– Para mí es un milagro. No creía que pudiera controlar…
Se quedó callado y apretó los dientes al recordar que había arrancado puñados de hierba del suelo durante su orgasmo. ¿Y si hubiera tenido las manos posadas en su cintura, o en su pecho, o en la delicada curva de su cuello?
– Lochlan -dijo ella con vehemencia, deliberadamente, para sacarlo de los pensamientos de odio hacia sí mismo que se reflejaban en la expresión de su cara-. No ha ocurrido nada malo -le acarició la mejilla y le preguntó-: ¿No puedes deleitarte con el placer que hemos compartido?
Él la abrazó y apoyó su frente en la de ella.
– Perdóname. Es que tengo un demonio dentro, y me resulta difícil no batallar continuamente con él. La verdad es que esta noche me has dado una gran felicidad, y no debería permitir que nada manchara eso.
– No lo has manchado. Nada podría manchar esta noche.
Lochlan le dio un beso, deseando desesperadamente que sus palabras fueran ciertas. Caminaron por el bosque hasta que encontraron la entrada del túnel. Los dos amantes se detuvieron ante ella.
– Deja que vaya contigo -le dijo Lochlan de repente, tomando su cara entre las manos-. Estamos casados, y yo te he hecho un juramento de lealtad. Podremos conseguir que entiendan que mi amor por ti es más fuerte que la sangre de mi padre.
Elphame le cubrió las manos con las suyas.
– No puedo presentarle este matrimonio a mis padres como un hecho consumado, como si no tuvieran importancia, como si no tuvieran derecho a saberlo antes que unos extraños. No puedo hacerles eso, ¿lo entiendes?
– Quieres mucho a tu familia. Eso lo entiendo.
– No es sólo por amor. También es por confianza, por respeto y por lealtad. Es lo mismo que te he jurado a ti.
– Lo sé, corazón mío. Es sólo que no sé cómo voy a soportar estar separado de ti.
– Voy a enviarles un mensaje para que vengan. Cuando lleguen se lo diré a ellos y a Cuchulainn. Después, entre todos encontraremos la manera de explicárselo al resto de Partholon -dijo Elphame, aparentando más confianza de la que sentía.
– ¿Cuánto tardarán?
– Enviaré hoy mismo una paloma mensajera. Cuando reciba el mensaje, mi madre se pondrá rápidamente en marcha. Se va a poner muy contenta cuando les pida que vengan al Castillo de MacCallan. Seguramente, está inquieta por no haber podido participar en la decoración, y vendrá acompañada de carros cargados de cosas brillantes -dijo Elphame con una sonrisa que reflejaba el amor que sentía por su madre-. Sólo serán siete días, o un poco más.
– Te he esperado durante muchos años. Puedo esperar unos días más.
Elphame lo abrazó.
– Intentaré venir todas las noches. Estarás aquí, ¿verdad?
– Siempre, corazón mío -dijo él, entre su pelo-. Siempre.
Elphame salió de entre sus brazos de mala gana. Ella no miró atrás cuando entraba al túnel, pero sintió que él la estaba observando mientras desaparecía. La tea chisporroteaba y daba una luz débil que reflejaba la tristeza de Elphame. Cansadamente, entró en su dormitorio y cerró la puerta secreta. Al acurrucarse bajo el edredón, percibió el olor de su marido en su propia piel, como si fuera una caricia.
Antes de dormirse, Elphame le envió una plegaria llena de fervor a su diosa. «Por favor, Epona, permite que vean al hombre, y no al demonio».
Brenna se dijo que el hecho de querer ir a visitar a su paciente tan temprano era perfectamente normal. Aunque sólo estaba empezando a amanecer, la lobezna era muy pequeña, y había pasado por una experiencia horrible. En realidad, no debería haber dejado a aquella pequeña criatura con Cuchulainn. ¿Qué sabía el guerrero de cuidar a un ser tan frágil? Por eso había dormido tan mal. Brenna estaba preocupada por la lobezna. No era porque Cuchulainn la obsesionara.
La tienda del guerrero estaba silenciosa, pero ella vio las sombras temblorosas que proyectaba en la lona de la tienda la única vela encendida.
– ¿Cuchulainn? -dijo, y vaciló, con la mano posada sobre la entrada.
