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P. Cast: Profecía De Sangre

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P. Cast Profecía De Sangre

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Elphame es mitad humana mitad centauro, hija de Etain, esposa de Epona. Es prácticamente humana pero su apariencia evidencia la rareza de su origen, sus piernas de centauro, su condición de híbrido, la separan del mundo. Cuando emprende su viaje hacia el castillo de MacCallan lo hace dejándose llevar por una atracción que desde niña ha sentido por las leyendas del mundo antiguo. Cien años atrás, unas criaturas demoniacas y sangrientas llamadas Fomorians arrasaron aquel lugar. Una premonición de su hermano pequeño, que le acompaña en el viaje, le dice a Elphame que allí encontrará no solo su destino sino también un compañero para su vida. La profecía se cumple cuando Elphame conoce a un mitad hombre y mitad Fomorian llamado Lochlan.

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Elphame miró al sabio y anciano centauro y a las dos jóvenes. Ellos no la rechazaron, ni la acusaron de defender a un monstruo. Ella todavía era la Jefa del Clan. Elphame tuvo que contener sus propias lágrimas. Era La MacCallan. El clan dependía de su fuerza. No iba a llorar.

– Acepto vuestra ayuda. Venid conmigo a la tienda de Brenna. La prepararemos allí.

Los cuatro formaron una triste procesión hasta las tiendas. Junto a la de Brenna estaba sentada la pequeña lobezna. Elphame se había olvidado por completo de Fand , y se sorprendió al ver que alguien la había atado a uno de los postes de la tienda. La lobezna se puso a brincar a modo de saludo, pero cuando Elphame y su carga se acercaron, su actitud cambió drásticamente. Bajó las orejas y la cola, y comenzó a gimotear de tristeza, y se tumbó en el suelo. Elphame entró en la tienda y depositó a Brenna en su camita, y todos comenzaron a ungir su cuerpo mientras los aullidos de Fand resonaban por el día que se terminaba.

Capítulo 36

Elphame estaba envuelta en una capa, entre las sombras que había a la entrada del patio principal. La escena que tenía ante sí era macabra. Las antorchas ardían alegremente, y los sonidos reconfortantes de la charla de la gente mientras terminaba de cenar llegaban desde el Gran Salón y se mezclaban con el borboteo del agua de la fuente. Eran los sonidos de su castillo al final del día. Todo sería muy normal si no tuviera en las manos el perfume del aceite que había usado para ungir el cuerpo de Brenna, y si no hubiera guardias en el patio vigilando a Lochlan.

Lochlan tenía grilletes en los tobillos y en las muñecas, y las cadenas estaban enrolladas en la gran columna central del castillo. Lochlan estaba sentado en la base de la columna, apoyado contra ella. Tenía los ojos cerrados, y estaba lleno de golpes y hematomas. Tenía una flecha clavada en el hombro izquierdo, y sobre el timón de la flecha, un corte profundo en el músculo. Todo el lado izquierdo de su cuerpo estaba cubierto de sangre. Sin embargo, la herida que más impresionaba a Elphame, la que más le encogía el estómago, era el desgarramiento que le recorría toda el ala. El ala intacta estaba plegada a su espalda, pero la otra le colgaba flácida y abierta, como si fuera el ala de un pájaro moribundo.

Elphame tomó aire, intentando olvidar el perfume del aceite mortuorio. Quería correr junto a Lochlan y ordenar a los guardias que le quitaran las cadenas. Si hubiera sido cualquier otra persona, y no La MacCallan, les habría gritado que él no había matado a Brenna, que él no era un demonio. Sin embargo, no podía reaccionar como una esposa horrorizada. Debía hacer justicia, no dejarse dominar por la histeria o por el llanto. No podía salvar a Lochlan. Él debía salvarse a sí mismo. Debía demostrar que era inocente de la muerte de Brenna, o ella tendría que imponerle un castigo, como haría con cualquier otro miembro del clan.

Sin embargo, también como cualquier otro miembro del clan, Lochlan estaba bajo su protección y su cuidado hasta que se hubiera celebrado su juicio. Y, tal y como había visto hacer a Brenna muchas veces, se colocó el bolso de cuero de la Sanadora al hombro y salió al patio. Sus cascos resonaron contra el suelo de mármol, y los dos guardias armados se inclinaron ante ella.

– Brendan, Duncan -dijo, saludándolos con un asentimiento.

Lochlan alzó la cabeza.

