Ella era diferente porque oía cosas que los demás no podían oír, y porque sentía cosas que los otros no sentían.
Suspiró, y continuó sacando los diarios de su armario para guardarlos en cajas.
Tomó uno de ellos y lo hojeó con inquietud. Le resultaba difícil pensar en su marcha. La Universidad de Oklahoma no estaba lejos, tan sólo a una hora y media de camino. Sin embargo, no era su hogar, y allí tendría que conocer a gente nueva. Hacer nuevos amigos. Morrigan frunció el ceño. Eso no se le daba bien, porque era tímida y callada. La gente lo malinterpretaba, y pensaban que era una estirada, así que siempre se había sentido como si tuviera que actuar en contra de su personalidad, sonreír y decir «hola» cuando lo único que quería era permanecer aparte y observar lo que ocurría, hasta que se sintiera cómoda. Por eso había tomado clases de teatro. Incluso había participado en varias de las obras del instituto. El abuelo y ella habían ideado aquel plan en la escuela primaria, para que ella aprendiera a actuar en su vida cotidiana.
Podía sonar engañoso, pero no lo era. Morrigan necesitaba encajar de alguna manera. Y no sólo por sí misma. Para sus abuelos era importante que tuviera amigos, que se comportara de una manera normal, aunque no lo fuera. Ellos eran los únicos que la entendían.
Morrigan lanzó uno de los diarios a la caja. El libro se abrió, y la escritura infantil llamó su atención. Lo tomó y leyó la página en la que se había abierto.
2 de abril (faltan veintiocho días para mi noveno cumpleaños)
Querido diario:
¡Estoy convencida de que los abuelos me van a regalar un caballo por mi cumpleaños! Y no sólo porque yo haya estado pidiéndoselo sin parar y demostrándoles que soy lo suficientemente responsable como para cuidar de un caballo. Me lo dice el viento. El viento me susurra que llega mi caballo, que será una yegua, y que debo quererla y cuidarla siempre. Y el viento casi siempre tiene razón.
Supongo que debería decirle al abuelo que el viento me habla, pero…
Morrigan no tuvo que pasar la página para recordar lo que había escrito aquel día, tantos años antes. Recordaba muy bien cómo era de niña. Una niña que adoraba, por encima de todo, los árboles, la tierra y a su preciosa yegua gris, la que le habían regalado por su noveno cumpleaños. Una niña que no buscaba constantemente cosas malas en las sombras, sino que creía que todas las voces de su imaginación eran buenas, sus amigos especiales, y que no era un bicho raro por ser capaz de sentir a los espíritus de la tierra.
Aquel día no. No iba a pensar en todo aquello aquel día. Agitó la cabeza. Aquel día estaba bastante ocupada haciendo el equipaje para marcharse de casa. Después iba a salir a dar una vuelta con sus amigas, antes de que todas se marcharan a diferentes universidades. La batalla entre el bien y el mal tendría que esperar hasta que ella estuviera instalada en su habitación de la residencia universitaria. Sin embargo, ¿de veras había una batalla entre el bien y el mal? ¿No era algo que sus abuelos, ya mayores y excéntricos, se habían inventado?
– No -se respondió a sí misma firmemente.
Para distraerse de sus dudas, abrió el diario por el día treinta de abril. Mientras leía lo que había escrito sobre sus emociones infantiles, sonrió y se relajó.
¡Querido diario!
¡Me han regalado un caballo! ¡Lo sabía! ¡Es la yegua más bonita y más increíble del mundo! Sólo tiene dos años. El abuelo dice que así tendremos tiempo de crecer juntas. Es una yegua de color gris tan claro que parece plateado. Creo que voy a llamarla Dove, porque es muy bonita y muy buena, como una paloma blanca. ¡Y es mía!
Los abuelos son los mejores; casi no importa que sean viejos.
