Allan Folsom - El día de la confesión

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Harry Adisson, hombre de éxito y famoso abogado de Hollywood, recibe una inquietante llamada de su hermano, Daniel Adisson, un sacerdote que reside en el Vaticano y al que no ve desde hace diez años, pidiéndole ayuda. Al intentar ponerse en contacto con él le comunican la noticia de la muerte de su hermano en un atentado terrorista. Harry decide viajar hasta Roma para repatriar su cuerpo. Pero cuando llega, descubre que los restos que le presentan no son los de Daniel y que, poco antes de su muerte, éste había sido acusado de participar en el asesinato de cardenal del Vaticano. Harry confía en la inocencia de su hermano y está convencido de que sigo vivo, pero tendrá que demostrarlo. Todo se complica cuando el propio Harry es acusado de haber asesinado a un policía y tiene que huir de los carabinieri y de las autoridades eclesiásticas, que temen que sepa más de la cuenta.
Mientras tanto, en China, un hombre se prepara para poner en marcha un plan maquiavélico organizado por cierta autoridad del Vaticano obsesionada por hacerse con el control de aquel país.

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Li Wen era soltero y pasaba la mayor parte de su tiempo viajando. Su amiga más íntima era Ton Quin, una programadora informática de veinticinco años que había conocido hacía dos en una reunión clandestina de Nanjing. Fue ella quien le presentó a Chen Yin, comerciante de flores con quien entabló amistad de inmediato y que, gracias a sus contactos familiares en el Gobierno, le brindó la oportunidad de viajar por Europa y Estados Unidos con el pretexto de visitar diferentes plantas de tratamiento de agua y estudiar las técnicas allí empleadas. Chen Yin también le presentó a Thomas Kind, quien un día lo acompañó a un chalé de las afueras de Roma, donde conoció al hombre para quien trabajaba entonces, un individuo de gran estatura vestido de clérigo. Li Wen desconocía su nombre pero sabía que era muy poderoso y que tenía designios muy especiales para el futuro de la República Popular China.

A partir de ese encuentro, la vida de Li Wen cambió por completo: en el año anterior había experimentado más emociones que en toda su vida. Por fin había llegado el momento de vengar la muerte de su padre y de cobrar además una buena suma de dinero por ello. Una vez cumplida la misión abandonaría el país en dirección a Canadá, provisto de una identidad diferente y con una nueva vida por delante. Desde allí contemplaría complaciente la caída -en manos del revolucionario de Roma- de aquel Gobierno que le había robado su niñez y al que aborrecía desde lo más profundo de su ser.

Tras depositar el pesado maletín sobre un banco de madera, Li Wen echó un vistazo a la puerta de entrada para asegurarse de que estaba solo. Después, se acercó a una de las cuatro aberturas que permitían ver el agua tratada que se bombeaba a la red municipal. Ésta fluía con rapidez, pero la transparencia que presentaba en invierno había dejado paso a la turbiedad y a un penetrante hedor como consecuencia del calor y de la proliferación de las algas en el lago Chao, un problema que el Gobierno no había solucionado y del que pensaba aprovecharse Li Wen.

El ingeniero abrió el maletín y extrajo un par de guantes quirúrgicos que se puso antes de abrir el aislado compartimiento interior en el que se encontraban seis «bolitas» en lo que parecía una huevera de espuma de poliestireno.

Li Wen miró de nuevo la puerta antes de tomar el envase y acercarse a una de las aberturas. Entonces, echó al agua una «bolita» con una sonrisa triunfante. Hizo lo mismo con las demás, echándolas una a una y observándolas desaparecer en la corriente de agua turbia.

Una vez que hubo guardado el envase y los guantes en el maletín, Li Wen regresó al trabajo y tomó una muestra de agua con el fin de determinar si cumplía o no con el grado de «pureza» exigido por el Gobierno.

SESENTA Y NUEVE

Bellagio, lago de Como, Italia, lunes 13 de julio, 22.40 h

Harry recogió la bolsa que le había entregado Adrianna antes de que saliese del hotel de Como y desembarcó del hidrodeslizador junto al resto de los pasajeros nocturnos. Desde el muelle divisó la taquilla cerrada y una calle iluminada, al otro lado de la cual se encontraba el hotel Du Lac. En dos o tres minutos se plantaría allí.

