Allan Folsom - El día de la confesión

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Harry Adisson, hombre de éxito y famoso abogado de Hollywood, recibe una inquietante llamada de su hermano, Daniel Adisson, un sacerdote que reside en el Vaticano y al que no ve desde hace diez años, pidiéndole ayuda. Al intentar ponerse en contacto con él le comunican la noticia de la muerte de su hermano en un atentado terrorista. Harry decide viajar hasta Roma para repatriar su cuerpo. Pero cuando llega, descubre que los restos que le presentan no son los de Daniel y que, poco antes de su muerte, éste había sido acusado de participar en el asesinato de cardenal del Vaticano. Harry confía en la inocencia de su hermano y está convencido de que sigo vivo, pero tendrá que demostrarlo. Todo se complica cuando el propio Harry es acusado de haber asesinado a un policía y tiene que huir de los carabinieri y de las autoridades eclesiásticas, que temen que sepa más de la cuenta.
Mientras tanto, en China, un hombre se prepara para poner en marcha un plan maquiavélico organizado por cierta autoridad del Vaticano obsesionada por hacerse con el control de aquel país.

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– Lo sé.

Edward le presentó a sus acompañantes como antiguos empleados de confianza de la casa que se ocuparían de Roark mientras ella iba a Bellagio.

– ¿A Bellagio?

– Quiero que se encuentre con alguien, un cura de Estados Unidos, y que lo traiga aquí.

– ¿Aquí? ¿A la gruta?

– Sí.

Elena miró a la pareja mayor y después a Edward Mooi.

– ¿Por qué yo? ¿Por qué no va usted, o ellos?

– Porque en la ciudad nos conocen y a usted no…

Elena volvió a posar la vista sobre el hombre y la mujer -Salvatore y Marta, había dicho Mooi que se llamaban-, que guardaban silencio y se limitaron a devolverle la mirada. Debían de tener unos cincuenta y pico años. Salvatore presentaba la tez curtida por el sol pero la mujer no, lo cual con seguridad significaba que él se dedicaba a las labores al aire libre mientras ella se ocupaba de las tareas domésticas. Aunque ambos llevaban alianzas, no había modo de saber si eran un matrimonio, pero esto no importaba; su mirada, a un tiempo asustada y decidida, lo decía todo: harían cualquier cosa que les pidiera Edward Mooi.

– ¿Quién es ese cura?

– Un familiar de Michael Roark.

– No es verdad. -Elena ya no tenía miedo, sólo sentía rabia porque ni su madre superiora ni sus tres escoltas le habían explicado la verdad-. Michael Roark no existe, o por lo menos, no es ese hombre de ahí -dijo señalando la habitación donde dormía su paciente-. Ese es el padre Daniel Addison, buscado por el asesinato del cardenal Parma.

– Él corre peligro, hermana Elena, por eso lo trajeron aquí y le dieron una nueva identidad…

– ¿Por qué lo protege?

– Me lo ha pedido alguien.

– ¿Quién?

– Eros Barbu.

– ¿Un escritor famoso en el mundo entero está protegiendo a un asesino?

Edward Mooi guardó silencio.

– ¿Luca y los otros lo sabían? ¿Y la madre superiora? -preguntó Elena incrédula.

– No lo sé… Lo único que sé es que la policía está pendiente de todos nuestros movimientos, por eso le pido que vaya a Bellagio. Si cualquiera de nosotros fuese a encontrarse con ese sacerdote, lo detendrían o lo seguirían hasta aquí.

– Ese cura es el hermano del padre Addison, ¿verdad?

– Creo que sí…

– Usted desea que lo traiga aquí…

Edward Mooi asintió con la cabeza.

– Le enseñaré otro camino por tierra firme…

– ¿Qué ocurrirá si voy a la policía?

– Usted no sabe con certeza si el padre Daniel es un asesino… He visto cómo cuida de él; es su responsabilidad, y usted no lo delatará a la policía.

Los ojos de Mooi eran los de un poeta, resueltos pero sinceros y confiados a la vez.

SETENTA Y TRES

Villa Lorenzi, 6.00 h

Despeinado, descalzo y vestido con un albornoz, Edward Mooi se encogió de hombros al franquear el paso al inspector Roscani y a su ejército -los agentes especiales del Gruppo Cardinale, carabinieri armados y una brigada de perros rastreadores del ejército- que deseaban registrar por segunda vez Villa Lorenzi.

Batieron la mansión de arriba abajo: el ala de invitados con sus dieciséis dormitorios, el ala privada de Eros Barbu, el sótano y el subsótano.

