Cuando estuvo arreglada, bajó de nuevo a su baño y recorrió la circunferencia, sin separar las manos del muro de piedra, hasta que llegó al disco dorado que refulgía en la pared. Lo presionó, y la puerta se abrió silenciosamente. Tomó una de las teas que alumbraban la sala del baño y se adentró en el túnel. Las paredes eran estrechas y el techo era bajo y áspero. El aire olía a podredumbre y a humedad. Elphame posó la mano sobre una de las paredes del túnel. A través de la superficie fría y mojada, notó el pulso del castillo, y la piedra se calentó bajo su contacto. Exhaló un suspiro de alivio al ver que el hilo dorado se desenrollaba rápidamente por toda la pared. Sabía que, al final de aquel túnel, en algún momento, la piedra se abría al bosque y a la noche.
Elphame comenzó a caminar. Mientras recorría el túnel, pensó en las generaciones que habían vivido en aquel castillo. ¿Cuántas veces habría recorrido un antepasado suyo aquel pasadizo? ¿Cuántas citas habría hecho posible? Citas… Notó un cosquilleo de nerviosismo en el estómago.
– Epona, por favor, permíteme que esté haciendo lo correcto -susurró.
En aquel momento, la llama de la antorcha comenzó a temblar, y Elphame supo que se había acercado a la salida del túnel. Había unos escalones de piedra que ascendían hacia una maraña de raíces y arbustos. Dejó la tea en un aplique de la pared y comenzó a apartar las plantas y las hojas que taponaban la salida. Con poco esfuerzo, consiguió salir como un corcho de una botella.
Elphame se quitó las hojas del pelo y dejó que su visión se acostumbrara a la oscuridad de la noche. Estaba lo suficientemente adentrada en el bosque como para no divisar ni una luz del castillo, pero oía las olas del mar, así que sabía que debía de estar cerca del acantilado. Miró hacia atrás, a la entrada del túnel, y sacudió la cabeza con asombro. Desde el exterior, parecía otro agujero del suelo del bosque, un pequeño saliente de tierra que se hundía y se curvaba. Se mezclaba tan bien con el terreno que Elphame debía tener cuidado, o le costaría encontrarlo cuando quisiera volver.
No tenía ni idea de dónde podía estar Lochlan.
Había acudido en su ayuda cuando iba a atacarla el jabalí. Había ido a verla cuando estaba sola, el día anterior. Sin embargo, ¿cómo lo había sabido? Elphame recordó lo que él le había dicho:
«Llámame, corazón mío. Yo nunca estaré lejos de ti».
Se encogió de hombros y pensó que en realidad no podía hacer otra cosa. Carraspeó y pronunció su nombre con timidez.
– Lochlan -susurró.
Frunció el ceño y se reprendió a sí misma. Él no podría oír aquello.
– ¡Lochlan! -exclamó Elphame, en voz alta.
Entonces, notó en la piel un cosquilleo, debido al poder que la rodeó súbitamente. El viento capturó el eco del nombre y lo extendió entre las ramas de los pinos, repitiendo «Lochlan, Lochlan, Lochlan…» una y otra vez, hasta que el sonido se disipó suavemente.
– Magia -dijo Elphame. El nombre de Lochlan era mágico.
Ella supo que estaba allí incluso antes de poder verlo. Lo sintió como sentía el pulso del castillo a través de la piedra. Sintió la presencia de Lochlan en su sangre.
– Lochlan -repitió, deleitándose con la magia que creaba al volar por el aire y envolverla.
– Estoy aquí, corazón mío.
Lochlan emergió de las sombras con las alas plegadas a la espalda. Parecía que su piel y su pelo eran de plata bajo la luz de la luna. Caminó hacia ella con los pasos sigilosos y deslizantes de la raza de su padre. Elphame no retrocedió, pero él tuvo la precaución de mantenerse a distancia.
– He sentido que estabas cerca, pero no me permitía creerlo.
– Entonces, ¿has oído que te llamaba?
– Sí. El viento nocturno me trajo tu voz y seguí su sonido hasta llegar a ti.
Elphame se puso nerviosa. Ojalá tuviera algo que hacer con las manos.
– ¿Te apetecería dar un paseo? -le preguntó ella.
– Sería un honor -respondió Lochlan, y le tendió la mano.
Ella titubeó. A la luz de la luna, su mano tenía un aspecto fantasmal, irreal.
– Nos hemos tocado antes, Elphame.
Ella lo miró a los ojos. Después, lentamente, entrelazó sus dedos con los de él. Su piel era cálida, y cuando sus muñecas se rozaron, Elphame notó su pulso.
– El acantilado está detrás de esos árboles -dijo él-. Creo que si caminamos por allí habrá más luz. Será más fácil que tú puedas ver bien.
Elphame asintió. En su presencia se sentía insegura de sí misma. Parecía que no podía mover las piernas. Se quedó quieta, mirándolo en silencio.
Él sonrió.
– ¿O prefieres que corramos?
Aquellas palabras acabaron con su azoramiento, y sonrió.
