P. Cast - Profecía De Sangre

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Elphame es mitad humana mitad centauro, hija de Etain, esposa de Epona. Es prácticamente humana pero su apariencia evidencia la rareza de su origen, sus piernas de centauro, su condición de híbrido, la separan del mundo.
Cuando emprende su viaje hacia el castillo de MacCallan lo hace dejándose llevar por una atracción que desde niña ha sentido por las leyendas del mundo antiguo. Cien años atrás, unas criaturas demoniacas y sangrientas llamadas Fomorians arrasaron aquel lugar. Una premonición de su hermano pequeño, que le acompaña en el viaje, le dice a Elphame que allí encontrará no solo su destino sino también un compañero para su vida. La profecía se cumple cuando Elphame conoce a un mitad hombre y mitad Fomorian llamado Lochlan.

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Los hombres se dispersaron entre murmullos. Cuchulainn se colocó junto a la Cazadora.

– ¿Qué es esta criatura? -le preguntó en un susurro.

Brighid recordó la mirada que Elphame y ella habían compartido cerca de la poza. Elphame sabía que las huellas eran las mismas que había hallado en el barranco la noche de su accidente. ¿Qué podía hacer? ¿Debía decirle a Cuchulainn que sabían que había una criatura con pies de garra por el bosque, pero que no lo habían difundido? Brighid se frotó la frente con el dorso de la mano y le dijo parte de la verdad al guerrero.

– No lo sé, Cuchulainn. Nunca había visto una criatura que dejara unas huellas así.

– La ha matado, ¿verdad?

– Sabemos que se la ha llevado, pero no he encontrado más sangre, y había muy poca en el lugar del secuestro. Eso nos dice que Brenna no se ha desangrado -explicó Brighid.

Entre ellos quedó, sin mencionar, la certidumbre de que había muchos modos de morir aparte de la pérdida de sangre. Brighid apartó la mirada de la de Cuchulainn, que estaba llena de dolor, y estudió la línea que habían formado hombres y centauros. Después alzó el brazo y gritó:

– ¡Empecemos!

Todos comenzaron a caminar lentamente. Para Cuchulainn, el tiempo se doblaba sobre sí mismo. Por lógica, sabía que el tiempo transcurría normalmente. Las sombras del bosque se alargaban, como prueba de que el día iba acabándose, pero él tenía la sensación de que sólo habían pasado unos instantes desde que había tenido a Brenna entre sus brazos y la había visto marchar por el camino a esperarlo junto a la poza.

Cuchulainn también recordó el presentimiento que lo había invadido cuando Brenna y él volvían de la poza, la mañana anterior. Había sido una advertencia. Él había sentido el destino de Brenna, y lo había ignorado, como había ignorado todo conocimiento que le llegaba por parte del reino de los espíritus en el pasado. Lo que estaba ocurriendo era culpa suya. Si no hubiera rechazado al reino de los espíritus, habría estado preparado. No habría permitido que Brenna se alejara de su vista. Sintió odio hacia sí mismo.

Y entonces, oyó un sonido distante que le puso el vello de punta. Le llegó por la espalda. Era a la vez un sonido, un roce, un presentimiento. Era la magia viva que viajaba en el soplido del viento.

– ¡Esperad! -gritó.

Al instante, Brighid elevó el brazo y ordenó a la línea de búsqueda que se detuviera.

Cuchulainn se concentró con todo su ser en el oído, y expandió sus sentidos sobrenaturales, que normalmente rechazaba. El sonido pasó a su lado, ascendió por la elevación rocosa que había ante ellos y después, tan repentinamente como había llegado, aquel presentimiento se desvaneció.

Cuchulainn suspiró y maldijo su propia incompetencia. Con un profundo sentimiento de derrota, le indicó a Brighid que diera la orden de avanzar de nuevo, cuando volvió a notar un tumulto de sensaciones.

Cuchulainn alzó la cabeza y señaló el risco.

– Allí. Allí hay algo.

Cuando llegaron a la cima, encontraron una pradera de hierba rodeada de robles, en vez de los pinos altos e imponentes que abundaban en aquella zona. En la oscuridad de los árboles algo llamó la atención de Cuchulainn, y pronto vio una criatura alada salir al claro. Llevaba en brazos el cuerpo inerte de Brenna.

¡Un Fomorian! Eso debía de ser aquel monstruo. El tiempo volvió a cambiar, y se aceleró de modo que los movimientos se volvieron borrosos, y los sonidos irreales. La criatura se detuvo, y miró a los ojos a Cuchulainn. La vibración satisfactoria del arco de Brighid cuando soltó la flecha se mezcló con el ruido metálico de la espada de Cuchulainn al ser desenvainada. La criatura se echó a un lado, y aunque la flecha se le clavó hasta el timón en el hombro, Cuchulainn se dio cuenta de que el monstruo portaba a Brenna cuidadosamente, como si en algún lugar de su enfermiza mente quisiera mantenerla a salvo.

