Allan Folsom - El día de la confesión

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Harry Adisson, hombre de éxito y famoso abogado de Hollywood, recibe una inquietante llamada de su hermano, Daniel Adisson, un sacerdote que reside en el Vaticano y al que no ve desde hace diez años, pidiéndole ayuda. Al intentar ponerse en contacto con él le comunican la noticia de la muerte de su hermano en un atentado terrorista. Harry decide viajar hasta Roma para repatriar su cuerpo. Pero cuando llega, descubre que los restos que le presentan no son los de Daniel y que, poco antes de su muerte, éste había sido acusado de participar en el asesinato de cardenal del Vaticano. Harry confía en la inocencia de su hermano y está convencido de que sigo vivo, pero tendrá que demostrarlo. Todo se complica cuando el propio Harry es acusado de haber asesinado a un policía y tiene que huir de los carabinieri y de las autoridades eclesiásticas, que temen que sepa más de la cuenta.
Mientras tanto, en China, un hombre se prepara para poner en marcha un plan maquiavélico organizado por cierta autoridad del Vaticano obsesionada por hacerse con el control de aquel país.

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– Dé la vuelta, señor Harry. ¡Deprisa!

Harry retrocedió unos metros, luego puso primera y, con un agudo chirrido de los neumáticos, dio media vuelta y aceleró por donde habían venido.

– ¿Qué diablos era eso? -Harry miró por el retrovisor.

Hércules no dijo nada y encendió la radio. Sintonizó una emisora que transmitía noticias en italiano.

En la frontera con Chiasso se había establecido un control de la policía, tradujo Hércules. Registraban cada vehículo en busca del cura fugitivo, el padre Daniel Addison, que de algún modo se las había ingeniado para eludir a la policía en Bellagio y que con seguridad intentaría cruzar la frontera con Suiza.

– ¿Los ha eludido? -Harry se volvió para mirar a Hércules-. ¿Quiere eso decir que alguien lo vio?

– No lo han dicho, señor Harry…

SESENTA Y SEIS

Como, 19.40 h

El Fiat estaba parado a un lado de la autostrada, en la ruta principal a Como. Hércules había pedido a Harry que se detuviera, y Harry lo había hecho. Y allí estaban sentados juntos por última vez mientras el suave amarillo del cielo de la tarde bañaba el coche con una luz delicada muy distinta del desfile de faros deslumbrantes que discurría en el exterior.

– Con o sin policía, Chiasso está demasiado cerca para no intentarlo… ¿Lo entiende, señor Harry?

– Lo entiendo, Hércules… Siento no haber podido hacer más…

– Entonces, buena suerte, señor Harry. -Hércules sonrió y le tendió la mano. Harry se la estrechó.

– Lo mismo digo.

Y sin más, Hércules se apeó del coche y se marchó. Harry lo observó por unos instantes mientras cruzaba la autopista en medio del tráfico. Una vez en el otro bordillo, se volvió y sonrió, luego giró sobre sus muletas y se alejó hacia el crepúsculo, caminando, si ésta era la palabra correcta, hacia Suiza.

Diez minutos más tarde, Harry aparcó el Fiat en una calle lateral cercana a la estación de tren y pasó un paño al volante y a la palanca de cambios para limpiar sus huellas dactilares. Bajó con cuidado, cerró la puerta y se encaminó a Via Borsieri y a Viale Várese, siguiendo las señales que indicaban el camino al lago y a Piazza Cavour. Avanzaba al mismo paso que la gente que lo rodeaba, intentando confundirse entre ellos, no parecer más que un sacerdote que había salido a disfrutar de la cálida tarde estival.

De vez en cuando alguien inclinaba la cabeza o le sonreía al pasar. Él devolvía el gesto, se volvía con naturalidad y miraba atrás para asegurarse de que no lo hubiesen reconocido.

Al cruzar una plaza, advirtió de pronto que la gente caminaba más despacio, la multitud se espesaba. Delante de él los viandantes se arremolinaban frente a un quiosco. Al acercarse, vio la cara de Danny en las ediciones de la tarde. Todos los periódicos llevaban prácticamente el mismo titular: «Sacerdote fuggitivo a Bellagio?».

Se volvió con rapidez y se alejó.

Torciendo por una calle y luego por otra, Harry intentaba seguir las confusas señales hacia el paseo del lago y Piazza Cavour. Tras esquivar a una pareja tomada de la mano, giró en una esquina y se detuvo. La calle que tenía delante estaba acordonada. Detrás había coches patrulla, furgonetas de los medios de comunicación y vehículos con antenas de satélite. Más lejos vislumbró la comisaría de policía.

