delante -dijo ClanFintan-. Ponte un poco de ungüento en los brazos y camina detrás de mí para poder descansar -me dijo-. Después de un rato, cambiaremos posiciones de nuevo.
– Pero ¿y si te caes en un pozo de arenas movedizas?
– Tendré cuidado.
– De acuerdo.
Yo me apliqué un poco de bálsamo en los brazos, y casi inmediatamente, el escozor y el dolor de los arañazos desaparecieron.
– Me siento mejor -dije, y vi que él también tenía arañazos en los brazos y el pecho-. Toma, ponte un poco tú también.
– No. Sólo son rasguños. Mi piel no es tan fina como la tuya -dijo, y me acarició la mejilla.
– Voy a ponerte un poco. Sé lo mucho que escuecen.
Me sonrió con indulgencia mientras le cuidaba las heridas. Después, guardé el frasco en el bolso y rodeé a ClanFintan de mala gana para ponerme tras él.
– ¡Ten cuidado! -le grité.
– Lo tendré.
Entonces, comenzamos de nuevo nuestra lucha por avanzar.
Justo cuando yo pensaba que el campo de hierba no iba a terminar jamás, ClanFintan miró hacia atrás y me dijo con entusiasmo:
– ¡Veo los árboles!
Entonces, siguió caminando con energías renovadas.
Y cayó directamente en un pozo de arenas movedizas.
Su cuerpo equino luchó por mantenerse a flote, pero la arena comenzó a succionarlo. Él movió los brazos, intentando agarrarse a algo, a cualquier cosa, para ponerse a salvo.
– ¡No te acerques! -me gritó cuando yo intenté tomarlo de la mano-. Estoy demasiado hundido. No puedes alcanzarme.
– ¿Qué hago? -grité, presa del pánico.
Él miró frenéticamente a su alrededor.
– Ve hasta los árboles y busca una rama, y tráela para que pueda agarrarme a ella.
Yo asentí, pero sabía que no volvería a tiempo. Ni siquiera veía el comienzo de los árboles, y no podía correr por el barro de la ciénaga.
Sabía que iba a morir, y lo único que podía hacer era quedarme mirando.
«Tiene que llevar a cabo el Cambio».
Aquel pensamiento estalló en mi mente. Me acerqué corriendo hacia el pozo. Él ya estaba hundido hasta la mitad de su torso humano.
– Aléjate… -jadeó.
– ¡Escucha! -me arrodillé y gateé hasta el borde del pozo-. Tienes que cambiar de forma -le dije, y estiré los brazos hacia él-. ¿Lo ves? Si tú te estiras también, podré agarrarte. ¡Inténtalo!
Él lo hizo, y nuestros dedos se tocaron.
– Ahora, cambia de forma. Puedo tirar de un hombre, pero no de un centauro.
Vi que me entendía. Cerró los ojos e inclinó la cabeza. Su cuerpo quedó inmóvil mientras empezaba el cántico. Elevó los brazos y la cabeza al mismo tiempo. El resplandor comenzó. Antes de que yo pudiera cerrar los ojos, vi que su rostro se contraía de dolor.
Después, la luz se extinguió, e inmediatamente, yo me estiré hacia delante.
– ¡Vamos, estírate hacia mí! -le grité.
Aunque estaba agotado, lo hizo, y nuestros dedos se tocaron. Entonces, lo agarré de una mano, hundí los talones en el suelo de barro, y tiré con todas mis fuerzas. Fui ganando centímetro a centímetro a la arena mortal, hasta que el torso de ClanFintan estuvo tendido en el suelo húmedo y él pudo ayudarme a tirar del resto de su cuerpo.
Rodó y quedó tendido de costado, y durante un largo tiempo, estuvimos acurrucados el uno contra el otro. Nuestro único movimiento era la respiración.
– Gracias, Epona -dije.
– Tu diosa es buena contigo -dijo ClanFintan, y yo me sentí aliviada al oír que su tono de voz era normal.
Le aparté algo de arena de la cara, y después besé el lugar que había limpiado.
– ¿Puedes caminar ya?
Él asintió y se puso en pie con movimientos dolorosos, rígidos. Cuando se dio la vuelta, vi su espalda y sus nalgas. Los cortes eran heridas horribles, fruncidas con puntos de sutura negros. Le llegaban hasta los muslos, y expulsaban un líquido que se mezclaba con la arena y el agua del pozo.
– ¡Oh, Dios! -dije sin poder contenerme-. ¡Vuelve a cambiar!
– Creo -dijo él, lentamente-, que debería permanecer en forma humana hasta que hayamos cruzado el río. Recuerda que no están buscando a un hombre y una mujer, sino a la Elegida de Epona y a su marido centauro.
– Pero… tus heridas…
– Ponme más ungüento en ellas, y será tolerable.
No quería tocar aquellos cortes horribles, pero metí los dedos en el frasco de bálsamo y después se lo apliqué en la espalda y las nalgas. Él no se movió, no habló, y no respiró hasta que hube terminado.
– ¿Mejor? -le pregunté, y pasé los dedos por los rasguños de sus brazos para aprovechar toda la medicina.
– Sí -respondió, aunque se había puesto pálido-. He visto los árboles justo por allí. No queda mucho.
Nos pusimos a caminar, con cuidado de rodear el pozo de arenas movedizas. Yo le eché un vistazo a su cuerpo desnudo.
– ¿Quieres que te preste el tanga, o algo así?
Se le escapó una carcajada que hizo que se estremeciera por el dolor de las heridas, pero al mirarme, le brillaban los ojos.
– Creo que no. Si nos capturaran los Fomorians, harían circular unas historias tremendas.
– Veo los titulares. «El Sumo Chamán de los centauros iba travestido en el momento de su captura».
– ¿Titulares?
– Chismorreos que lee todo el mundo.
Читать дальше