Cerró los ojos y pensó en Cuchulainn. «Epona, por favor, ayúdalo a que no sufra durante mucho tiempo». El tiempo se quedó suspendido mientras ella formaba una oración final: «Y gracias, por permitirme que conociera el amor y la aceptación antes de conocer la muerte».
La sensación de succión aumentó en su cuello, y Brenna comenzó a jadear. Sus piernas perdieron la fuerza. La criatura, sin dejar de beber su sangre, la sujetaba como en el abrazo de un amante. La luz que había contra los párpados de Brenna pasó del rojo al negro, pero antes de que sintiera dolor, y de que la muerte la reclamara, notó que la sacaban y la elevaban por encima de su cuerpo, y su alma se llenó de una paz indescriptible al llegar a los brazos de Epona.
– Creo que Kathryn sería una buena adquisición para mi plantilla -dijo Wynne, mientras se apartaba un rizo de la cara.
Elphame tragó otro bocado del delicioso estofado de venado que había preparado la cocinera y respondió:
– Ha admitido que no tiene mucha experiencia como cocinera, pero es joven y muy dispuesta. Estoy de acuerdo contigo en que aprendería rápidamente.
– Meara se va a enfadar. Odia perder a sus subordinados.
Elphame sonrió.
– Pues cocínale algo especial como oferta de paz.
Wynne asintió.
– Algo dulce.
– Muy dulce.
Algo interrumpió las risas de Elphame.
– ¡Elphame!
Reconoció la voz grave de Danann, se levantó y atravesó rápidamente el Gran Salón. Se encontró con el centauro en el patio central, y se quedó sin aliento al ver su expresión grave.
– Tu hermano te necesita.
El centauro se dio la vuelta y salió corriendo hacia las puertas de la muralla. Elphame lo alcanzó allí. Justo fuera del castillo había una gran confusión. Los hombres estaban ensillando frenéticamente los caballos, y los centauros se acercaban desde el bosque. Elphame oyó que alguien gritaba el nombre de Brighid. Y, en mitad de todo el mundo estaba Cuchulainn, inmóvil, esperando a que ensillaran su caballo. Estaba muy pálido y tenía a Fand en brazos. La lobezna estaba manchada de sangre. Elphame corrió hacia él.
– Es Brenna -le dijo Cuchulainn.
– ¿Qué le ha pasado? ¿Dónde está?
Elphame miró a Fand . La lobezna no tenía ninguna herida, así que la sangre no era suya.
– He encontrado a Fand junto a la poza del bosque, sola. Llamé y busqué a Brenna, pero no estaba allí. He visto huellas raras. No las entendí -dijo Cuchulainn con la voz entrecortada-. He vuelto a buscar a Brighid, y a recoger esto -añadió, y señaló su espada, que llevaba bien atada a la espalda.
A Elphame se le encogió el corazón con el mismo frío que había sentido un poco antes.
Brighid se acercó a ellos al galope.
– ¿Qué ha pasado?
– Creo que alguien, o algo, ha atacado a Brenna -dijo Cuchulainn, y le entregó la lobezna al hombre que acababa de ensillar su caballo. Después, montó de un salto-. Cerca de la poza donde os bañasteis. No sé interpretar las huellas.
– Enséñamelas.
Cuchulainn señaló hacia la carretera y, sin decir una palabra más, todos lo siguieron rápidamente. Elphame corrió al lado de su hermano, intentando no pensar.
Junto al gran pino, Cuchulainn dejó la carretera y desmontó rápidamente. Continuó unos cuantos metros y se detuvo junto a la cesta de comida abandonada.
– Aquí -dijo, y señaló el suelo.
Las flores silvestres que acababan de abrirse, y la hierba verde, estaban manchadas de salpicaduras de sangre.
Brighid hizo un gesto al grupo para que no siguieran avanzando y se inclinó para estudiar el terreno. Elphame vio que su rostro se contraía, y un momento después, la Cazadora alzó la vista y clavó los ojos en los de la Jefa del Clan, antes de volver a mirar el suelo. Cuando habló, lo hizo sin apartar la vista de las huellas.
– Quedaos detrás de mí.