– Necesito que uno de vosotros vaya a la cocina. Wynne tendrá preparado un caldo. Debéis traerlo, junto a un odre de vino tinto.

Brendan volvió a inclinarse ante ella y se marchó a cumplir sus órdenes. Después, Elphame miró a Duncan.

– Quisiera hablar en privado con Lochlan.

Duncan vaciló durante un instante, y después se retiró de mala gana hacia el otro extremo del patio. Permaneció lo suficientemente lejos como para no oír su conversación, pero lo suficientemente cerca como para volver a su lado si ella corría peligro.

– ¿Son muy graves tus heridas? -le preguntó a Lochlan.

Al principio él no respondió. Sólo la miró mientras negaba con la cabeza lentamente, y Elphame se preguntó si había comenzado a sucumbir a la locura.

– Yo no he matado a Brenna -dijo entonces, con claridad.

En vez de hablar, ella se agachó a su lado y abrió el maletín de Brenna en busca del ungüento que había usado su amiga para curarle las heridas a ella, y tiras de lino para vendarle el corte del hombro.

Las cadenas hicieron ruido cuando él la agarró por la muñeca. Duncan desenvainó la espada y dio un paso hacia ellos, pero Elphame le indicó que se alejara.

– Debo saber si confías en mí -dijo él.

Elphame lo miró a los ojos y se dio cuenta de que no podía responderle.

– El espíritu de las piedras puede decírtelo, Diosa -le dijo Danann desde la entrada del patio.

Elphame se zafó de la mano de Lochlan y se dio la vuelta para mirar al centauro. Él también olía a aceite de ungir, y en su rostro se reflejaba la tensión de las horas pasadas. Sin embargo, sus ojos tenían la misma mirada de sabiduría y bondad de siempre. Se acercó a ella y observó a Lochlan, y después volvió a mirar a Elphame.

– Pregúntale al espíritu de la gran columna. A través de él, sabrás la verdad.

Elphame abrió mucho los ojos. No se le había ocurrido aquello, pero se dio cuenta de que el Maestro de la Piedra tenía razón. Ella tenía la capacidad de averiguar, infaliblemente, si Lochlan había tenido algo que ver con la muerte de Brenna.

Las cadenas volvieron a resonar cuando él se puso en pie fatigosamente.

– ¿Qué quiere decir el centauro? -murmuró.

– Que el espíritu de la piedra de esta columna y yo estamos conectados. A través de él puedo verte, y saber si le hiciste daño a Brenna o no.

Lochlan cerró los ojos con cansancio, y por un momento, Elphame pensó que iba a perder el conocimiento, pero volvió a abrirlos. Elphame vio una gran tristeza en ellos.

– No deberías necesitar a los espíritus de tu castillo para saber que no he cometido ningún crimen.

– ¿No? -preguntó Danann-. Tal vez deba esperarse que tu compañera confíe implícitamente en ti, pero tu compañera también es La MacCallan. Ella debe ser más prudente. Nunca subestimes la gran responsabilidad que lleva en la sangre.

Al escuchar las palabras de Danann, el semblante de Lochlan cambió. La tristeza desapareció, y sólo quedó el cansancio.

– Has hecho bien en censurarme, Maestro -dijo-. Yo lo sabía cuando le hice el juramento de lealtad. No debería esperar menos de ella -entonces, miró a su Jefa y esposa-. Pregúntales a los espíritus para que La MacCallan pueda estar tranquila.

Elphame se acercó a él, y tocó la piedra que había a su lado. Notó un calor en la palma, como si el espíritu se despertara y respondiera a su contacto.

– Necesito saber si Lochlan es culpable de la muerte de Brenna -dijo.

Sintió una ráfaga de calor, y su espíritu se unió al de la gran columna. Como si acabara de exhalar un suspiro, parte de su conciencia fluyó por su mano y entró, a través de la piedra, en Lochlan.

Él inhaló bruscamente a causa de la impresión y la sorpresa, al notar que el calor invadía su cuerpo malherido, pero no apartó los ojos de Elphame.

– Yo no maté a Brenna -repitió.

Y, de repente, Elphame se sintió sacudida por descargas de emociones que percibió en Lochlan. «Horror… Ira… ¡Desesperación!». Supo lo devastado que se había sentido al descubrir lo que le habían hecho a Brenna. Y después sintió lo que él había sentido al oír su propia llamada: «Resignación… Tristeza…». Él había respondido a su llamada aunque sabía que seguramente estaría acercándose a su muerte.

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