Allan Folsom - El día de la confesión

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Harry Adisson, hombre de éxito y famoso abogado de Hollywood, recibe una inquietante llamada de su hermano, Daniel Adisson, un sacerdote que reside en el Vaticano y al que no ve desde hace diez años, pidiéndole ayuda. Al intentar ponerse en contacto con él le comunican la noticia de la muerte de su hermano en un atentado terrorista. Harry decide viajar hasta Roma para repatriar su cuerpo. Pero cuando llega, descubre que los restos que le presentan no son los de Daniel y que, poco antes de su muerte, éste había sido acusado de participar en el asesinato de cardenal del Vaticano. Harry confía en la inocencia de su hermano y está convencido de que sigo vivo, pero tendrá que demostrarlo. Todo se complica cuando el propio Harry es acusado de haber asesinado a un policía y tiene que huir de los carabinieri y de las autoridades eclesiásticas, que temen que sepa más de la cuenta.
Mientras tanto, en China, un hombre se prepara para poner en marcha un plan maquiavélico organizado por cierta autoridad del Vaticano obsesionada por hacerse con el control de aquel país.

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Para Roscani participar en grandes operativos no representaba una novedad, y sabía que la enojosa atmósfera circense formaba parte de ellos. Por muy bien organizadas que estuvieran las cosas, sus mismas dimensiones las hacían engorrosas. Surgía algo de pronto y distintas personas debían tomar decisiones en cuestión de segundos. Los errores eran inevitables. Bajo el fuego uno no disfrutaba de assoluta tranquillit à para serenarse, sopesar las cosas de manera adecuada e intentar encontrar la salida lógica que quizá marcaría la diferencia entre el éxito y el fracaso.

Un ruido inesperado en la parte posterior de la sala lo obligó a levantar la vista. Por un instante vio que unos periodistas se arremolinaban en el pasillo, fuera, gritando preguntas mientras Scala y Castelletti entraban con el capitán y dos miembros de la tripulación del hidrodeslizador que, supuestamente, había transportado al padre Daniel y a sus acompañantes a Villa Lorenzi.

Roscani los siguió hasta una habitación pequeña. Un carabiniere corrió una cortina para dejarlos a solas.

– Soy el inspector jefe Otello Roscani. Les pido disculpas por el desorden.

El capitán del hidrodeslizador sonrió e hizo un gesto de asentimiento. Tenía unos cuarenta y cinco años de edad y parecía estar en forma. Llevaba una chaqueta azul marino y pantalones del mismo color. Los miembros de su tripulación llevaban camisas de manga corta azul claro con charreteras y los mismos pantalones de color azul marino.

– ¿Café? -les preguntó Roscani al percibir su nerviosismo-. ¿Ciga…? -Roscani cayó en la cuenta y sonrió-. Estaba a punto de ofrecerles cigarrillos, pero acabo de dejar el tabaco. Con todo este jaleo, temo mucho que si les dejo fumar acabaré por hacerlo yo también.

Roscani sonrió de nuevo y advirtió que los hombres empezaban a relajarse. Había sido un gesto calculado de su parte, concebido para producir este efecto y, sin embargo, no estaba seguro de que no fuera sincero. Sea como fuere, el comentario había tranquilizado a los hombres, y durante los siguientes veinte minutos conoció los pormenores del viaje de Como a Bellagio, y recibió descripciones detalladas de los tres hombres y la mujer que acompañaban a la persona de la camilla. También obtuvo una información valiosa. El hidrodeslizador había sido alquilado el día anterior a la travesía por medio de una agencia de viajes de Milán, a nombre de un tal Giovanni Scarso, que afirmó que representaba a la familia de un hombre malherido en un accidente de circulación que necesitaba que lo transportasen a Bellagio. Scarso había pagado en metálico y se había marchado. Fue al aproximarse a Bellagio cuando uno de los acompañantes del paciente les había ordenado que se desviaran del muelle principal y se dirigieran más al sur, al muelle de Villa Lorenzi.

Terminado el interrogatorio, Roscani no abrigaba la menor duda de que le habían dicho la verdad y de que el paciente que la tripulación del hidrodeslizador había llevado a Villa Lorenzi era, en efecto, el padre Daniel Addison.

Se volvió hacia Castelletti para pedirle que repasara los detalles una vez más, dio las gracias al capitán y a sus hombres y luego salió, descorriendo la cortina para regresar al bullicio de la sala. Luego, con la misma rapidez, se marchó.