Esta noche, mientras estaba cepillando a Dove, el abuelo comenzó a hablarme de una diosa de los caballos llamada Epona. También es la diosa de la fertilidad, de la naturaleza, y de muchas cosas más. Él me dijo que si estoy tan contenta con mi nueva yegua, tal vez debería darle las gracias a Epona, porque seguramente ella está atenta cuando una persona recibe su primer caballo. Me pareció una idea muy buena, así que cuando terminamos, me acurruqué junto al árbol del patio delantero y le di las gracias a Epona. Es un árbol muy grande, y he pensado que si ella es también la diosa de los árboles, seguramente éste le gusta mucho. Después tomé una de las sillas del jardín, la acerqué al árbol, me subí a ella de puntillas y puse mi piedrecita brillante favorita en una rama, todo lo alto que pude. Le dije a Epona que la piedra era para ella.
¿Y sabes lo que ocurrió? ¡Te juro que oí a alguien riéndose en las ramas superiores del árbol! ¡Era una mujer!
– Y al día siguiente, la piedrecita brillante había desaparecido… -susurró Morrigan.
Aquél era el momento en el que había comenzado su relación con Epona. A medida que se hacía mayor, los abuelos mencionaban con más frecuencia a la diosa, y Morrigan pensaba más y más en ella.
Morrigan no recordaba exactamente el momento en el que la voz de la mujer del viento se había convertido para ella en la voz de la diosa, sólo sabía que poco después de que la piedra desapareciera, había empezado a pensar mucho en aquella voz, que sonaba como la música, como el susurro de una diosa.
Hasta el día en que finalmente admitió ante su abuelo que el viento le hablaba. Nunca olvidaría la expresión de su cara. Había pasado de reírse por algo que había hecho Dove a quedarse pálido y serio en un segundo. Después se había sentado con ella y habían tenido una charla sobre el bien y el mal, y sobre cómo podrían afectar a su vida.
Morrigan dejó el diario que había estado leyendo junto a los demás, y rebuscó hasta que encontró el que quería. Rápidamente, lo abrió por la página que había escrito después de aquella charla.
13 de septiembre
Querido diario:
Supongo que es cierto lo que se dice sobre el número trece: da mala suerte. Hoy le he contado al abuelo que oigo voces en el viento, y se ha asustado. Y las cosas que él me dijo también me han asustado a mí.
Morrigan cerró los ojos. No tenía necesidad de leer aquella versión infantil de la conversación. La recordaba muy bien, y en aquel momento ya no tenía la inocencia de una niña para suavizar el impacto de sus palabras. Sus abuelos y ella se habían sentado a la mesa de la cocina.
– Morrigan, quiero que me escuches con atención -le dijo su abuelo.
– Creéis que estoy loca porque oigo al viento -dijo ella.
– ¡No, cariño! -respondió él-. No estás loca. Creemos que oyes voces en el viento. Es igual que cuando dibujabas piedras y árboles con corazones dentro, de muy pequeñita. ¿Te acuerdas de que nos hablaste de eso?
– Os dije que dibujaba corazones porque sabía que todos estaban vivos.
– Exacto -dijo el abuelo-. Lo de que el viento te hable es como el hecho de que sepas que los árboles y las piedras tienen espíritus.
– ¿El viento es otro espíritu del mundo? -preguntó Morrigan.
– No es tan fácil, cariño -le dijo la abuela-. Las piedras y los árboles son buenos. Pero la voz que oyes…
– Voces -dijo Morrigan-. No es siempre la misma voz, pero yo siempre pienso que es el viento.
Los abuelos me miraron durante un largo rato antes de continuar.
– Tú sabes que hay bien y mal en el mundo, ¿verdad?
– Sí. Ahora estamos estudiando la Segunda Guerra Mundial en Historia. Hitler era malo.
– Exacto.
– Y muchos niños creen en Satán. También es malo.
– Sí. Sin embargo, algunas veces identificar el mal no es tan fácil como identificar a Hitler o a Satán, como tampoco es fácil distinguir el bien, al principio.
Morrigan arrugó la nariz y preguntó:
Читать дальше