Los perros husmearon por todas partes en busca del rastro extraído de algunas prendas enviadas desde Roma tomadas del apartamento del padre Daniel y de la habitación de hotel de Harry Addison.

A continuación registraron el edificio abovedado que albergaba la piscina interior, las pistas de tenis y, en la segunda planta, el enorme salón de baile. Continuaron después con el garaje de ocho plazas, los aposentos de los sirvientes, el edificio de mantenimiento y el invernadero.

Roscani recorrió cada una de las estancias, con la corbata aflojada y la camisa abierta para combatir el calor. Dirigía todos los movimientos y estaba siempre pendiente de las reacciones de los perros, abría las puertas de los armarios y buscaba puertas secretas en las paredes o en el suelo. Sin embargo, no dejaba de pensar en los asesinatos de Pescara ni en la identidad del hombre del punzón para el hielo, por ello había enviado un comunicado urgente a la central de la Interpol en Lyon, Francia, solicitando una lista de terroristas y asesinos a sueldo supuestamente localizados en Europa acompañada, si era posible, del perfil psicológico de los mismos.

– ¿Ha terminado de registrar, ispettore capo? -preguntó Mooi todavía vestido con el albornoz.

Roscani alzó la vista y tomó conciencia de dónde estaba y de los dos hombres, que se hallaban de pie en la escalera del cobertizo de las embarcaciones. En el exterior, el sol matinal reverberaba en la lisa superficie del lago, mientras abajo, en penumbra, dos perros rastreadores husmeaban, bajo la atenta mirada de sus cuidadores y cuatro carabinieri, la cubierta de una lancha motora amarrada en el embarcadero. Roscani se volvió para observarlos mejor y miró de soslayo a Edward Mooi, que hizo lo mismo.

Por último, los perros abandonaron el rastreo, y uno de los criadores sacudió la cabeza mirando al inspector.

– Grazie, signore -agradeció Roscani a Edward Mooi.

– Prego -respondió éste y dio media vuelta hacia la casa.

– Eso es todo. -Roscani llamó a los cuidadores, que se dirigieron junto con los cuatro carabinieri al lugar donde estaba estacionado el convoy de vehículos policiales.

Roscani echó a andar tras ellos. Habían estado más de dos horas en la casa y no habían encontrado nada, dos horas perdidas. Si estaba equivocado, no tendría más remedio que admitirlo y dejar las cosas como estaban, pero…

Roscani se volvió para mirar de nuevo el cobertizo y el lago. A su derecha, los hombres con los perros casi habían llegado a la villa, mientras que Edward Mooi ya había desaparecido de su vista.

¿Qué es lo que había pasado por alto?

A la izquierda, entre la casa y el cobertizo, se encontraba el embarcadero de piedra donde el capitán del hidrodeslizador aseguraba haber dejado al cura fugitivo y a sus amigos.

Roscani posó de nuevo la vista sobre el cobertizo mientas se llevaba los dedos a la boca y aspiraba el humo de un cigarrillo imaginario. Sin apartar la vista de su objetivo, tiró al suelo la colilla fantasma y la aplastó con el pie antes de entrar.

Desde lo alto de las escaleras, lo único que divisó fue la lancha motora amarrada al embarcadero junto a los utensilios necesarios para su funcionamiento y, al fondo, la salida rectangular hacia el lago, lo mismo que antes.

Descendió los peldaños y recorrió desde el muelle la longitud del barco, de proa a popa y de popa a proa; buscaba algo pero no sabía el qué. Subió a bordo y estudió el casco, la cubierta y la cabina. Aunque los perros habían gañido, no habían encontrado nada. Estaba perdiendo el tiempo. Cuando se disponía a saltar fuera, se le ocurrió una idea. Cruzó la popa y se detuvo ante los dos motores Yamaha y, arrodillándose, alargó la mano para tocarlos. Estaban calientes.

SETENTA Y CUATRO

8.00 h

Elena Voso cruzó la plaza y bajó por la escalera que conducía al lago. Las tiendas para turistas bordeaban ambos lados de la calle; la mayoría ya estaban abiertas y en su interior, tanto vendedores como clientes sonreían al inicio del nuevo día.

Ante ella, varias embarcaciones recorrían la superficie del lago, y al final de la escalera se encontraba el embarcadero del hidrodeslizador. La hermana Elena se preguntó si ya habría llegado el primer barco o si Luca y los otros estarían en Como o en la estación, esperando el tren a Milán. Al pie de la escalera también se encontraba el hotel Du Lac, pero todavía no había decidido qué iba a hacer cuando llegase allí.

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