– ¿Como las coles de Bruselas, que saben fatal, pero son buenas para mí?
El abuelo se echó a reír.
– Exactamente igual que las coles de Bruselas.
– Entonces, ¿quieres decir que las voces que escucho pueden ser malas?
– No todas, cariño -dijo la abuela.
El abuelo respiró profundamente y dijo:
– Tu madre también oía voces. Susurros. Algunos eran buenos, porque oía incluso la voz de Epona. Sin embargo, también oía una voz malvada, y la escuchó, y después de un tiempo, esa voz comenzó a cambiarla. Hasta que tú no naciste no se dio cuenta de que había cometido un error, ni de que había permitido que el mal se apoderara de ella.
– Pero tú dijiste que mi madre era una buena persona -dijo Morrigan. Tenía ganas de llorar.
– Y lo era. Tenía muchas cosas buenas dentro. Pero durante un tiempo, esas cosas estuvieron controladas por el susurro del mal.
– ¿Como las voces que oigo yo?
– Morrigan, creo que una de las voces que oyes es la de tu madre. Ella quiere vigilarte. Y creo que otra de las voces que oyes puede ser la de la misma Epona. La diosa tenía una relación muy estrecha con tu madre. Sin embargo, pienso que tal vez los susurros perversos que cambiaron a tu madre estén intentando influirte a ti también.
– No te estamos contando esto para asustarte, cariño -dijo la abuela.
– No, no. Yo hubiera preferido hablarte de esto cuando fueras un poco mayor, pero tú ya oyes las voces, así que es importante que sepas que tienes que tener cuidado -dijo el abuelo.
– Pero ¿cómo voy a saber si estoy escuchando la voz equivocada?
– Si hace que te sientas mal, no la escuches -dijo el abuelo con firmeza-. Si es algo egoísta, o malo, o una mentira, no lo escuches.
– Mira siempre hacia la luz, cariño. Los árboles, las piedras y los espíritus que crecen en la tierra no son malos -dijo la abuela.
– Y nosotros estamos aquí para ayudarte, cariño -dijo el abuelo, y me dio unas palmaditas en la mano.
– Siempre, nena. Siempre estaremos aquí para ti.
Morrigan sonrió al recordar que la abuela la había abrazado después de aquella conversación, y que el abuelo había creído que la distraía pidiéndole que cortara un bizcocho de chocolate en cuadrados. Sin embargo, ella no se había distraído, o por lo menos, no durante mucho tiempo. Aquella noche fue paseando hasta el prado del este, hacia el enorme sauce bajo el que estaba la lápida. Había una sola piedra para ambos, con una inscripción:
Shannon y Clint
Hija amada, y el hombre que nació para quererla
Morrigan no se había dado cuenta entonces, de niña, de que aquella lápida era muy rara. La mayoría de las lápidas tenían grabados los nombres completos y las fechas de nacimiento y muerte del difunto. Al final, ella le había preguntado al abuelo por aquella rareza, y él le había dicho que en la lápida se decía todo lo que era importante.
Aquel día, ella pasó a través de las ramas del sauce llorón que protegían la tumba, y apartó algunas hojas secas de la lápida. Después, trazó el nombre de su madre con el dedo.
– Ojalá estuvieras aquí -susurró-. O por lo menos, ojalá pudieras decirme cuál de las voces es la tuya…
Morrigan escuchó con todas sus fuerzas, con la esperanza de oír a su madre diciéndole que de verdad hablaba con ella a través del viento. Sin embargo, no oyó otra cosa que el ruido de las hojas del sauce llorón.
Un poco más tarde, cuando se estaba alejando de la tumba, se levantó una ráfaga de viento que la dejó fría e inmóvil. Y en aquel viento oyó de repente: «Escucha los deseos de tu corazón y me conocerás…».
Morrigan parpadeó y volvió al presente. Cerró el viejo diario y lo devolvió a la caja. No quería recordar más aquel día. Desde entonces, siempre había tenido presentes las palabras de sus abuelos. No necesitaba recordarlas. Tomó otro diario.