– No, de noche no, y menos por el bosque -respondió mientras, tomados de la mano, comenzaban a caminar-. He aprendido bien la lección. Si me vuelvo a caer, Cuchulainn no volverá a permitir que me aleje de su vista, lo cual sería tan inconveniente para él como para mí en este momento.
– Me imagino que Cuchulainn está muy ocupado con la reconstrucción del castillo. Si de repente sintiera la necesidad de vigilarte constantemente, sería difícil para él.
– Por no mencionar que está enamorado.
Lochlan abrió mucho los ojos de la sorpresa. Cuando respondió, comenzó a trazar círculos con el pulgar en la mano de Elphame.
– Yo sé muy bien que el amor puede complicar mucho las cosas.
– ¿De veras? -preguntó ella. La cabeza le daba vueltas.
Salieron del bosque. La luna se reflejaba sobre el mar durmiente, tiñéndolo de blanco y plata. El Castillo de MacCallan se erguía en la distancia, parcialmente oscurecido por los árboles.
Lochlan se volvió hacia ella.
– Sí, de veras.
Ella se vio atrapada en la intensidad de su mirada. Sus ojos estaban llenos de misterio, y tenían el seductor atractivo de lo desconocido. De repente, temió que si lo quería, cambiaría para siempre, y no sabía si estaba segura para entregarse a ningún hombre, sobre todo a uno que era tan distinto de cualquier persona que ella hubiera imaginado. Elphame se soltó de su mano. Seguida por Lochlan, caminó con inquietud hasta una de las rocas que había junto al acantilado y que los elementos y el paso del tiempo habían alisado. Se sentó en ella e intentó ordenar sus pensamientos.
– Dime. Explícame cómo es posible tu existencia -le pidió a Lochlan.
Lochlan supo que lo que le dijera iba a marcar el curso de su relación. Miró su perfil fuerte y familiar, y le envió una plegaria a Epona, pidiéndole ayuda.
– Es una cuestión compleja. En realidad, no sé exactamente por qué existo. Sabes tanto como yo de los eventos que condujeron a la Guerra Fomoriana. Hace más de cien años, ocurrió algo parecido a un cataclismo en la raza Fomorian. Sus féminas comenzaron a morir. A menudo he pensado que debió de ser voluntad de Epona que desapareciera una raza demoníaca, pero si ésa fue su voluntad, ¿por qué permitió que la guerra tuviera lugar?
Con la mirada fija en el mar, Elphame respondió con las preguntas que le había oído pronunciar tantas veces a su madre.
– Epona permite que su gente tome sus propias decisiones. No quiere que seamos esclavos. Quiere súbditos fuertes y libres. Y con esa libertad llega la posibilidad de cometer errores que a veces conducen al mal. Si los guerreros del Castillo de la Guardia no se hubieran convertido en personas negligentes y no hubieran descuidado sus deberes, los Fomorians no habrían podido entrar en Partholon ni comenzar a robar mujeres.
– Pero lo hicieron. Mi madre me explicó que así fue como comenzaron a recuperar su raza agonizante. Cualquiera pensaría que el hecho de mezclar su sangre con la de los humanos debilitaría a los demonios, pero no fue así. La raza prosperó, y pronto estuvieron listos para invadir Partholon -dijo Lochlan-. Hasta los tiempos de mi madre, ninguna mujer humana había sobrevivido al nacimiento de un hijo concebido por un Fomorian -continuó-. Mi madre era joven y fuerte, pero siempre insistió en que su fuerza tuvo poco que ver con ello. Dijo que había sobrevivido porque yo soy más humano que Fomorian. Mi madre era parte de otro grupo de mujeres capturadas, violadas y fecundadas por los Fomorians. Las mantenían cautivas hasta que llegaba el momento de dar a luz a sus demoníacos fetos. El hecho de que una mujer quedara embarazada de un Fomorian era su sentencia de muerte, porque durante el nacimiento, su cuerpo quedaba destrozado. Los Fomorians consideraban a las mujeres humanas una carga necesaria, un medio para alcanzar su objetivo de reforzar su especie. Las mujeres híbridas eran muy importantes para reconstruir la raza, pero todos los niños eran necesarios. Cuando todo Partholon se unió y se volvió contra los Fomorians, ellos intentaron huir hacia las montañas Tier. Algunos lo consiguieron. Se repartieron a las mujeres, con la esperanza de poder huir del ejército de Partholon y conservar su medio de procreación. Sin embargo, Epona tenía otros planes. Los demonios comenzaron a enfermar con la misma plaga que había diezmado el grueso de su ejército. Mi madre, embarazada, dirigió la revuelta de las mujeres de su grupo. Después, todas ellas buscaron pasos para las demás por las montañas, al mismo tiempo que destruían a los Fomorians según éstos iban debilitándose. Ellas deberían haber vuelto a Partholon y a casa en aquel momento, para poder esperar rodeadas de sus familias su final inevitable. Eso era lo que querían las mujeres. Sin embargo, entonces ocurrió algo inesperado: mi madre sobrevivió a mi nacimiento.
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