Allan Folsom - El día de la confesión

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Harry Adisson, hombre de éxito y famoso abogado de Hollywood, recibe una inquietante llamada de su hermano, Daniel Adisson, un sacerdote que reside en el Vaticano y al que no ve desde hace diez años, pidiéndole ayuda. Al intentar ponerse en contacto con él le comunican la noticia de la muerte de su hermano en un atentado terrorista. Harry decide viajar hasta Roma para repatriar su cuerpo. Pero cuando llega, descubre que los restos que le presentan no son los de Daniel y que, poco antes de su muerte, éste había sido acusado de participar en el asesinato de cardenal del Vaticano. Harry confía en la inocencia de su hermano y está convencido de que sigo vivo, pero tendrá que demostrarlo. Todo se complica cuando el propio Harry es acusado de haber asesinado a un policía y tiene que huir de los carabinieri y de las autoridades eclesiásticas, que temen que sepa más de la cuenta.
Mientras tanto, en China, un hombre se prepara para poner en marcha un plan maquiavélico organizado por cierta autoridad del Vaticano obsesionada por hacerse con el control de aquel país.

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– ¿Se supone que debo llamarlo?

– Sí…

– ¿Qué te hace pensar que conoce el paradero de Danny?

– Porque la policía cree que él lo sabe.

– Entonces habrán intervenido su teléfono.

– Y, ¿qué es lo que van a oír? -Adrianna bebió un sorbo de su vaso-. A un cura norteamericano que ofrece su colaboración sencillamente porque ha visto las noticias y quiere ayudar en lo que pueda…

– En su lugar, yo pensaría que la llamada es una trampa, un anzuelo de la policía.

– Yo también lo pensaría, pero entre ahora y el momento de tu llamada, recibirá un fax de una librería religiosa de Milán. En ese momento no lo entenderá (tampoco lo sabrá la policía, si lo intercepta, porque parecerá un anuncio), pero Edward Mooi es un hombre culto, y, después de tu llamada, buscará el fax y lo releerá, incluso si lo ha tirado al cubo de basura. Cuando lo haga, entenderá.

– ¿Qué fax?

Tras dejar el vaso sobre la mesa, Adrianna sacó un papel de una bolsa de viaje que descansaba sobre la cama y se lo dio. Luego, con una mano en la cadera, se apoyó de nuevo en la mesa. Con el movimiento se le abrió el albornoz. No mucho, pero lo suficiente como para que Harry alcanzase a ver parte de un pecho y una insinuación de la oscuridad de su entrepierna.

– Léelo…

Harry vaciló, luego dirigió la vista al papel.

¡LEA!

GÉNESIS 4:9

El nuevo libro del

padre Jonathan Roe

Eso era todo. Con letras mecanografiadas. Nada más.

– ¿Recuerdas la Biblia, Harry?

– ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano? -Harry soltó la hoja sobre la cama.

– Es un hombre culto. Lo entenderá.

– Y después, ¿qué?

– Esperaremos… Yo estaré en Bellagio, Harry. Tal vez incluso antes de que tú llegues. -La voz de Adrianna se volvió suave, seductora. Sus ojos buscaron los de Harry-. Y sabré cómo encontrarte… El teléfono que tienes en tu bolsillo, ya sabes. -Hizo una pausa-. Tal como… lo hicimos en Roma…

Durante largo rato Harry guardó silencio y se limitó a permanecer de pie, mirándola. Al fin, dejó que sus ojos recorrieran su cuerpo.

– Tu albornoz está abierto…

– Lo sé…

Él la tomó por detrás, como a ella le gustaba, como lo había hecho la primera vez en su piso de Roma. La diferencia, en esta ocasión, era que las luces estaban encendidas y estaban de pie en el baño. Adrianna estaba ligeramente inclinada, con las manos apoyadas en el borde del mármol, ambos de cara al espejo, mirando.

Percibió el placer de ella cuando la penetró. Notó que se intensificaba con cada embestida deliberada. Se veía a sí mismo detrás de ella; con la mandíbula tensa. Firme. Más tensa cuanto más fuerza imprimía al movimiento. En cierto modo resultaba indecente ver su propio rostro. Era casi como si lo hiciese consigo mismo, pero no era así.

– Sí -resolló ella-. Sí…

Con este sonido, el propio ser de Harry se desvaneció, y sólo la vio a ella echando la cabeza atrás, con los ojos cerrados, atenazándole con sus músculos secretos, aumentando la fuerza de cada embestida para ambos.

