– ¿Elphame? He traído esto para él.
Entre lágrimas, Elphame vio a Meara. La muchacha le ofrecía una manta cuidadosamente doblada. La dejó en el suelo, junto a Lochlan.
– Gracias -le dijo Elphame.
Cuando Meara se dio la vuelta, otra mujer se acercó.
– Wynne ha mandado más caldo. El estofado es para vos, mi señora -dijo Kathryn, la nueva ayudante de cocina.
Después se acercó otra mujer con un chal de lana, y sonriendo tímidamente, se lo puso por los hombros a su Jefa.
– Hace frío, mi señora.
Elphame, que era incapaz de hablar, sonrió para darle las gracias, y miró a su clan con la vista borrosa. Tenían una expresión sombría, pero no vio ira ni resentimiento en ellos, sólo preocupación.
– Cuidaos, mi señora -dijo uno de ellos.
Sus palabras rompieron el silencio del clan. Varios de los hombres se acercaron a Elphame, hablándole con suavidad y mirando con curiosidad al hombre alado que sólo había necesitado el contacto con su Jefa para soportar un dolor tan espantoso.
La noche transcurrió lentamente. Lochlan habló muy poco mientras Elphame y Danann terminaban de curarle las heridas. Bebió una segunda taza de caldo y después, envuelto en la manta de Meara, se apoyó contra la columna y cerró los ojos.
Elphame no quería alejarse de su amante, pero sabía que su clan la necesitaba, así que mientras Lochlan descansaba, fue al Gran Salón y habló con ellos. Nadie mencionó al hombre alado, ni hablaron de la misión de Cuchulainn, pero la espera era algo tangible, y muchos miraban de reojo hacia la entrada del castillo. Nadie se marchó a su tienda a dormir, y Wynne y sus cocineras se afanaron en darles café y estofado a todos.
Estaba empezando a amanecer cuando Elphame volvió al patio principal para ver a Lochlan. Alguien les había llevado unas sillas a Brendan y a Duncan, y estaban sentados a su lado, y Elphame se quedó sorprendida al ver que estaban hablando con él. Caminó con sigilo para que no notaran que se acercaba.
– Ciento veinticinco años -dijo Brendan, agitando la cabeza. Su expresión era de cautela, pero de curiosidad también-. No me imagino cómo puede ser vivir tanto tiempo. Ni siquiera pareces tan viejo como Danann.
Elphame sonrió, y notó una sonrisa en el tono de voz de Lochlan.
– Yo no quisiera medir mi sabiduría con la del centauro. Puede que yo tenga muchos más años que él, pero su experiencia es mucho más valiosa. No querría enfrentar mi ingenio con el suyo.
Duncan soltó un resoplido.
– Ninguno querríamos -dijo, y después hizo una pausa, como si estuviera pensando cuidadosamente lo que iba a decir-. Vi lo que pasó cuando La MacCallan le preguntó al espíritu de la columna la verdad sobre ti. Si hubieras sido el culpable de la muerte de la Sanadora, nuestra señora lo habría sabido.
– Yo no maté a Brenna, pero te diré con sinceridad que llevaré la culpa de su muerte hasta la tumba. Debería haber encontrado la manera de evitarlo -dijo Lochlan.
– El destino puede ser muy cruel -dijo Brendan.
Duncan asintió.
Elphame se acercó en aquel momento.
– Está amaneciendo -dijo-. Wynne tiene comida caliente para vosotros. Os relevo temporalmente de la vigilancia.
En aquella ocasión, en vez de vacilar, los dos hombres se pusieron en pie, le hicieron una reverencia a Elphame y se dirigieron en silencio hacia el Gran Salón. Elphame, una vez a solas con Lochlan, se dio cuenta de que no sabía qué decir. Colocó un montón de vendajes y tapó el frasco de ungüento.
– Siéntate a mi lado un momento, corazón mío.
Elphame lo miró a los ojos. Estaba pálido, y tenía unas profundas ojeras. La manta se le había caído del hombro herido, y el vendaje blanco tenía manchas de sangre. Estaba un poco más erguido que cuando ella pensaba que se había quedado dormido, pero todavía seguía apoyado en la columna, como si él también obtuviera fuerza de ella.