– Necesito algo alegre, algo ligero… -murmuró, y entonces, con un grito de alegría, encontró un diario de color rosa y lo abrió-. Éste. ¡Oh, sí, aquí está!
Sonrió mientras pasaba las páginas de aquel diario que había escrito a los trece años.
4 de noviembre
Querido diario:
¡Oh, Dios mío! ¡Hoy ha ocurrido algo estupendo! Desde luego, hacía muchísimo frío, pero Dove necesitaba hacer ejercicio, así que fui con ella hacia el prado, por la carretera del bosque de los robles, para poder galopar. A mitad de la galopada, unos patos salvajes salieron volando ruidosamente de entre unos arbustos, y asustaron mucho a Dove, y a mí también. Ella saltó, pero debió de tropezarse con algo, y yo salí despedida. Es increíble, porque yo nunca me caigo. De todos modos, no me hice daño. Lo que más me preocupaba era la pata de Dove. Comenzó a cojear un poco, y yo pensé que se le había roto, así que hice que se quedara quieta y le palpé la pata. Yo estaba muy asustada y temblaba, y lloraba, ¡y de repente me di cuenta de que me brillaban las manos! De verdad. Era como si me saliera luz de ellas, como si tuviera una vela o algo parecido por dentro. Estoy deseando que los abuelos lleguen a casa para contárselo.
PD: Dove tiene muy bien la pata.
Morrigan sonrió al recordar aquel suceso de su infancia, con la preciosa yegua gris que ahora estaba retirada en uno de los corrales del abuelo, para pasar los años de universidad de Morrigan dándose la gran vida, feliz y descansada.
Con una carcajada suave, Morrigan puso la palma de la mano hacia arriba y se concentró en ella. Después de largos instantes, apareció una pequeña chispa de luz, pero desapareció rápidamente, casi antes de que ella pudiera estar segura de haberla visto. Morrigan suspiró y se frotó las manos, y notó que todavía tenía la palma caliente y sensible. Pero nada más. Podía hacerlo otra vez, pero sólo un poco. Sus abuelos no tenían explicación para aquella extraña habilidad. Como ella, no sabían de dónde procedía ni lo que significaba.
Sin embargo, el viento no estaba tan perdido. Durante aquellos años, le había susurrado que tenía afinidad con las llamas y que podría crear luz, y otras cosas igualmente misteriosas. Morrigan no entendía lo que estaban intentando decirle las voces, y tenía miedo de pedirles que la ayudaran a entenderlo. ¿Y si le estaba pidiendo al mal que la ayudara? Todo era demasiado confuso.
– Morrigan, cariño, se está haciendo tarde.
Morrigan se sobresaltó al sentir la mano de su abuela en el brazo.
– ¡Oh, mierda, abuela! No te me acerques tan silenciosamente. ¡Me has dado un susto de muerte!
– Vigila ese lenguaje, cariño -dijo su abuela con severidad, pero sonrió para suavizar la reprimenda-. Y no me he acercado silenciosamente. Te llamado tres veces. Parece que estabas pensando en las musarañas.
Morrigan se sintió un poco tonta, allí sentada, en medio de sus diarios. No debería estar husmeando en el pasado ni en sus extrañas habilidades. Lo que tenía que estar haciendo era concentrarse en el futuro, en la universidad.
– Perdona, abuela -dijo rápidamente, mientras guardaban los diarios en la caja-. Me he distraído.
– Bueno, ven a la cocina. Se te está enfriando el desayuno, y esas chicas van a llegar en cualquier momento. Las Cuevas de Alabastro están a tres horas de distancia. Tienes que tomar una buena comida antes de irte -le dijo su abuela, mientras se alejaba por el pasillo hacia la cocina.
Morrigan se apresuró a obedecer y recogió los diarios, animada por los olores del beicon, del café y de las magdalenas de mora que llegaban desde la cocina. Seguramente, la abuela había preparado un almuerzo estupendo para ella y para sus amigas. Se quitó de la cabeza la extraña sensación que le producía pensar en el brillo de sus manos, se puso los zapatos y el jersey y se dirigió al calor familiar de la cocina.
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