El viaje desde Como -con escalas en las ciudades de Argegno, Lezzeno, Lenno y Tremezzo- había resultado enervante. Harry temía que en cualquier momento subiera a bordo un policía armado y pidiera la documentación a los pasajeros. Sin embargo, el viaje discurrió sin incidentes, y en cuanto abandonaron la ciudad de Tremezzo, Harry logró relajarse como el resto de los pasajeros. Era la primera vez desde hacía mucho tiempo que no se sentía en peligro ni perseguido.

La sensación de tranquilidad todavía lo embargaba cuando salió de la embarcación como un turista más dispuesto a adentrarse en las calles iluminadas de la ciudad. Harry se sentía exhausto, tanto emocional como físicamente, y lo único que deseaba era acostarse, desconectar del mundo y dormir durante una semana entera. Pero ése no era el lugar más apropiado para ello, pues se encontraba en Bellagio, centro de operaciones del Gruppo Cardinale, y por tanto debía permanecer más alerta que nunca.

– Mi scusi, Padre.

De la oscuridad surgieron dos jóvenes policías que llevaban unas metralletas Uzi colgadas del hombro.

Uno de los agentes le cortó el paso, y el resto de los pasajeros se abrió camino por su lado.

– Come si chiama? -preguntó.

Harry miró primero a uno y luego apotro. Había llegado el momento de decidir si interpretaba o no el papel que Eaton había preparado para él.

– Come si chiama?

Seguía estando más delgado que el Harry Addison del vídeo y lucía la misma barba que en la fotografía del pasaporte. Quizá con eso bastaría.

– Lo siento, no hablo italiano -les sonrió.

– Americano?

– Sí -respondió sonriendo de nuevo.

– Acérquese, por favor -le ordenó el segundo policía en inglés.

Harry los siguió hasta la taquilla iluminada.

– ¿Tiene pasaporte?

– Sí, claro.

Harry introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta y titubeó un momento al tocar el pasaporte de Eaton.

– Passaporto -repitió el primer policía.

Despacio, sacó el pasaporte y lo entregó al agente que hablaba inglés. Harry los contempló mientras examinaban el documento. Al otro lado de la calle, casi al alcance de la mano, veía el hotel y la concurrida terraza del café.

– Sacco.

El primer policía señaló la bolsa con la cabeza y Harry se la entregó sin dudar. En ese mismo instante se detuvo ante el hotel un coche de policía y el conductor miró hacia él.

– Padre Jonathan Roe -dijo el segundo agente cerrando el pasaporte.

– Sí.

– ¿Cuánto tiempo lleva en Italia?

Harry titubeó. Si decía que había estado en Roma, Milán, Florencia o cualquier otra ciudad italiana, le preguntarían dónde se había alojado y no tardarían en verificarlo.

– He llegado esta tarde en tren desde Suiza.

Los policías lo escrutaron con detenimiento, sin decir palabra. Harry rezó por que no le pidieran el billete de tren o le preguntaran qué lugares de Suiza había visitado.

Al fin el segundo policía rompió el silencio:

– ¿Para qué ha venido a Bellagio?

– De viaje turístico. Hacía años que quería venir y por fin se me ha brindado la oportunidad… -respondió con una sonrisa.

– ¿Dónde se aloja?

– En el hotel Du Lac.

– Es tarde, ¿tiene habitación reservada?

– Espero que sí… Encargué que me la reservaran.

Los policías no parecían del todo convencidos, y el conductor del coche no les quitaba ojo de encima. La espera resultaba insoportable, pero a Harry no le quedaba otro remedio que aguardar a que hicieran algo.

Por fin, el segundo policía le devolvió el pasaporte.

– Disculpe la molestia, padre.

El primero le devolvió la bolsa y le franquearon el paso indicándole con un gesto que circulase.

– Gracias. -Harry se guardó el pasaporte en el bolsillo, se colgó la bolsa del hombro y se encaminó al hotel. Dejó pasar una motocicleta antes de cruzar la calle, consciente en todo momento de que los policías y el conductor del coche lo observaban con atención.

Ya en el hotel, mientras esperaba que el recepcionista lo registrara, Harry se atrevió a mirar atrás, a tiempo para ver alejarse el coche de policía.

SETENTA

Sentado a una de las mesas de la terraza del hotel Du Lac había un hombre atractivo de ojos de color azul muy claro que debía de tener cerca de cuarenta años, vestido con vaqueros holgados y una camisa tejana. Llevaba casi toda la tarde observando a la gente que pasaba por delante del café.

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