Recorrió un pasillo estrecho y entró en el lavabo, utilizó el urinario, se lavó las manos y se refrescó la cara. Después, convencido de que en semejante situación resultaba imposible pensar sin un cigarrillo, se llevó dos dedos a los labios e inhaló profundamente. Chupando el humo fantasmagórico, sintiendo el golpe imaginario de nicotina en los pulmones, apoyó la espalda en la pared y aprovechó la assoluta tranquilina del lavabo para pensar.

Esa tarde, él, Scala, Castelletti y una veintena de carabinieri habían registrado Villa Lorenzi palmo a palmo. Y no habían encontrado nada. Ni el menor rastro del padre Daniel o de sus acompañantes. No era posible que una ambulancia hubiese estado esperando en algún lugar de la propiedad y hubiese escapado con el paciente, ya que Villa Lorenzi sólo contaba con dos vías de acceso; la entrada principal y una secundaria, y ambas estaban cerradas y se manejaban desde dentro. Un vehículo no podía entrar ni salir sin el conocimiento y la ayuda de alguien del interior. Y, según Mooi, esto no había ocurrido.

Por supuesto, por muy cooperativo que se hubiese mostrado, Mooi quizá mentía. Por otro lado, era posible que alguien hubiese ayudado a huir al padre Daniel sin que Mooi se enterase. Y por último quedaba la posibilidad de que el cura siguiese oculto allí dentro, y que no lo hubiesen encontrado.

Roscani aspiró de nuevo el humo imaginario entre los dedos. Al amanecer, él, Scala, Castelletti y una fuerza selecta de carabinieri regresarían sin avisar a Villa Lorenzi y volverían a registrarla. Esta vez llevarían perros, y no dejarían una sola piedra sin mover, aunque tuviesen que desmantelar toda la propiedad para hacerlo.

SESENTA Y CINCO

– Chiasso… -dijo Hércules mientras se alejaban de Milán y se incorporaban al intenso tráfico de verano de la autostrada A9; Harry iba al volante del Fiat gris oscuro que Adrianna había dejado aparcado frente a la estación central de Roma, con las llaves escondidas bajo la rueda izquierda trasera tal como había prometido.

Harry no respondió.

Tenía la mirada fija en la autopista y los pensamientos en Como, donde debía encontrarse con Adrianna, y en Bellagio, donde se suponía que se hallaba Danny.

– Chiasso -oyó que repetía a Hércules, y se volvió de golpe para encontrarse con la mirada del enano.

– ¿De qué diablos habla?

– ¿No le he ayudado a llegar hasta aquí, señor Harry? ¿A encontrar la salida de Roma, a tomar la autopista? Lo he guiado hacia el norte cuando usted quería ir hacia el sur… Sin Hércules estaría camino de Sicilia, no de Como.

– Ha estado magnífico. Le debo todo lo que soy hoy. Pero sigo sin saber de qué diablos está hablando.

De golpe, Harry adelantó un coche y se situó detrás de un Mercedes que avanzaba a gran velocidad.

El viaje estaba durando demasiado.

– Chiasso está en la frontera suiza… Quiero que me lleve hasta allí. Por eso he venido.

– ¿Para que lo lleve a Suiza? -preguntó Harry, incrédulo.

– Me buscan por asesinato, señor Harry…

– Y a mí.

– Pero yo no puedo disfrazarme de cura ni hacerme pasar por otro. Un enano no puede viajar en autobús o en tren sin llamar la atención.

– Pero en un automóvil sí.

Hércules sonrió en un gesto de complicidad.

– Nunca antes había contado con uno…

Harry lo miró enfurecido.

– Hércules, éste no es precisamente un viaje de placer. No estoy de vacaciones.

– No, está intentando dar con su hermano. Igual que la policía. Por otra parte, Chiasso no está mucho más lejos que Como. Yo me bajo, usted da la vuelta y regresa. ¿Qué problema hay?

– ¿Y si me negara a hacerlo?

Hércules se incorporó indignado.

– Entonces no sería hombre de palabra. Cuando le di esa ropa, le pedí que me ayudara. Me dijo: «Haré todo lo posible. Se lo prometo».

– Me refería al tema legal, y en Roma.

– Dadas las circunstancias, preferiría aceptar la ayuda ahora, señor Harry. Sólo veinte minutos más de su vida.

– Veinte minutos…

– Entonces estaremos en paz.

– Bien, estaremos en paz.

Poco después pasaron la salida de Como y su acuerdo se volvió discutible. Cinco kilómetros al sur de Chiasso el tráfico se ralentizó y se estrechó delante de ellos hasta circular por un solo carril. Luego se detuvo. Harry y Hércules vieron una interminable fila de luces de freno. Luego, a lo lejos, los divisaron: policías con chalecos antibalas y metralletas Uzi que caminaban despacio hacia ellos, echando un vistazo al interior de cada coche junto al que pasaban.

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