Con un suspiro, Elphame se sentó a su lado.
– Es tan difícil saber lo que tengo que hacer, Lochlan -le dijo con tristeza-. ¿Cómo equilibro lo que siento con lo que soy?
– Lo estás haciendo bien. Te son leales, Elphame. No tienes que preocuparte por perder a tu clan.
– ¿Y tú? ¿Debo preocuparme por si te pierdo a ti?
– No puedes perderme, Elphame.
– ¿Y si Cuchulainn no encuentra a tu gente, o si los mata y no permite que cuenten su historia? ¿Y si los trae con vida hasta aquí y mienten, y dicen que fuiste tú quien mató a Brenna? Ninguno de los miembros del clan puede comunicarse con el espíritu de la piedra. Yo puedo evitar que Cuchulainn te mate, pero tendría que desterrarte, Lochlan. ¿Lo entiendes?
– Entiendo que harás lo que tengas que hacer. Sin embargo, ni la muerte ni el destierro podrán destruir el amor que siento por ti. Y no olvides que Epona está presente en todo esto, Elphame. He decidido confiar en la diosa, tal y como hizo mi madre.
Elphame agitó la cabeza.
– Yo no tengo tu fe.
Lochlan sonrió.
– ¿No? Epona te marcó antes de tu nacimiento. Tal vez sólo necesites confiar en ti misma par escuchar su voz.
Elphame le acarició la mejilla.
– ¿Estás seguro de que no eres tan sabio como Danann?
– Completamente.
Entonces, ella se inclinó hacia delante y lo besó con suavidad. Las alas de Lochlan se movieron involuntariamente, y él no pudo contener un gemido de dolor. Elphame se apartó rápidamente de él con preocupación. Quiso acariciarle el ala herida, pero detuvo su gesto en el aire, porque no quería causarle más daño.
– El ala se curará -dijo Lochlan, intentando consolarla, aunque tenía la voz entrecortada-. Yo no habría podido sobrevivir en las Tierras Yermas si hubiera sido frágil y me rompiera con facilidad.
– Pero es tu ala.
– Se me curará -repitió él-. No tengas miedo de tocarme.
Ella se estaba inclinando cuidadosamente hacia él cuando se oyó el sonido de muchos cascos de caballos que entraban en el castillo. Con el corazón acelerado, Elphame se puso en pie para recibir a Cuchulainn y conocer las noticias que su hermano les había llevado.
Cuando Cuchulainn entró en el patio, ella apenas pudo reconocerlo. Estaba manchado de sangre y tierra, como Brighid, que iba a su lado. Sin embargo, el semblante de Cuchulainn no había cambiado sólo por la batalla y el cansancio. Su rostro se había convertido en la máscara dura de un extraño. Detrás del guerrero y de la Cazadora, los hombres y los centauros entraron en el patio. Elphame reconoció a varios hombres de Loth Tor. Alguien gritó en el Gran Salón, y el clan salió al patio.
A la luz de las antorchas, Cuchulainn tiró de las riendas para detener al caballo y desmontó con rigidez. Después desenrolló una cuerda de la montura. Elphame contuvo la respiración mientras su hermano caminaba hacia ella, tirando de la cuerda, y vio a cuatro figuras aladas que entraron tambaleándose al círculo de luz. Lochlan se puso en pie con dificultad, pero ella no podía apartar la mirada de los prisioneros de su hermano.
Eran cuatro, tres hombres y una mujer. Tenían las manos atadas por delante y la cuerda que les unía las muñecas pasaba después alrededor de su cuello antes de conectar con el siguiente prisionero, de manera que si uno hubiera caído y hubiera sido arrastrado por el caballo de Cuchulainn, los demás se habrían ahogado. Estaban sangrando por múltiples cortes y estaban cubiertos de suciedad y sangre, pero las heridas más espantosas las tenían en las alas. Sólo permanecían los esqueletos. Lo que era prueba de la fuerza que les proporcionaba su sangre oscura se había convertido en jirones de carne destrozada.
No iban a curarse. Elphame lo supo con una certeza que la espantó.
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