– ¡Brenna! -gritó Cuchulainn, y echó a correr por el claro.

La criatura se quedó inmóvil, en silencio, y no hizo ademán de protegerse. Sólo se movieron sus alas, que crujieron y se abrieron. Sus ojos, del color de una tormenta, no vacilaron. Cuchulainn notaba que Brighid, y el resto del grupo, lo seguían hacia el monstruo. Intentó no mirar a Brenna. Intentó no ver lo pálida y quieta que estaba.

Cuando Cuchulainn estuvo a menos de un metro de la criatura, ésta habló.

– Demasiado tarde. Está muerta.

Su voz era profunda y poderosa, y Cuchulainn notó su evidente tristeza. El guerrero apuntó al cuello de la criatura con la espada.

– Déjala en el suelo y acepta tu final.

La criatura alada se arrodilló lentamente y dejó a Brenna sobre la hierba. Cuando se puso en pie, los demás avanzaron como uno solo, pero Cuchulainn los detuvo con un grito.

– ¡No! Yo lo mataré.

Con una rapidez sobrehumana, Cuchulainn se lanzó hacia la criatura. Sin embargo, un instante antes de que la espada le cortara el cuello, el Fomorian habló de nuevo, y la palabra que gritó hizo que Cuchulainn se detuviera justo cuando el filo cortaba el mismo hombro en el que había penetrado la flecha.

– ¡Elphame!

Cuchulainn entornó los ojos y mantuvo la espada lista, sin apartarla del cuello del Fomorian.

– ¿Cómo te atreves a pronunciar el nombre de mi hermana?

Lochlan había caído sobre una rodilla. Su ala rota colgaba hasta el suelo, que se había llenado de sangre, y con la mano, intentaba contener la hemorragia de su hombro herido. Sin embargo, miró a Cuchulainn fijamente, y su voz seguía siendo fuerte y segura.

– Pronuncio el nombre de la Jefa del Clan porque tengo derecho de nacimiento, y exijo al clan que respete mi derecho a que ella oiga mi petición. Sólo ella puede decidir mi futuro.

– ¡Tú no eres del clan de los MacCallan! -rugió Cuchulainn.

Lochlan se puso en pie, y con los dientes apretados a causa del dolor, proclamó:

– Mi madre era Morrigan, la hermana menor de El MacCallan que regía estas tierras. Hoy lo hago público. ¡Sólo La MacCallan puede llamarme impostor!

– Llévalo ante tu hermana -dijo Brighid-. Ella quería a Brenna tanto como tú. Será un gran placer para ella ordenar que desmiembren a esta bestia.

Cuchulainn miró a la criatura. Las alas, las garras y los dientes indicaban sin duda que era un Fomorian, pero a pesar del dolor y la rabia, Cuchulainn veía claramente que sus rasgos eran humanos.

– Atadle las manos y amarradlo a mi silla. Si no puede caminar hasta el castillo, lo arrastraré.

Mientras ataban a Lochlan, Cuchulainn se arrodilló junto a Brenna. Estaba muy pálida. Le acarició la cara. También estaba muy fría. Tenía una expresión tan llena de paz que parecía que estaba dormida. Salvo por su cuello. La criatura le había arrancado un trozo de carne. Cuchulainn asimiló la realidad de su muerte y notó cómo atravesaba su mente, su corazón y su alma.

– ¡Traedme un trozo de tela! -gritó, sin apartar la vista de su rostro.

La Cazadora le entregó un trozo del forro de su chaleco, y Cuchulainn se lo ató al cuello a Brenna, para que nadie pudiera ver el terrible daño que le habían hecho. Después se inclinó y la besó en los labios helados.

– Te llevaré a casa, amor mío -murmuró.

Brighid le sujetó las riendas del caballo mientras montaba, y después, con gentileza, le entregó el cuerpo de Brenna. Sujetando bien el cuerpo de su amante, espoleó al caballo y lo puso al trote. Sintió satisfacción al notar que la criatura alada se tropezaba y caía y era arrastrado unos cuantos metros antes de poder ponerse en pie de nuevo. Que sufriera como había sufrido Brenna. Él se aferró a su cuerpo, e intentó no pensar en lo que significaba su muerte. La había perdido para siempre. Nunca volvería a sentir sus caricias suaves, ni ver la sonrisa con la que se adentraba en el mundo nuevo del amor y de la pertenencia a una familia. No podía pensar en eso en aquel momento. Sólo podía pensar en dos cosas: en llevar a Brenna a casa, y en que su asesino dejara de respirar.

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