El grupo se dividió en columnas de a dos, y Elphame y Cuchulainn iban dirigiendo a los que caminaban detrás de Brighid. Ella se dirigió rápidamente hacia la carretera siguiendo las huellas, que seguían a las de Brenna. La Cazadora cruzó la carretera y volvió al bosque. Pronto giró bruscamente hacia el norte.
Elphame corrió hasta ponerse a su altura.
– ¿Hay algún rastro de Brenna?
– Esa cosa la lleva.
Elphame se sintió enferma y volvió a ponerse junto a su hermano. Siguieron a la Cazadora sin hablar. Al principio, Brighid se movía con seguridad y rapidez, pero cuando el terreno comenzó a ascender y a formar los riscos escarpados, intercalados con riachuelos y barrancos, el ritmo de la Cazadora se aminoró y, finalmente, ella se detuvo. Se volvió a mirar a Cuchulainn con frustración.
– Lo he perdido. Se mueve de una forma distinta a cualquier cosa que yo haya seguido antes. Sus pasos son tan largos que parece que vuela.
Cuchulainn soltó las riendas de su caballo y se acercó a Brighid.
– No puedes perderlo. Tiene a Brenna.
– ¡Ya lo sé! -exclamó Brighid-. Daría cualquier cosa por poder seguirlo, pero se mueve por el aire.
Cuchulainn dio un paso atrás, casi como si ella lo hubiera golpeado.
– Si no puedes seguir su rastro, ¿cómo vamos a encontrarla?
– Vamos a formar una línea de búsqueda -dijo Elphame de repente, y señaló a uno de los hombres que había tras ellos-. Ve a Loth Tor y avisa a todo el pueblo. Que traigan antorchas. ¡Rápido! -le ordenó. Después se volvió hacia la Cazadora y su hermano-. Nos extenderemos desde aquí. Vamos a empezar a buscar. Yo volveré al castillo para avisar a todo el clan. Peinaremos este bosque como si fuéramos langostas. Encontraremos a Brenna.
Abrazó con fuerza a su hermano, y sintió el temblor de su cuerpo rígido antes de que él le devolviera el abrazo.
Después, Elphame asintió para despedirse de Brighid y salió corriendo por el bosque. Al principio, se concentró en la velocidad y en el terreno rocoso que estaba recorriendo, pero a medida que se acercaba al castillo, tuvo que enfrentarse a lo que no había querido admitir.
Las huellas eran de una criatura Fomorian. Ella las habría reconocido sin la mirada de Brighid. No podía ser Lochlan. No podía creerlo. No era posible, ¿o sí? ¿Y si el hecho de probar su sangre lo había vuelto loco? ¿Y si había huido de ella porque se había dado cuenta de que no podía mantener el control? Y ahora, Brenna estaba pagando el precio de su silencio, y de su decisión de confiar en una criatura que era, en parte, un demonio.
«¡No!», le gritó el corazón. Lochlan era su compañero. Su llegada había sido predicha por el mismo Cuchulainn. No podía ser un monstruo, ni un loco. Las huellas eran de un Fomorian, sí, pero Lochlan le había dicho que había más miembros de su raza que estaban luchando contra la locura. Podría ser que una de aquellas criaturas hubiera seguido a Brenna y hubiera sucumbido a sus deseos más oscuros.
Pero Elphame tenía que saberlo. Tenía que estar segura. Y sólo había una manera de conseguirlo…
Se detuvo en seco al borde del bosque que rodeaba su amado castillo. Bajo el refugio de los pinos se volvió hacia el norte, la dirección por la que Lochlan había entrado en Partholon. Alzó las manos y le habló al viento.
– ¡Lochlan! Ven a mí…
El nombre de su amante brilló con magia ante ella. El viento lo recogió y lo llevó por el bosque.
Elphame inclinó la cabeza, sintiendo el peso de su decisión sobre el alma. Después, salió de entre los árboles.
– Permaneced a diez pasos de vuestros compañeros. Hasta que se nos unan los demás, no podemos permitirnos el lujo de mantener una línea apretada. Tenemos que hallar el rastro de la criatura, para saber en qué dirección debemos seguir buscando -explicó Brighid, mirando al grupo de hombres y de centauros que los rodeaban a Cuchulainn y a ella-. Avanzaremos juntos, despacio. Las huellas son únicas. Debéis buscar huellas de garra, grandes, más grandes que las del casco de un centauro.
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