No hubo respuesta.
– ¿Hola? ¿Cuchulainn? -repitió, en voz un poco más alta, y creyó que oía una respuesta. Apartó la lona de la puerta y agachó la cabeza para pasar al interior de la tienda.
Brenna arrugó la nariz. El bulto que había sobre la cama se movió y llamó su atención. Cuchulainn estaba tumbado boca arriba, profundamente dormido, tapado con una manta de cintura para abajo. Tenía la camisa abierta en el pecho, y a la suave luz de la vela, ella vio el vello caoba oscuro de su pecho. Aquella visión la atrajo, lo cual era absurdo. Ella había visto muchas veces el pecho desnudo de un hombre.
Claro que ninguno de ellos era Cuchulainn, y ninguno de ellos la había mirado como él, dejando bien claro que era la Sanadora llena de cicatrices quien le interesaba, y no la bellísima cocinera. Brenna sintió un cosquilleo en el estómago al recordarlo. Entonces, hubo un movimiento que captó su mirada. La lobezna emitió un gemido lastimero, de cachorrito. Estaba tendida sobre el cuello de Cuchulainn como si fuera un pañuelo sucio. Una de las manos de Cuchulainn colgaba hacia el suelo, y la otra la tenía posada sobre el pequeño animal.
Brenna intentó no sonreír al darse cuenta, pero no lo consiguió.
Se acercó de puntillas a la mesa, y frunció el ceño al ver aquel caos. Había telas de gasa llenas de leche amontonadas, y un trozo de trapo que olía a orina. Tendría que volver más tarde con un cubo lleno de agua para fregar. ¿Cómo era posible que un solo hombre y una sola lobezna hubieran podido crear tanto desorden? Brenna se puso las manos en las caderas, agitó la cabeza y se preguntó si se había gastado toda la leche porque se la había bebido la lobezna o porque él la había derramado por toda la tienda. Miró a Cuchulainn, que seguía dormido. Por toda la tienda y sobre sí mismo, también.
La lobezna se movió, y Brenna suspiró. Tendría que ir en busca de más leche a la cocina. El animal iba a despertar pronto a su padre adoptivo, porque era evidente que estaba muy vivo y que iba a tener mucha hambre. Brenna sonrió. Sin duda, el padre adoptivo también tendría hambre. Recogió algunos de los trapos sucios. Llevarle algo de comer a él no sería muy distinto a llevarle leche a la lobezna. Ella sólo estaba cumpliendo con sus deberes como Sanadora del clan. Era lógico que la salud del hermano de la Jefa del Clan tuviera importancia para ella. Sin querer, volvió a mirar hacia la cama.
Él estaba despierto, y la estaba observando con una media sonrisa.
– Buenos días -susurró.
Brenna se limpió nerviosamente las manos en el delantal, y se acercó a él con determinación, pasando por alto su cara somnolienta y su pelo revuelto, y sus ojos color turquesa, e ignorando el hecho de que su sonrisa conseguía que le diera vueltas la cabeza.
– Buenos días -respondió-. Ahora que ya estás despierto, puedo examinar a la lobezna y…
Él la agarró por la muñeca e interrumpió sus palabras.
– Deja dormir a Fand -le dijo suavemente.
– ¿La has llamado Fand?
Como si estuviera respondiendo por él, la lobezna metió la nariz en el cuello de Cuchulainn y gruñó antes de volver a dormirse.
– Sí. Después de todo, Fand era el nombre de la mujer del legendario Cuchulainn -explicó él con los ojos brillantes-. Después de la noche íntima que acabamos de pasar, me pareció apropiado.
Brenna sonrió sin poder evitarlo. Él deslizó los dedos por su muñeca hasta que la tomó de la mano.
– Estaba soñando contigo -dijo Cuchulainn.
– Deja de…
Él continuó hablando sin hacerle caso.
– Éramos viejos. Tú tenías el pelo blanco y yo estaba encorvado y cojo -explicó con una sonrisa-. Vas a envejecer mucho mejor que yo. Pero eso no importa. Estábamos rodeados de nuestros hijos y nietos. Y, jugando entre ellos, había docenas de lobeznos -dijo, y contuvo una carcajada al oír un gruñido de Fand-. Fand es muy celosa -susurró, y le hizo un guiño a Brenna.
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