– Más -susurró-. Más. Más fuerte. Sí. Rómpeme, Harry. Rómpeme…

Sintió que se le aceleraba el pulso y que el calor del cuerpo de Adrianna se incrementaba contra el de él. Ambos empapados en sudor, como antes en su cama en Roma. Unas luces bailaban ante sus ojos. Su corazón latía con fuerza. El sonido de los gemidos de ella se superponía al restallido de sus carnes cuando chocaban. Una y otra vez. Luego, de pronto, ella gritó y él la vio agachar la cabeza entre los hombros. Él eyaculó al mismo tiempo. Lo sintió como un cañonazo. Un cañón que no dejaba de disparar, un proyectil tras otro, fuera de control. Y luego sus rodillas cedieron y tuvo que aferrarse al borde del lavabo para no caer. Y supo que ya no quedaba nada más. Para ninguno de los dos.

SESENTA Y OCHO

Planta depuradora de agua A, Hefei, provincia de Anhui, China,
martes 14 de julio, 16.30 h.

Li Wen entró en el edificio por la puerta principal, como de costumbre. Llevaba un maletín de piel en la mano y la tarjeta de identificación colgada de la solapa. Saludó con un ademán al adormilado oficial del ejército apostado en la entrada y a continuación abrió una segunda puerta que conducía a la sala de control, donde una operaría echaba de vez en cuando un vistazo a la pared cubierta de válvulas e indicadores de la presión, del grado de turbiedad, de la velocidad de flujo y del nivel de sustancias químicas de las aguas, mientras leía una revista.

– Buenos días -saludó Li Wen con voz autoritaria.

La revista desapareció al instante.

– ¿Todo en orden?

– Sí, señor.

Li Wen la miró con una dureza que hacía patente su descontento por la revista. Después asintió con la cabeza, abandonó la sala de control y descendió por las escaleras que conducían al área de filtración situada en el piso inferior. En esta sala de hormigón armado se producía la fase final del proceso de filtración del agua antes de que la bombeasen a la red de suministro municipal. Se trataba de una zona subterránea en la que la temperatura era muy inferior a la del exterior o la del piso superior.

A pesar de que hacía tres años se había cerrado la planta por reformas durante seis meses, todavía no había aire acondicionado, aunque se rumoreaba que lo instalarían en la depuradora nueva, que se construiría el siglo siguiente. La situación era similar en el resto de las plantas de tratamiento y filtración de agua del país, donde las instalaciones estaban anticuadas e incluso deterioradas. Aunque algunas depuradoras, como aquélla, habían sido reformadas cuando el Comité Central autorizó los fondos para ello, los fondos eran escasos y en su mayor parte se basaban en promesas de futuro.

Cierto era que en algunos lugares el futuro ya había llegado y que estaban construyéndose nuevas instalaciones gracias a proyectos conjuntos con empresas de Occidente, como era el caso de la central de agua potable chino-francesa en la ciudad de Cantón, de ciento setenta millones de dólares, o el proyecto de la presa de las Tres Gargantas en el Yangzi Jiang, el río Azul, de treinta y seis mil millones de dólares. Pero en general, las plantas de suministro y filtración de aguas de China estaban anticuadas, algunas incluso empleaban como tuberías troncos de árboles huecos.

En ciertas épocas del año, los días largos y calurosos ofrecían un caldo de cultivo ideal para las algas alimentadas por el sol y, por tanto, para sus toxinas biológicas. Cuando esto ocurría la utilidad de las depuradoras resultaba casi nula y el agua de los ríos y los lagos que bombeaban la ciudad era putrefacta.

Ésa era la razón por la cual Li Wen se encontraba allí, su labor consistía en controlar la calidad del agua procedente del lago Chao, la principal fuente de suministro de agua para el millón de habitantes de la ciudad de Hefei. El ingeniero hidrobiológico llevaba casi dieciocho años realizando el mismo trabajo y jamás había pensado que fuera posible ganar dinero suficiente para huir del país tras haber desencadenado una crisis en el seno de ese gobierno que tanto despreciaba; un gobierno que en 1957 acusó a su padre de «contrarrevolucionario» por oponerse a la corrupción y los abusos de poder del Partido Comunista, y que por ello lo internó en un campo de trabajo donde murió tres años más tarde, cuando Li Wen tenía cinco. Li creció venerando la memoria de su padre mientras cuidaba con devoción de su madre, quien jamás se recuperó de la muerte de su marido ni de la censura pública que sufrió a causa de su encarcelamiento. Li Wen se convirtió en ingeniero hidrobiológico sólo porque tenía aptitudes para la ciencia y decidió seguir el camino más fácil. A simple vista parecía un hombre afable y tranquilo que jamás mostraba pasión ni emoción algunas. Sin embargo, en su interior sentía una intensa aversión por el Gobierno del país y formaba parte de un grupo clandestino de simpatizantes de Taiwan cuyo propósito era derrocar el régimen de Pekín y restaurar el Gobierno nacionalista.

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