«Dios Santo.» Harry esperó medio segundo, luego siguió andando, intentando recuperar la compostura. Llegó a un cruce de calles y enfiló la de la izquierda sin pensárselo, convencido de que toparía de nuevo con las barreras de la policía, con el quiosco o con la estación de tren. En lugar de ello, vio el lago, y el tráfico que fluía a lo largo del bulevar que lo bordeaba. Ante él había una señal que le informó de que se hallaba en la Piazza Cavour.

Recorrió media calle y llegó al bulevar. A su derecha estaba el hotel Palace, un enorme edificio de piedra caliza con un concurrido café delante. Tocaban música festiva. La gente comía y bebía, y unos camareros con delantales blancos iban y venían entre las mesas. Se trataba de gente normal, que hacía cosas cotidianas, sin saber qué cerca se hallarían de un acontecimiento de primera magnitud si uno solo de ellos reconocía al cura barbado y daba la voz de alarma. En segundos, la calle se llenaría de policías, como en una película de Hollywood. Un ajuste de cuentas del Gruppo Cardinale con el asesino de un policía, el hermano del homicida del cardenal vicario de Roma. Destellos de luces. Helicópteros.

Extras corriendo de un lado a otro con metralletas y chalecos antibalas. Un paseo con Lee Harvey Oswald en un parque de atracciones. Mirad, mirad, el chico malo recibe balas de todos lados. Reservad vuestras entradas, no os lo perdáis.

Pero nadie lo hizo. Y Harry desapareció: una persona más que paseaba por la calle. Unos momentos más tarde dobló una esquina y entró en Piazza Cavour. Frente a él se alzaba el hotel Barchetta Excelsior.

SESENTA Y SIETE

Harry llamó al timbre de la habitación 525 y esperó, boina en mano; estaba empapado en sudor, tanto por los nervios como por el calor de julio. Veintiocho grados y ya anochecía.

Se disponía a pulsar el timbre otra vez cuando la puerta se abrió de pronto y vio a Adrianna, con el pelo mojado, un albornoz blanco de hotel como única prenda y un teléfono móvil pegado a la oreja. Harry entró aprisa y echó el pestillo.

– Acaba de llegar ahora mismo.

Adrianna se acercó a la ventana y corrió las cortinas. El televisor instalado junto a la ventana estaba encendido, en el canal de noticias, con el sonido apagado. Alguien hablaba delante de la Casa Blanca. De pronto, empezaron a mostrar imágenes del parlamento británico.

Adrianna se dirigió a un tocador y se inclinó delante del espejo para garabatear algo en un bloc de notas.

– Esta noche, de acuerdo… Lo tengo…

Colgó el teléfono y alzó la vista. Harry observaba su reflejo.

– Era Eaton…

– Sí. -Adrianna se volvió para situarse delante de él.

– ¿Dónde diablos está Danny?

– Nadie lo sabe… -Se volvió hacia el televisor… Nunca le quitaba los ojos de encima por si ocurría algo; era un hábito de toda la vida, la deformación profesional de una reportera. Luego miró de nuevo a Harry-. Roscani y sus hombres registraron la villa de Bellagio donde se suponía que estaba hace sólo unas horas… No encontraron nada.

– ¿La policía está segura de que era Danny?

– Todo lo segura que puede estar sin haber estado allí. Roscani sigue aquí, en Como. Esto ya indica bastante… -Adrianna se colocó un mechón de pelo aún mojado detrás de la oreja-. Pareces a punto de derretirte. Puedes quitarte la chaqueta, ¿sabes? ¿Quieres beber algo?

– No.

– Voy a…

Adrianna abrió una vitrina y extrajo una pequeña botella de coñac. La vació en un vaso y se volvió.

Harry la observaba.

– ¿Qué he de hacer ahora? ¿Cómo voy a llegar a Bellagio?

– Estás enfadado conmigo, ¿verdad? Por lo que pasó en Roma, por implicar a Eaton en esto.

– No, te equivocas. Te estoy agradecido. Jamás habría llegado tan lejos sin tu ayuda ni la de Eaton. Ambos os jugasteis el tipo, por vuestras propias razones, pero lo hicisteis… El sexo sólo hizo que me sintiera más cómodo.

– Lo hice porque quería. Y porque tú también querías. Y porque a los dos nos gustó… No me digas que nunca antes te había ocurrido… Es así como vives tu vida, o si no ya te habrías casado y formado una familia.

– ¿Por qué no te limitas a decirme qué se supone que debo hacer?

– Muy bien… -Adrianna lo miró por unos instantes, y luego, con el vaso en la mano, se reclinó sobre el tocador-. Tomarás el último hidrodeslizador a Bellagio. Te registrarás en el hotel Du Lac, junto al muelle. Ya están hechas las reservas, a nombre del padre Jonathan Roe, de la Universidad de Georgetown. Tendrás el número de teléfono del hombre que administra Villa Lorenzi. Su nombre es Edward Mooi.

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